miércoles, 29 de diciembre de 2010




"En cuanto a Pasionaria, es una flor que siempre me ha atraído y horrorizado a la vez. Es una flor diferente a cualquier otra y, encima, tiene una simbología religiosa relacionada con sus diferentes partes, de ahí su nombre. En todo caso es bella y repulsiva a la vez y me recuerda tiempos pasados. Hay mucho de autobiográfico en la historia, aunque yo no era tan pringado ni me acosaba ningún matón ni ningún grupo de amigos. Lo que sí me ocurrió un verano, durante una larga enfermedad (qué raro en mí) fue que descubrí que en el pueblo de mi abuela, donde pasaba las vacaciones, descubrí que no tenía amigos de verdad. Por un lado es muy duro, pero es algo que conviene saber cuanto antes."


REVELACIÓN.






sábado, 25 de diciembre de 2010



Estábamos en pleno diciembre. En un arrebato de amor filial me se abrazó a mí y me besó en la mejilla.

-¡Qué fría está! -exclamó, entre risas-. ¡Es como besar a un muerto...!

viernes, 24 de diciembre de 2010




Trato de esconderme tras una máscara: cada paso ha sido cuidadosamente calculado, cada movimiento exhibe una fría elegancia, las emociones fingidas son como flores de plástico en un jarrón junto a la ventana: no saben beber del sol pero nunca se marchitan.

Pero me confieso incapaz. Mi temor a los lugares cerrados, aquellos de los que no puedo escapar, es más fuerte. Y la máscara amenaza con quemar mi piel, me impide respirar y ahoga mi voz.

Me la arranco, cojo una bocanada de aire fresco, sonrío, y centro mis esperanzas en lo único que me queda:

mi buena suerte.

lunes, 20 de diciembre de 2010

 

 RIVERSIDE - Agnes Obel.


Down by the river by the boats

Where everybody goes to be alone

Where you wont see any rising sun

Down to the river we will run.


Río abajo, en barco
Dónde todos van para estar solos
Dónde no verás ningún amanecer
Corramos río abajo.





When by the water we drink to the dregs

Look at the stones on the river bed

I can tell from your eyes

You've never been by the riverside


Cuándo bebemos de los posos del agua
Miras las piedras en lecho del río
Puedo decirlo por tus ojos
Nunca has estado a la orilla del río.


Oh my God I see how everything is torn in the river deep

And I don't know why I go the way

Down by the riverside


Oh, Dios mío, veo como todo se transforma en las profundidades del río
Y ya no sé ni por qué he de seguir esta senda
Caminando a la orilla del río.



Down by the water the riverbed

Somebody calls you somebody says

swim with the current and float away

Down by the river everyday


Bajo el agua, el lecho del río.
Alguien te llama, alguien te dice
Nada con la corriente y déjate llevar
Río abajo cada día…


When that old river runs pass your eyes

To wash off the dirt on the riverside

Go to the water so very near

The river will be your eyes and ears


Cuando ese viejo río pase de largo ante tus ojos
Y se limpie la suciedad de sus orillas
Ve hacia el agua, está muy cerca
El río será tus ojos y tu oído.

I walk to the borders on my own

To fall in the water just like a stone

Chilled to the marrow in them bones

Why do I go here all alone


Camino sola por la orilla
Para caer en el agua como una piedra,
Helada en lo más profundo de sus huesos.
Por qué voy allí sola…



Oh my God I see how everything is torn in the river deep

And I don't know why I go the way

Down by the riverside


Oh, Dios mío, veo como todo se transforma en las profundidades del río
Y ya no sé porqué he de seguir esta senda
Caminando a la orilla del río.


Una nueva canción para mi piano. Simplemente la adoro. Anell, está va en parte por ti, siguiendo la tradición. ;) 




domingo, 19 de diciembre de 2010



La saludé, hacía tanto tiempo que no la veía, tanto. Al abrazarla, sentí su perfume: seco, áspero, pero con una nota de dulzura si sabías esperar un poco más; su cabello lacio y brillante, la línea de un verde profundo en sus ojos. Y fue al abrazarla, sí, cuando noté aquello, una pequeña presión que nos separaba, que me impedía acercarme a ella tanto como habría querido.

Me separé, agachó la cabeza; el vestido de terciopelo rojo claro que llevaba estaba ceñido al pecho y disimulaba el bulto en su vientre.

Pero cosas como esas se sienten, siempre se sienten.

Sonrío. Y de repente me di cuenta que el paso del tiempo no había podido mermar esos ojos altivos, esa silueta pequeña pero deliciosa. Los años no sólo habían sido benévolos si no que, a estas alturas, la había convertido en un nuevo campo reverdecido, un inmenso campo de caléndulas cerradas que esperaban su momento para entregar todo su embriagador perfume al sol.


Esta es una entrada para los que lo tuvieron todo en la vida y ni si quiera supieron apreciarlo.

Para los que siempre tuvieron un hogar, dejadme hablaros de viejas casas llenas de humedades, agujeros negros y mohosos, en un barrio donde nunca sale el sol, en un país dónde no puedes comprender ni nadie entenderte cuando hables.

Para los que tuvieron unos padres que siempre les consintieron todo, dejadme hablaros de lo que es crecer sin televisión ni ordenador, ni cosas de esas, pero ser feliz igualmente escribiendo historias, creando mundos. Dejadme hablaros del dolor, de la separación, de la enfermedad, de la soledad.

De sentirse solo y aislado, joder, de no tener a nadie. Para acto seguido descubrir que con sólo un alma se puede seguir adelante.

¿Sabéis lo que eso eso?

Sabéis lo que es luchar por vivir, lo que es tener ganas de esconderse debajo de la cama para siempre jamás, pero tragar con fuerza y seguir adelante y salir al mundo. Y sonreír. Y disfrutar, mientras susurras quedamente esto también pasará, esto también pasará.

Y amar. Y darlo todo en un suspiro, volar cuando alguien te necesita, ir siempre más allá, no conformarse con lo que se supone que tienes que saber. Y admirarse ante los demás, y aprender de todos. Porque siempre tienen una historia que contarte, ¿sabéis...?

¿Y vosotros me habláis de traición? ¿Vosotros os atrevéis a hablarme de dolor?






No sabéis lo que es la vida. Y cuando la sintáis de verdad, quizá ni si quiera seáis capaces de soportar su fuerza.





Yo he visto cosas que no veréis jamás.
Yo he sentido cosas quizá ni experimentaréis.





Yo he bajado al infierno. 

jueves, 16 de diciembre de 2010



El tiempo pasa.

Hoy he conocido a la hermana, y la verdad, he decidido que, bajo esa capa de maquillaje, pearcings y ropa de yo-sí-qué-voy-en-contra-de-todo, es decididamente guapa. Mucho más guapa que ella. Ser un barco sin rumbo le sienta pero que muy bien.

