viernes, 26 de julio de 2013





¿A quién se le ocurre hacer un dibujo erótico en la redacción? Pues a una servidora, ni más ni menos. Si es que luego estas cosas, cuando las pienso, me parecen irrisorias. Pero en el momento, todo cuadra con la lógica perfecta. Era un descanso entre horas, entre toda la tensión que cierta acontecimiento ha causado a los medios desde este pasado miércoles. Como dibujar me relaja, le pedí unos lapiceros a mi compañero. ¿Qué podía esbozar? A mi lo de dibujar por dibujar no se me da bien. Todo tiene que tener una historia. Entonces recordé que cierta persona con la que juego al rol pretendía matar a uno de sus personajes. ¿Y qué mejor forma de evitar esta catástrofe que hacerle un dibujo subidito de tono del personaje en cuestión? Ah, no arruguéis la nariz tan pronto. Esta idea también puede parecer incongruente pero tiene su aquel. ¿No habéis escuchado nunca eso de que el sexo mueve el mundo?

Y en esas estaba, escuchando Gossip (aprovecho para recomendaros A Joyful Noise) a todo volumen con los cascos para no tener que oír más sobre el accidente, cuando uno de mis compañeros masculinos me vio haciendo el dibujo en cuestión, un elegante (porque yo seré muchas cosas, pero no soez u ordinaria) desnudo.

Ellos dicen que son guarradas, pero yo mantengo que es arte.

Aunque para anécdota, la de mi compañera que, después de hablar por teléfono con su jefa, se despidió con un 'te quiero'. Automáticamente se quedó lívida y empezó a proferir disculpas entre la angustia y la risa, poniendo por excusa 'que acababa de hablar con su madre). (Y honestamente espero que sea eso, porque la jefa en cuestión es como una yegua hambrienta con gafas).

miércoles, 24 de julio de 2013




Vuelvo aquí en otro de mis ratos de aburrimiento existencial en el trabajo. Que es un estar sin estar. Estar porque la comunicación es así: en cualquier momento salta la liebre, y hay que tener la escopeta ya apuntando. Pero sin estar, porque me aburro. Todo el mundo está ocupado en la redacción, gestionando sus noticias. Las mías ya se han terminado. Me encargo de la sección de cine, pero ahora mismo no hay mucho que hacer. Los estrenos en verano, algunos, son tan predecibles...

Ayer, sin embargo, tuve una experiencia bastante dramática. Una experiencia dramática de un segundo, pero qué largo se me hizo. El caso es que desde hace tiempo no sé por qué pero la angustia se me acumula en el vientre y quiero gritar. Y ayer, finalmente, grité, vaya si lo hice. Pero no fue por voluntad propia. Iba caminando por la calle, rápido, ocupada en mis asuntos, cuando de repente me tropecé con el pavimento (la zona del casco antiguo de Madrid es preciosa, pero, como cabe esperar, está vieja). Tropecé, intenté encontrar el equilibrio, pero no tuve suerte. Cuando me di cuenta de que iba a caer, grité. Porque estaba en la calzada y no en la acera, y también porque por el rabillo del ojo vi como un coche se acercaba, y me dio miedo.

Caí en el suelo de bruces, pero me levanté aún más rápido. El coche frenó y varias personas se acercaron para ver si estaba bien. Que lo estaba. Más que nada roja de vergüenza, pero de una pieza, que era de lo que se trataba.

Sin embargo, tengo varios moratones multicolores y raspones diversos. Esta mañana me levanté con la parte derecha del cuerpo dolorida. El porrazo fue más que una anécdota, y parece que no voy a olvidarlo pronto, más que nada por el dolor cada vez que cruzo las piernas o apoyo el brazo sobre la mesa.

Esto es lo que ocurre cuando cosas como la tristeza o la angustia sobrepasan el mundo de las emociones y se materializan en la realidad en forma de dolor y gritos.

martes, 23 de julio de 2013




Bueno, tal vez pensabais que me perdí para siempre en las montañas escocesas, y en cierto modo, tenéis razón. Una parte de mí se ha quedado para siempre en Blackford Hill, contemplado extasiada lo hermoso que se vuelve el mundo ante la pequeñez de las alturas, disfrutando del sonido más hermoso, que no son los pájaros, ni siquiera palabras de amor, sino el correr de las nubes o el susurro del aire bajo los párpados, incitándome a volar

Pero he vuelto, y estoy más ocupada que nunca, trabajando, y no en cualquier sitio. El destino ha vuelto a sonreírme y me ha otorgado la oportunidad de destinar mis esfuerzos al servicio de uno de los medios de comunicación más conocidos del país. La comunicación es una opción a considerar para el futuro, especialmente porque disfruto charlando y compartiendo mi tiempo con la gente cuando no estoy escribiendo. El comienzo, como el de todas las cosas que merecen la pena, ha sido duro, pero poco a poco le voy cogiendo el gusto. En septiembre haremos balance.

Lo que más me está costando es el traslado a mi nuevo hogar. En Edimburgo, al principio, mis trece metros cuadrados se me hacían infinitos, pero terminé por amar aquella habitación. Era un bajo, y la ventana, estrecha y alargada, estaba tapada por las ramas de un arbusto (un cruce entre bambú y flora autóctona). No entraba mucha luz, pero en las noches de invierno era agradable ver como la nieve se arremolinaba fuera.

En la casa nueva, la habitación no es tan amplia, pero sí muy luminosa. Aunque eso en verano la hace arder, hablamos pues de luz alegre pero rabiosa. La cama es más vieja. La mesa de color blanco y con falso molde barroco. Armarios por todas partes, para albergar los mil trastos que de todas formas no tengo. Y soledad. Ahora en verano no hay compañeros de piso. Los pocos que nos quedamos en Madrid, que estos días parece más infernal que nunca debido a las temperaturas, estamos siempre ocupados trabajando. No me gusta Madrid en verano. El calor destaca el mal olor de las calles y hace desesperantes las aceras sin sombra, hasta el punto de querer llorar solo por sentir el frescor de las lágrimas en el rostro.

Tengo que descubrir los rincones hermosos de Madrid. Que sé que los tiene. Madrid me parece salvaje y peligrosa al lado de mi querido Edimburgo, misterioso pero correcto, siempre con su educación británica, aunque los escoceses digan que ellos siguen haciendo honor a la sangre de William Wallace.

En cualquier caso, ahora miro por la ventana y puedo ver la Gran Vía. Los edificios, blancos y amarillos, lucen al sol. El cielo esta azul, estriado de vaporosas nubes. Es mil veces más reconfortante que todos los cielos plomizos de la Atenas del Norte.

(Eso sí, todo esto visto desde la comodidad del aire acondicionado que tienen en la redacción).