No puedo evitarlo. Sé que tal vez me sobrepase, pero es que son tan interesantes... me encantaría que me contaran toda su vida, todas las cosas, pequeños recuerdos, sensaciones... todo. Y yo haría un historia. Extraña, normalmente original, quién sabe lo que saldría de ahí. Nuevos mundos y nuevas perspectivas. Extravagancia... ¿Tal vez hastío de todo? O poco común de una manera insulsa.

¿Descubrir el alma a otro vale la inmortalidad?








Decídmelo vosotros.

miércoles, 15 de diciembre de 2010




Gracias.

Hay vicisitudes, dolores, peligros y cosas terribles.

Pero al fin y al cabo, este es mundo hermoso.

Gracias.



P.D. ¡¡Ahora ya puedo viajar a cualquier parte del mundo, escuchando y contando historias...!! ¡¡Allá voooooy!!

martes, 14 de diciembre de 2010

   
Sonido IV: El silencio entre los chillidos del águila


            Parece ser que Spilville no es un lugar tan agradable como pensaba.
 Desde que estoy aquí, a penas he podido escribir unos tristes esbozos de algo parecido a una melodía… si es que puede llamarse así. ¡Estoy decepcionado! Aquí la naturaleza se me revela indomable, salvaje… perfecta en su esplendor. Estoy sobrecogido ante su divinidad y jamás en la vida había sentido algo así. Cuando, inundado de este sublime sentimiento, me siento a componer… ¡los sonidos escapan del papel como si de pájaros se trataran! Y vuelan, mostrándome su brillante plumaje y alejándose cada vez más… Siento que doy manotazos al aire intentando cazarlos, escribo torpes notas. ¡Pero no dicen ni la más mínima parte de esto tan grande que siento dentro! Es frustrante. Tal vez no sea digno de un pobre hombre el transcribir algo tan elevado con pluma y papel… ¡Pero por Dios que quiero, más bien necesito hacerlo! Estos sentimientos contradictorios hacen que mi estancia en Spilville se enturbie ligeramente. La inspiración tan cerca… y tan lejos. Me siento como cuando siendo un chiquillo, trataba de atrapar alguna mariposa colorida en los campos que rodeaban Nelahozeves, el lugar donde nací. Idéntica insatisfacción.
            Y para colmo de mis males, ayer por la tarde, después de comer, me asaltó un tremendo dolor de estómago. Era tan grande, que enseguida tuve que guardar cama. Pensé que, como otras veces, acabaría pasando. Sin embargo, tras una noche sin poder dormir, hace tiempo que ha salido el sol, y sigo igual. Es como si me hubiera tragado una asquerosa rata gris y gorda y ahora estuviera royéndome hambrienta las entrañas.
            -Antonín, no deberías comer tanto… te lo tengo dicho, pero nunca me haces caso –me reniega Anna, aunque está algo preocupada, porque nunca un dolor de estómago me había durado tanto.
            -Pero mujer, si no ha sido eso… como igual todos los días –me lamento-. Es algo que me ha sentado mal… algún alimento…
            -Ni a los niños ni a mí nos ha pasado nada –apunta ella. Y se marcha a buscar al médico del pueblo.
            Éste tampoco parece ser de gran ayuda. Saca sus instrumentos, me toca en la tripa haciéndome aún más daño.
            -Mmmm –dice-. Parece un corte de digestión.
            -Lleva así desde ayer al medio día –explica Anna-. Y no ha hecho más que estar en la cama. No come, ni hace otra cosa. Sólo se queja del dolor –cada vez parece más preocupada-. Esto no es normal.
            -Mmmm –vuelve a decir el médico-. Esperemos a ver qué pasa. Mientras denle una tisana, a ver si podemos calmar algo esos dolores.
            La tisana no sirve de nada y el dolor me provoca incómodos sudores. Dios mío. Juro entonces lo que jamás antes me había atrevido: moderarme a la hora de comer. Nada. Juro entonces algo peor… ponerme a dieta. Ni por esas. ¡Y el dolor ni siquiera se calma un poco! Decir que estoy desesperado es poco.
            -¿Qué… miras? –Otilka se ha quedado a hacerme compañía sentada a los pies de la cama. Hace un rato que está asomada a la ventana, porque algo parece haber llamado su atención.
            -¿Te encuentras mejor, papá…? –ella está preocupada, y no me gusta ver su pálida carita sin sonreír.
            -Sí, un poco –miento-. ¿Qué era lo que estabas viendo, hija…? –tengo curiosidad.
            -Es el chico indio del domingo pasado –dice-. Está aquí otra vez, acompañando a otro indio viejo.
            -¿Ah… sí? –Enseguida tengo ganas de saber más-. ¿Y qué hacen aquí?
            -He oído que vienen a vender hierbas medicinales, papá. Me lo ha dicho Marenska –ella es la hija de Lukás, y las dos tienen la misma edad.
            -¿De verdad? –siento como si de repente, Dios hubiera escuchado mis plegarias.- ¿Y por qué no…?
            -Ni se te ocurra, Antonín –Anna acaba de entrar, con otra de sus inútiles tisanas-. ¿Quieres que un salvaje acabe de matarte o qué? –refunfuña-. Lo que tienes que hacer es no comer tanto. Todos estos dolores te están bien empleados por no hacerme caso. ¡Si es que hasta que no te castiga el cielo tú no te das por enterado…!
            -Que sí, mujer, que sí… -procuro tranquilizarla- Anda, deja la tisana en la mesilla, que ya me la da Otilka.
            Y ella me obedece y se va, sin dejar de renegarme por lo bajo ni un momento.
            -¿Te la doy ahora que está calentita, papá…? –me pregunta mi hija, mientras coge la taza entre las manos.
            -¿Sabes dónde va tu madre?
            Otilka se asoma un momento a las escaleras.
            -Creo que se va a casa de Lukás, a recoger más hierbas para tu tisana, su mujer las planta en el jardín, ¿por qué?
            -Perfecto –No sé por qué, pero creo haber encontrado la solución-. Anda, Otilka, bonita, baja y ve a llamar al indio, dile que suba a darme algo, dile que le daremos dinero… -la idea se me ha ocurrido de repente, pero intuyo que tal vez podría funcionar.
            -Pero, papá… -ella duda.
            -Tranquila cariño, pero hazlo, hazlo por tu pobre padre que ya no puede soportar este tormento… -la animo, desoyendo sus débiles protestas.
            No muy convencida, mi pequeña baja las escaleras. Al rato, la veo subir, asustada como una ardilla. Un indio delgado y de pelo largo y blanco va detrás. Le acompaña el chico de los cascabeles. Tiene dos moretones en la cara, uno en la parte izquierda de la mandíbula, y otro en la sien. También en el torso, uno por encima del ombligo. Raspones en los brazos, y una herida de pedrada en el costado. Siento lástima por él.
            -Disculpen, yo… -sé que aquí, desde la cama, no es muy buen sitio para explicarme, pero no me queda otra alternativa, ya que a mi hija parece habérsele ido la voz. ¿Me entenderán…?
            -Tripa, dolor –dice con voz suave el indio viejo, mientras se toca el estómago.
            -Sí, sí –suspiro yo-. Tengo terribles dolores de tripa, ya no aguanto más.
            -Tierra y Agua –se señala a sí mismo.
            -Oh, sí, encantado, yo soy Antonín Dvorak, compositor… pero este dolor me está matando, si me ayudara yo…
            Pero entonces el chico joven se acerca a su padre, y le susurra algo al oído. No le entiendo, pero sé que están hablando de mí. Entonces comprendo. ¿Le estará hablando de lo que ocurrió el domingo…? Pero Tierra y Agua no dice nada. Sólo se acerca a mí. Me mira dubitativo antes de apartar las sábanas. Pero yo las quito de un manotazo, permito que me abra el camisón para tocar el estómago como ya ha hecho el médico antes.
            El indio tiene unas maneras mucho más suaves. No aprieta con fuerza para sacarme exclamaciones de dolor. Acaricia la piel con gesto sabio. Me hace abrir la boca para oler el aliento, mirar la lengua y los dientes. Incluso examina las uñas. Yo aguardo expectante. Parece saber lo que hace. Su hijo está en un rincón. Lleva varias bolsitas de hierbas. Me mira desafiante. En sus ojos arde la rebeldía de la juventud, un fuego que está bastante consumido ya en la mirada del padre. Empiezo a pensar. ¿Por qué el chico está de nuevo aquí? A los del pueblo, sobre todo al burro de Frantisek, no debe de hacerles mucha gracia. En ese momento Tierra y Agua lo llama. Él se acerca. El indio viejo empieza a hablarle, mientras me señala. Su hijo asiente de tanto en tanto. Supongo que está explicándole lo que me ocurre. Bueno, por lo menos no creo que me vaya a morir, porque se les ve bastante relajados.
            -¿Qué me pasa…? –pregunto.
            -No, no –Tierra y Agua parece quitarle importancia-. Daño –señala su propio estómago, y luego el mío.- Sufrir. No, no –repite. Tal vez esté intentando explicarme que hago sufrir a mi estómago, como me había advertido Anna. Mmm. Aunque después de estos dolores parece que muy a mi pesar tendré que hacer algo al respecto…
            Entonces Tierra y Agua coge una bolsita que le tiende su hijo, y saca una especie de raíz oscura, que parece recién arrancada de un árbol. Se la lleva a la boca y finge pegarle un mordisco. Luego me la pasa a mí.
            -Comer –dice-. Comer, bueno.
            La cojo. No me importa que no se parezca nada a nuestras medicinas. El dolor ya me ha hecho perder cualquier reparo. Sólo quiero librarme de él. Me la llevo a la boca… ¡Arg! ¡Está durísima! A duras penas trato de morderla, pero me es imposible, además, tiene un sabor muy amargo que me repugna… me veo obligado a desistir.
            -Comer, bueno, bueno –sigue insistiendo Tierra y Agua. ¿Comer? ¡Pero si está durísima! Perdí dos dientes el año pasado, y como siga así, voy a acabar con los que me quedan.
            -Lo siento, pero esto está… está durísimo, no puedo… -muerdo desesperado, pero nada. ¡Y encima tiene un sabor de mil demonios!
            Tierra y Agua frunce el ceño. Se le ilumina la mirada (tras meditar mis palabras parece que las ha comprendido) y me coge la raíz. Se la pasa a su hijo. Éste me mira, yo diría que de manera burlona. Se mete la raíz en la boca… y veo como la mastica sin dificultad, muchas veces, hasta que no es más que una especie de papilla marrón. Entonces, el padre dice algo. El chico escupe en su mano lo que ha masticado, y se acerca a mí. Puedo percibir el sonido de los cascabeles que tiene atados a la cintura. Tras unos reparos iniciales, acabo comiendo de su mano sin rechistar. Sé que si Anna me viera en este momento la que se pondría enferma sería ella, pero a mí no me importa demasiado. Tierra y Agua y su hijo parecen gente sencilla. No creo que lo que me estén dando sea nada malo.
            Ya he comido más que suficiente de ese desagradable y amargo potingue marrón… y he hecho que Otilka les diera dinero a los dos indios, que ya se han marchado. Al poco tiempo, siento algunas náuseas, y me veo obligado a bajar de la cama buscando la palangana. Vomito tanto, que por un momento pienso que lo próximo que voy a echar va a ser mi propia sangre. Poco a poco el dolor se va calmando… hasta que se adueña de mí una maravillosa sensación de alivio. Y finalmente… ¡el dolor ha desaparecido! Me siento feliz. La raíz ha debido de purgar todos los recovecos de mi pobre estómago.
            Esa misma tarde, ya estoy sentado fuera, en el porche de la casa. Abrigado por el fresco viento del atardecer, y con una de las inútiles tisanas de Anna en las manos (sigue convencida que son ellas las responsables de mi rapidísima cura).
            Reflexiono. Estoy muy agradecido a Tierra y Agua y a su hijo por haberme curado. Los remedios de mi propio médico me sirvieron de poco. Pienso en como trataron en Spilville al pobre chico hace una semana. Debe de haber sido muy duro para su padre regresar de nuevo aquí y ayudar aquellos que se ensañaron con hijo. Me pongo en su lugar, y me doy cuenta de que es algo que yo no sería capaz de hacer. ¡Si alguien tratara a Toník o a Otilka de esa manera, de lo primero que me ocuparía yo es de que recibiera un buen escarmiento! Y por supuesto jamás le ayudaría. Pero pasan hambre, había dicho Lukás. El pasado invierno murieron muchos y ya no son más de veinte… pensándolo bien, eso es muy poco. Siento una inexplicable pena por ellos. Son buena gente. Me han ayudado. Y parecen sencillos. Totalmente compenetrados con toda esta grandiosidad de la naturaleza, al contrario que la gente de Spilville. Siento una profunda gratitud hacia todos ellos.
            -¡Hola! –oigo que alguien me habla desde lejos, en inglés, aunque más o menos puedo entenderlo. Levanto la mirada. Un hombre regordete, bajito y con pinta de americano, acaba de abrir la cancela de mi casa y se planta sin ninguna consideración en mi jardín. Esta falta de educación me molesta. Va acompañado de otros dos hombretones bastante más altos que él.
            -Hola, Antonín, ¿te encuentras ya mejor? –me saluda Lukás, que viene detrás, con más gente del pueblo. De improviso mi tranquilo jardín esta lleno de una muchedumbre ruidosa, y yo cada vez me siento más molesto.
            El primer hombre, que es rubicundo y tiene la cara y los brazos quemados por el sol, me dedica una sonrisa partida de dientes amarillentos. Empieza a hablarme en inglés, con voz chillona y tan rápido, que no capto absolutamente nada de lo que dice.
            -Éste es Mr. Goodman, Antonín –menos mal que Lukás acude en mi ayuda y se presta a hacer de intérprete.
            -Hola, Mr. Goodman, soy Antonín Dvorák, compositor, ¿qué tal está? –trato de saludarle en mi precario inglés.
            El hombre suelta una desagradable risotada, y sigue hablando sin parar.
            -Mr. Goodman es el dueño de todas estas tierras –me susurra Lukás al oído- incluso de Spilville, así que, como imaginarás, es toda una autoridad por aquí. Ha oído que eres un músico famoso en Europa, y quiere conocerte.
            -¿Qué dice…? –pregunto.
            -Dice que está encantado de tener a alguien de tanto renombre procedente del viejo continente aquí. Dice que a él le gusta mucho la música…y que le gustaría que fueras a su casa a dar un concierto… dice que tiene un bonito piano… y que si le gusta lo que haces te invitará a cenar.
            -¿Ah, sí? –respondo sin mucho interés. No me gusta eso de que hable tan rápido y no pueda entenderle. Tampoco sus modales. En definitiva, me desagrada.
            La gente enseguida se pone a hablar con él también. En medio de mi jardín se acaba de organizar una inesperada reunión con el tal Mr. Goodman, porque todos parecen querer contarle algo. Le hablan con un respeto que me parece exagerado. En Europa he estado en presencia de verdaderos reyes y príncipes. Y el colorado Mr. Goodman, de ropas empolvadas y sudorosas, no se parece lo más mínimo a ninguno de ellos. No es más que una caricatura del poder.
            -¿Qué dicen, que hablan? –le pregunto a Lukás, que está atento a la conversación, pero no interviene.
            -Ah, se están quejando por lo que pasó el domingo. Verás, -me explica- hace ya varios años que Mr. Goodman es dueño de todas estas tierras, menos la parte del bosque en la que acampan los indios. Todo este tiempo ha estado intentando que se marchen ofreciéndoles dinero. Pero ellos se niegan. Muchas tribus kickapúes han ido a reservas a lo largo de estos años. En cambio, la tribu de aquí cerca se niega, y Mr. Goodman ya no sabe qué hacer para echarlos. Dice… dice que contaba con que no sobrevivieran a las enfermedades y el frío del invierno. Y que ahora están empezando a volverse molestos… también para la gente de Spliville.
            -Ellos estaban aquí antes que vosotros –apunto-. Entiendo que no quieran marcharse.
            -Es más complicado de lo que piensas, Antonín. Los indios cazan venados blancos en las tierras de Mr. Goodman, eso se llama caza furtiva, y esta prohibido. Lo saben, se lo hemos dicho, pero hacen oídos sordos a nuestras advertencias. Si se quieren quedar, que se limiten al trozo de tierra que les pertenece. Si no, que se atengan a los castigos. Mr. Goodman ya ha tenido que deshacerse de varios indios que ha pillado cazando sin permiso en sus tierras. Hoy precisamente… está explicando algo de un joven indio que ha sorprendido cazando en…
            Un fuerte chillido interrumpe sus palabras. Una imponente sombra negra cruza los cielos, y por un segundo, todo es silencio. Un águila de cabeza blanca y larguísimas alas pardas planea sobre nosotros, como vigilándonos. Alzo la cabeza para mirarla. Sobrevuela por unos momentos el tejado de mi casa. La gente comenta asustada. No es normal que un pájaro de tal envergadura se acerque tanto a lo humanos. Un nuevo chillido, que me sobrecoge con su poder. Ahora, hasta la insoportable verborrea de Mr. Goodman ha cesado. Finalmente el águila eleva su vuelo y desparece tras el rojo sol del ocaso, que empieza a ocultarse tras las montañas.
            Bendito silencio entre los chillidos del águila. Ha sido algo especial. Como una señal.
            -No es necesario que sigas, Lukás –me levanto trabajosamente de la silla, aún estoy algo débil porque hace ya un día que no como-. No estoy restablecido del todo, voy a irme a casa a descansar. Dile eso a Mr. Goodman, y que no pienso ir a tocar para él. Estoy muy cansado.
            -Sí, sí… -Lukás me mira algo sorprendido-. Mejórate, Antonín.
            Me levanto y me voy. Sé que todos me están mirando, porque ni siquiera me he despedido como es debido del tal Mr. Goodman. Pero no me importa demasiado. A pesar de todo lo que me han contado… no puedo evitar sentirme mucho más cercano a los pobre indios, que a la desconfiada gente de Spilville. A estos últimos los veo incapaces de comprender la grandeza que les rodea. Comprar tierras. Bah. Ninguno de ellos se hará así digno de toda esta divina perfección.
            No, realmente Spilville no es un lugar tan agradable como pensaba.

sábado, 11 de diciembre de 2010





Irlanda.

Bajo el yugo de Gran Bretaña. Un pueblo oprimido que sufre terror y matanzas, que riega con su sangre las cosechas inglesas. Muerte. La única salvación es huir, lanzarse al mar y rezar para llegar vivo al Nuevo Continente.

Los rebeldes. Un cónclave secreto, conspira entre las sombras.

Kilpatrick, lider de los independentistas. De la sangre del mismísimo Cúchulainn, heredero de los antiguos celtas. Piadoso, fuerte, un pilar sobre el que se sustenta el pueblo. Insufla esperanza en sus corazones, transmite valor a sus almas. Los guiará hacia la independencia, les mostrará el camino de la libertad.

Sin embargo, llega la desgracia. Una noche en el teatro, tiene lugar una verdadera tragedia. Alguien dispara a muerte a Kilpatrick, quien fallece sin poder murmurar apenas una pocas palabras, entre sangre y angustia.

Nunca se descubre al asesino.

¿La policía, compinchada con Gran Bretaña, se niega a colaborar? ¿Fueron quizás ellos los asesinos? ¿Un fanático inglés?

El interrogante perdura durante siglos. Irlanda llora a su bienquerido mártir. Pero su muerte desencadena la rebelión que finalmente traería la ansiada independencia al país.


Siglos después.


El biógrafo de Kilpatrick inicia una investigación. El independentista irlandés ya es una leyenda. Sin embargo, hay piezas que no encajan en este puzle. Entre la muerte de Kilpatrick y la de Julio César hay muchos paralelismos. Ambos, por ejemplo, recibieron una carta avisándoles de su muerte que jamás, por vicisitudes del destino, llegaron a abrir. El rey Machbeth, por otro lado, tuvo una conversación reveladora con un  mendigo poco antes de su muerte. Lo mismo le sucedió a Kilpatrick. Ambos personajes (César y Machbeth) son protagonistas de sendas obras de Shakespeare.

¿Coincidencia?

Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficiente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible...

Entonces el biógrafo hace un descubrimiento revelador. Poco antes del día funesto, Kilpatrick había firmado una sentencia de muerte, condenando a uno de los miembros de su cónclave por traición.

Esto no coincide con la apariencia piadosa del héroe.

¿Entonces...?



De repente la verdad se revela ante sus ojos. Uno de los miembros del cónclave. Traductor al irlandés de las famosas tragedias de Shakespeare. Ha descubierto al traidor. Presenta pruebas que son irrefutables contra él. Y el traidor en el cónclave independentista, el traidor a la patria madre Éire es...



El propio Kilpatrick.


Silencio. Terror. Alboroto. Como edificios que se desploman. Kilpatrick es un héroe para Irlanda, Kilpatrick es el aliento del pueblo. No pueden decir la verdad. Si se llegara a descubrir... la independencia, que cada día está más cerca, se alejaría como un sueño fugaz, un espejismo en medio de un ardiente desierto.


Entonces, el traductor de Shakespeare, tiene una idea. Obra. Pueden improvisar una gran obra. La mayor tragedia de todos los tiempos. Ellos serán los actores, el escenario será Irlanda, la humanidad entera el público... y Kilpatrick hará el papel protagonista.

Él acepta. Como redención a su crimen dará la vida y será recordado como un héroe. Eternamente.


Todo se prepara con cuidado: el encuentro con el mendigo, la carta que nunca llega a su destino, la velada en el teatro... a veces los intérpretes improvisan pequeños apuntes que dan un  toque de esplendorosa verdad a su representación. Incluso Kipatrick, cuando, ya herido de muerte, se desploma, aún intenta murmurar aquellas frases aprendidas de memoria... 





He aquí la extraña pero impresionante explicación a un misterio aparentemente indisoluble, que tiene su respuesta en la complicada naturaleza humana, que puede albergar a la vez el espíritu del traidor... y del héroe.


 




http://www.youtube.com/watch?v=LXp0v93ZRTs 









  







Cuento original de Jorge Luis Borges, Tema del héroe y el traidor, todos los derechos reservados... etc. No pretendo versionar ni retocar esta obra, simplemente animar a su lectura, breve pero impactante, mucho más perfecta que mis torpes palabras. 

 

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Sonido III: Tambor de guerra

          Lo único bueno de que me duelan tanto los golpes es que Lluvia Hembra ha venido a curármelos.
            Coyote que juega con los huesos! –Dice enfadada, nada más verme. Aunque la demás gente de la tribu se refiere a mí simplemente como Coyote, ella y mi padre siguen utilizando el nombre entero.- ¿Qué has estado haciendo? ¡Todos están muy preocupados por ti!
            Pero yo no presto mucha atención a sus palabras. Ella es tan guapa… Tiene los ojos negros y cálidos como dos brasas. Su voz es como el agua clara de un manantial puro. Su cabellera negra es larga, brillante y lustrosa, como las alas de un cuervo. No puedo evitar sonreír al verla tan cerca… y preocupada por mí.
            -¿Y ahora por qué te ríes? –Frunce el ceño.- Estás lleno de golpes.
            -Es que eran muchos demonios blancos. –Digo, procurando ponerme serio.- ¡Cientos de ellos me rodearon, y yo tenía que proteger a Luna de los espíritus a cualquier precio! –explico, muy emocionado de repente. ¡Acabo de darme cuenta de que mi hazaña es la de un gran guerrero!- ¡Ay! –me quejo, porque ella acaba de aplicar un empaste de hierbas donde me pegaron la pedrada, y me duele aún más.
            -Ya está. –musita ella.
            -No, si no me duele… -me maldigo a mí mismo por haber mostrado debilidad de esa forma tan vergonzosa.
            -Tienes que descansar –me recomienda, mientras se pone en pie y se sacude el vestido antes de marcharse, pues ya ha terminado-. Tu padre ha dicho que por hoy puedes quedarte sin hacer tus tareas. ¡Ah! –De improviso se agacha y me da un fugaz beso en la mejilla.- Gracias por haber protegido a Luna de los espíritus. Sólo tú te preocupas de mi hermanita. Eres un verdadero valiente –y desaparece un poco avergonzada.
            Yo… yo estoy en el cielo, tumbado entre la hierba, contemplando la blancura de un venado en las verdes praderas de Kitzihaiata… de puro placer. ¡Lluvia Hembra acaba de besarme! Siento que todos estos dolores han valido la pena.



                                   *                                 *                                 *

            En la tribu, la nube de la preocupación parece haber cubierto el potente sol de mediodía. Desde que vieron mis heridas, todos se pasean tensos, con las plumas de la cabeza hacia arriba, señal de que hay un problema y debe solucionarse pronto. Esa misma noche, Montaña Resplandeciente, el jefe, convoca una asamblea en el utinekane ceremonial. Todos estamos sentados en el interior, alrededor del fuego sagrado de Kitzihaiata. Todos menos Luna de los espíritus. Aunque sé que ella me estará esperando fuera, escondida entre los arbustos, y luego yo iré a contarle todo lo que se ha decidido.
            Tras rezarle a Kitzihaiata para que ilumine nuestro camino y nos proteja, como sus hijos verdaderos que somos, Montaña Resplandeciente da por comenzada la asamblea. El primero en hablar es Hombre Roca, uno de sus cuatro consejeros.
            -Los demonios blancos han vuelto a jugárnosla –ruge enfadado-. No debemos volver más a su campamento. Que Kitzihaiata se ocupe de ellos como merecen.
            -Me parece correcto –asiente Yerba del medio, otro consejero, de rostro afilado parecido al de un zorro, que siempre apuesta por la solución más práctica-. No tienen ninguna consideración hacia nosotros, y encima nos maltratan como a perros. Debemos volver a ignorarlos, como hacíamos antes.
            -Así que ya has oído, Tierra y Agua –vuelve a hablar Hombre Roca. Tiene el mentón pronunciado, y las cejas grises muy pobladas-. No vas a volver al campamento a vender hierbas otra vez.
            Veo como mi padre suspira apesadumbrado, a pesar de ser el cuarto consejero de Montaña Resplandeciente. Es un hombre delgado, de cabellos finos y blancos, ya desde que era joven. Demasiado débil para ser un gran guerrero, sin embargo todos le respetan por sus amplios conocimientos sobre hierbas medicinales. Pero ahora él esta triste y marchito, como una planta sin agua. Mira alternativamente a los dos consejeros, luego al jefe… y finalmente afuera, en dirección a nuestro utinekane. Mi madre aún está tan débil que no ha podido moverse de allí, y unas ancianas de la tribu se han quedado a cuidarla.
            -Debo regresar de nuevo al campamento de los blancos –confiesa en un susurro- o Rostro de Sombra se quedará sin su medicina mágica.
            Mi madre contrajo extrañas fiebres la pasada Luna de la nieve cegadora*. Por muchas hierbas que mi padre preparó, nada lograba curarla. Hasta que desesperado, decidió aventurarse en el campamento de los blancos, donde consiguió una medicina mágica a cambio de sus remedios con hierbas. La medicina de los blancos no está hecha de plantas, es dura y extraña; pero desde que mi madre la toma parece mejorar.
            -¿Regresar a su campamento? –Se escandaliza Hombre Nube, el cuarto consejero y el más viejo de todos.- ¡Estás loco, Tierra y Agua! ¿No has visto como han tratado al único hijo que te queda? ¿Volverás para hacer negocios con aquellos que han dañado tu propia sangre sin compasión? ¡Ofendes a Kitzihaiata con tus despreciables actos!
            -¡Es cierto, Tierra y Agua! Siempre estás de parte de los demonios blancos. Los admiras, e incluso has aprendido a hablar su lengua, y se la enseñas a tu hijo. ¡Eres un traidor para la tribu! –se enfurece Hombre Roca.
            Yo empiezo a sentirme angustiado. ¡Todo esto ha sido por mi culpa! Y mi padre parece tan vulnerable de repente…
            -No entendéis nada –dice él al fin- . ¿Creéis que lo hago por gusto? ¡Los hombres blancos son demonios sin corazón, eso es más que cierto! ¡Y todos los golpes que le han dado a mi hijo me duelen a mí también! Pero nosotros no podemos seguir ignorándoles como antes, y tenemos que aceptar que dependemos de ellos. ¡Ya no somos un pueblo fuerte y poderoso! Cada Luna* que pasa, nuestra población desciende. Nuestros ancianos y niños caen sin remedio. Porque los blancos han traído también sus malos espíritus. En la Luna de la nieve cegadora murió casi la mitad de nuestra tribu. No hubo nadie que no perdiera a ningún ser querido. Cuatro de mis hijos partieron, y aún sigo dándole gracias a Kitzihaita por salvar a mi primogénito. Perecieron incluso familias enteras. Por eso fui a pedirles su medicina a los blancos. Estas enfermedades que ellos traen no tienen cura con nuestros remedios. ¡Sólo abandonando nuestro orgullo, y arrastrándonos ante los blancos, podremos salvar a aquellos a los que amamos…!
            -¡Estás blasfemando! –Hombre Roca patalea en el suelo para hacerle callar. La gente grita también a mi padre. Todos están furiosos por su discurso.- ¡Eres un perro traidor! ¡No confías en Kitzihaiata, y prefieres la ayuda de los demonios blancos! ¡No mereces seguir llamándote Kickapú…!
            -¡¡Silencio!! –Montaña Resplandeciente, nuestro jefe, golpea en el suelo con su hueso-medicina*, para hacerse oír. Inmediatamente todos se callan, incluso Hombre Roca. Y se disponen a escuchar sus sabias palabras, que serán las definitivas-. Es cierto que desde la oscura Luna de la nieve cegadora los malos espíritus parecen haberse aposentado en nuestro campamento y no quieren marchar. Pero debemos seguir confiando en Kitzihaiata, que sólo está poniendo a sus amados hijos a prueba. Y ésta será ya la última. Se acerca el día en que iremos a las praderas celestes a cazar venados blancos en su compañía. –Montaña Resplandeciente era de joven un importante guerrero. Pero tras una masacre a nuestra tribu hace ya cientos de Lunas, perdió su brazo derecho, y tuvo que dejar de combatir. Sin embargo, cuando habla, consigue acallar los temores de la gente y traer la cálida esperanza a sus inquietos corazones. Por eso, y por su bondad y sabiduría, es el admirado jefe de nuestra tribu.- Tierra y Agua –se dirige a mi padre, que aún sigue cabizbajo-, puedo sentir el dolor de tu corazón, magullado a causa de la larga enfermedad de tu hermosa mujer y las heridas de tu único hijo. Sé que si te prohíbo regresar al campamento de los blancos en busca de la medicina mágica, tú y Rostro de Sombra o consumiréis como un solo fuego entre las nieves. No puedo impedir que marches allí –veo como la gente comienza a inquietarse, ante esta inusual concesión-. Aún así, sólo podrás ir tú. Prohíbo que otras mujeres u hombres de la tribu te acompañen o te ayuden a recolectar las hierbas y preparar medicinas destinadas a tal uso. Te permito que negocies con los blancos, pero ahora deberás hacerlo tú solo –recalca.
            Veo como mi pobre padre mira con ojos agradecidos al sabio Montaña Resplandeciente. Ahora nuestra tarea resultará mucho más difícil que antes, pues tendremos que hacerla los dos solos, y por tanto será mucho más lenta. Nadie se atreve a oponerse a nuestro jefe. Hombre Roca, que iba a hablar, acaba cerrando la boca. No hay objeciones ni quejas.
            Tras un tiempo de silencio, Piedra Blanca, el joven guerrero más valiente de la tribu, que además es hijo de Montaña Resplandeciente, se levanta y pide la palabra. Su padre se la concede.
            -Solicito permiso para ir a la caza de cuatro venados blancos –dice agachando humildemente la cabeza.
            -Piedra Blanca, –dice entonces el anciano Hombre Nube- nadie de esta tribu duda de tu valentía. Pero la caza del venado blanco entraña cada vez más peligros.
            -No temo que los malos espíritus se interpongan en mi camino –en su fuerte brazo aprieta el infalible arco que él mismo ha elaborado.
            -Pero si te vas, en nuestra tribu quedarán aún menos guerreros jóvenes que puedan defendernos –objeta Hierba del medio.
            -Yo defenderé la tribu con mi vida si Piedra Blanca parte –Oreja de Lobo, otro joven guerrero, se pone en pie.
            -Y yo. Mi fuerza será como la de diez hombres –promete el guerrero Casi un Bisonte-. Apoyo su valiente decisión.
            -La caza de estos cuatro venados es importante –prosigue Piedra Blanca-. Debo casarme cuanto antes con mi hermosa prometida, antes del comienzo de la Luna de las hojas pobres* –y sé que esto lo dice porque ninguno de los presentes sabemos con certeza si sobreviviremos a la próxima Luna de la nieve cegadora.
            Aún así no puedo evitar sentir un pinchazo de rabia. Lluvia Hembra es la hermosa prometida del valiente Piedra Blanca. Ahora mismo no aparta la vista de él, y tiene los ojos brillantes.
            -Es una decisión arriesgada –reconoce Montaña Resplandeciente-. Ahora no sólo los espíritus malignos te acechan, sino también el hombre blanco.
            -Pero los cuatro venados deben cazarse para que la boda sea bendecida por Kitzihaita –apunta Hombre Roca-. Yo también estoy de acuerdo con su decisión, y creo que es digna de un valiente guerrero como él.
            -Está bien –asiente Montaña Resplandeciente-. Desde que los padres de Lluvia Hembra fallecieron y yo la acogí en mi casa, ha sido la hija más cariñosa que un padre pueda desear. Ella y mi propio hijo, Piedra Blanca, son lo que más amo desde que mi mujer partió la pasada Luna de la nieve cegadora. Ver su unión bendecida por Kitzihaiata es mi único deseo –y en sus ojos percibo la felicidad-. Estoy seguro de que El que mora en los cielos te protegerá en tu arriesgada empresa. Parte, hijo mío, que nosotros aguardaremos con ansia tu victoriosa llegada.



                                   *                                 *                                 *


            Al siguiente amanecer tengo que ver como Piedra Blanca se marcha ante la silenciosa presencia de la tribu. Sólo resuena el sonido del tambor que sujeta entre las manos Lluvia Hembra. El sonido que produce, profundo y grave, otorga valor en el corazón de los guerreros, y aleja a los malos espíritus y a los manitúes bromistas.
            Yo no estoy entre la muchedumbre. Me escondo entre los árboles, al lado de Luna de los espíritus. Me siento triste, porque Lluvia Hembra prefiere a Piedra Blanca. En vez de aprender hierbas medicinales con mi padre, o el lenguaje de los demonios blancos, debería saber manejar un arco. Entonces Lluvia Hembra se enamoraría de mí. Me siento furioso.
            Luna de los espíritus parece entenderme. Repentinamente acurruca su cálido cuerpecillo junto a mí. No estés triste, yo estoy contigo, dice. Aunque no hable (nunca en su vida ha dicho una palabra) yo puedo entenderla. No sé como lo hago. Mi padre dice que desde que nací, los espíritus y manitúes me consideran su amigo. Y Luna de los espíritus no es de este mundo, eso lo sé. Aunque sea la hermana pequeña de Lluvia Hembra, sus padres no la querían. No habla, no ve. Y le gustaba estar siempre en el lado oeste de la casa*. La acabaron abandonando porque les daba miedo. Cuando murieron, tampoco Montaña Resplandeciente quiso hacerse cargo de Luna de los espíritus, aunque sí adoptó a su bella hermana. Sólo Lluvia Hembra le da comida a escondidas. Nosotros la cuidamos, y estamos con ella cuando vagabundea por las cercanías de la tribu. Pero siempre procurando que los demás no nos vean.
            A mi me gusta Luna de los espíritus y no le tengo miedo. En su mundo no hay luz ni color. Sólo sonidos. Ella se dedica a recorrer el bosque buscando sonidos especiales. Cuando encuentra alguno, viene corriendo a decírmelo. Entonces yo cierro los ojos, ella me coge la mano y me permite entrar en su mundo. Sólo a mí. Jamás temo cuando ella me guía en medio de la oscuridad. Sé que es un espíritu bueno, y no va a dejar que nada malo nos ocurra.
            Hace tiempo que Piedra Blanca se ha marchado. La gente de la tribu retorna a sus tareas. Pero en la linde del bosque, Lluvia hembra sigue tocando el tambor… mientras las lágrimas ruedan por sus mejillas, y en sus ojos brillan mezclados el dolor y la esperanza.
A pesar de la rabia y los celos, no puedo negar que los fuertes golpes en el tambor de guerra también estremecen mi cuerpo.

martes, 7 de diciembre de 2010





Todos somos jodidamente complicados, en especial las mujeres, pero lo único que sé es que no buena idea emprender nuevas batallas cuando las emociones te asolan y no eres capaz de pensar con claridad.

lunes, 6 de diciembre de 2010



Mi madre solía decirme:

Un problema es un problema porque no estás mirando las cosas desde la perspectiva adecuada.




Hoy me he tumbado encima de la mesa de piedra que hay en ese monte, sí, ese monte a una hora andando desde mi casa. Ese monte de yonquis y asesinos, ese monte lleno de cosas oscuras.

Pero todos sabemos que la luz del sol hace retroceder a las sombras.

Y ahí, en libertad, e respirado el aire fresco, el aroma de los pinos, de la lluvia y la tierra mojada me ha envuelto.

Y cuando he abierto los ojos, he visto la tormenta pasar a toda velocidad por encima de mi cabeza, he visto claros, nubes negras, sol... a través de las ramas, de las hojas perennes de color vida, he visto


que los árboles respiraban.

domingo, 5 de diciembre de 2010





Bueno, lo siento, tengo que escribir sobre esto.

Soy la persona más contradictoria del mundo. He vivido buena parte de mi tiempo en la incertidumbre, los cambios, lo incierto.

Hubo cierta época de mi vida en la que un día era el principio y el final de todo, y el mañana, ¿qué era el mañana? Ese concepto ni siquiera existía. Porque mañana puede que hubiera muerto, que no quedara ni el polvo de mis huesos.

Mañana...


Vivía al borde de todo. Si no lo coges hoy, otro lo cogerá por ti. ¡Apresúrate! ¿Qué más da lo que pueda ser, si ni siquiera sabes si tú serás dentro de unos momentos?


¿Orden? ¿Mi vida alguna vez tuvo orden? Desde los ocho años hacía lo que me venía en gana. ¿Normas? De los diez a los once no pisé ni un centro educativo, me dediqué a recorrer en soledad los recovecos verdes y húmedos de un país desconocido. Vengo y voy, cuando quiero y como quiero. A los once trataron de inculcarme algún sentido del orden, pero fue un gran reto. Con la costumbre de arreglármelas por mi cuenta, aunque no doy trabajo, si disgustos a las personas sensibles. Mi educación es implacable, pero mi obediencia brilla por su ausencia.

Así fue.

Sin embargo, esto no es siempre agradable. La soledad, el dolor, el no eres nada y por eso te trato como basura, la falta de respeto, la sensibilidad, los sueños... Un terror empezó a creer en mí. El terror de ver como todo, en una espiral de colores, me envuelve, se lleva mi fuerza, mi esencia, los placeres, todo, me lo arranca y se va... Un huracán terrible, que me estremece y me mata. Miedo de ver como todo se va, como todos se van... Miedo de perderme...

Y entonces todo se invirtió. Yo no quería acabar como la persona que más me importa, así que decidí controlar mi vida. CONTROLAR. Y ahora estoy en la trampa de mi propio intelecto. Me ha esclavizado mi inteligencia, los horarios que he creado para que nada escape.

¿Quién iba a creerlo?

Una hora para despertar, otra para desayunar, otra para hacer el ejercicio, otra para hacer las tareas, otra para preparar la comida, otra para divertirme, otra....

Mi vida es una cárcel, no puedo vivir en ella, pero tampoco fuera de ella, porque me aterroriza la soledad, el miedo... De alguna manera, hay algo dentro de mi que me dice que si alcanzo la perfección en ese ámbito, en el ámbito de la rectitud y la perfección a nivel intelectual, por lo menos no cederé a la locura.

Y pierdo mi libertad. Y pierdo mi libertad. Y pierdo mi libertad.
















Ahora creo que sí me voy a dar a la locura.

sábado, 27 de noviembre de 2010




In a serener Bright,
In a more golden light
I see
Each little doubt and fear,
Each little discord here
Removed.






En más sereno brillo,
En más dorada luz
Yo veo
Cada pequeña duda y miedo,
Cada discordia
Terminada. 


E.D. 

jueves, 25 de noviembre de 2010




Recuerdo cuando empecé a escribir mi primera historia.

Yo tenía cinco años, y por aquel entonces no vivía en Madrid. Vivía rodeada de mar.

Era por la noche, y habían encargado pizza. Yo abrí la puerta. El chaval me dejó la caja... y un cuaderno grande de anillas y cuadritos, de propaganda, sí, propaganda de Tele-pizza. Tenía las tapas duras y rojas, y las páginas estaban divididas en secciones de colores. Mis cuadernos normales solían ser pequeños, tapas blandas, tamaño cuartilla y con rayas. Me hizo ilusión aquel tan grande y nuevo.

Lo primero que hice fue dibujar en él, empezando por el final, o escogiendo páginas al azar. Con mis pinturas plastidecor, y tirada en el suelo del salón, dibujaba personas que se me ocurrían.

Dibuje a Jesucristo.

Dibuje un ángel desnudo, con todos sus atributos.

(No sé por qué dibujé tanta parafernalia religiosa, y eso que mi educación cristiana es prácticamente nula... Sería porque en aquel momento estaría envuelta para mí en ese halo tan atractivo de lo desconocido)

Dibujé una ciudad enorme, como Nueva York, con altos rascacielos.

Dibujé un alma. (Sí, un alma, y tardé lo mío, porque claro, nunca había visto una).

Pero no me atreví a escribir hasta algún tiempo después. Porque, la verdad, no estaba yo muy contenta con mi caligrafía. Había empezado a escribir a principios de año. No pensé que me fuera a resultar difícil, porque ya leía desde hacía dos años, conocía las letras. Pero el primer día de clase, cuando intenté hacer la "a", mi maestra se enfadó conmigo.

-No, no, así no es, esto es un garabato... venga, inténtalo... no... ¡no! ¿Por qué las tumbas? ¿No ves que es así? ¡Así!

Y no me dejo salir al patio. (¡No me dejó!) En lugar de eso, tuve que quedarme en clase repitiendo "as".

-¡Tienes que escribirla bien, hasta que no la escribas bien no te vas! -me amenazaba ella.- ¡Ya tienes seis años, tienes que escribir bien!

-No, no. -la corregía yo, al borde de las lágrimas.- Tengo cinco años. Aún soy pequeña.

Como si eso fuera a valerle de excusa.



Total, que me hincharon a cuadernos Rubio, (de los que guardo un grato recuerdo). Y acabé por pensar que eso de escribir era un coñazo.


Pero aquel día, yo había estado jugando en el patio con una amiga, y el juego había cobrado dimensiones prodigiosas, la de una historia que ocurría en la selva, en la que yo era un explorador y mi amiga una mujer-mono. Aún en casa, estaba excitada, porque por un momento todo había sido muy real, yo había estado de verdad allí, y no era yo, sino otra persona...

Con manos temblorosas, y como siguiendo el dictado de un poder superior, saqué el cuaderno, elegí una página al azar y empecé a escribir (con mi precaria caligrafía) la historia al completo, insertando diálogos y nuevos giros que se me ocurrían sobre la marcha y la hacían interesante. Como los cuentos que me contaba mi madre todas las noches.

Cuando terminé mi pequeña obra, no dudé en decorarla con dibujos que ilustraran la trepidante acción. Me llevó toda la tarde terminarla.

Luego, cerré el cuaderno, lo guardé en el cajón, y nunca más volví a escribir allí. Tampoco se lo enseñé a nadie. No sentía la necesidad. Sólo ese algo especial, (lo recuerdo muy bien, esa mezcla de felicidad, éxtasis y nerviosismo, como quien presencia algo inesperado pero agradable) era algo íntimo.

Secreto.

jueves, 18 de noviembre de 2010



Fin.

Mañana sabré la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad.



(Sigh.)

martes, 16 de noviembre de 2010



Una de las mejores películas que he visto. Sí, de esas que, aún días después, sigues reflexionando y maravillándote de que todo fuera un preciso y hermoso mosaico donde nada sobraba ni faltaba. Armonía. Y aún sigo preguntándome como alguien puede encontrar belleza en la sordiez, narrar de una manera tan dulce cosas tan terribles. And that's the point.

Tal vez el cine de autor no sea algo que apasione hoy en día. Sin embargo, sin ánimo de ofender, me gustaría declarar que las "tragedias de moda" que hoy se ven en la gran pantalla, poco tienen que ver con el sufrimiento (el sufrimiento real, frío, como una puñalada sangrante en el pecho) que refleja esta obra. A más de uno se le abrirían los ojos si viera (y comprendiera) esta película, despiadada e inocente a un tiempo.

Y con una banda sonora increíble, por cierto.






lunes, 15 de noviembre de 2010

 
               A veces te ves, te miras, y te preguntas por qué esta terrible necesidad de gustar, de ser deseable, bella, hermosa, oh, sí, esa llamada de ven, ¿te gusta lo que ves?, ¿te gusta lo que te hago sentir? Pues entonces ven más cerca, mézclate conmigo y siente, aunque sea por unos segundos, que me tienes, que has atrapado todo este poder, como quien agarra a una mariposa, tocando sin cuidado sus alas, sin saber que, de ese modo, jamás podrá volver a volar…
               Y somos como hermosos objetos de decoración, cuanto más vistosos mejor, cada cual los busca según sus necesidades pero, lo que más importa, es que sean fáciles de manejar. En un mundo masculinizado nuestra perspectiva es quizá divertida, curiosa, pero jamás se toma en cuenta con asuntos reales, serios. Frivolidad es nuestra seña, y nadie quiere ser frívolo a la hora de la verdad. En ese momento se prefiere la violencia, la fuerza, como si de esa manera, sangre y muerte, se pudiera manipular la realidad… crear un terrible caos que les permita empezar desde cero… Y nosotras seguimos siendo un misterio, de nuestra verdadera naturaleza son pocas las que saben. Como mares oscuros y profundos, sobre nosotras circulan leyendas de terribles monstruos y cosas imposibles, y pocos son los que se aventuraron al fondo y regresaron para contar lo que vieron allí.
               Porque deseamos ser alabadas, ensalzadas, palabras hermosas, versos, regalos, creamos vida, y como creadoras necesitamos las lisonjas. Y tan preocupadas estamos de escucharlas, de atraerlas, que hace tiempo que nos olvidamos de quién somos y a quién nos debemos.
                


Y eso que nos dieron el poder.

jueves, 11 de noviembre de 2010




Voy a hacer un club de fans de my dear teacher Karina, en serio, and I'm gonna be the president.

Hoy estaba contando su criterio a la hora de sacar a la gente a hacer las prácticas: si tu nombre le parece bonito/curioso, la has cagado.

-For example, you, Grabiela. I love that name. Do you like your name, Grabiela?

-Ehh... no. In fact, I hate it.

-Noooo!! -gesticula, mueve los brazos como aspas de un molino.-  How awful! Do you hate your beatiful name? It's very nice, and original! I've to tell you something. When I was pregnant, I was looking for a name for my daughter and I thought in Grabiela. But in the end I called her Micaela, anyway, a jewish name. But last summer she went to a "campamento" and there a girl asked her: "¿Por qué tienes nombre de abuela?" When my cute, baby daughter told me that, I can't believe it. Why are you so strange here in Spain? "Angustias" or "Dolores", well, they are old-fashioned names, I agree... but Micaela and Gabriela are good, even nowadays, they are very original. And you, Grabiela, please, tell me the reason why your mother put you that beautiful name...

-...because it's my grandma's name...

-WTF*???????




(En serio, amo a esta mujer).

martes, 9 de noviembre de 2010







Una vez una persona a la que yo (ciertamente) detestaba, me dijo una gran verdad.

En la vida sólo hay tres cosas que merece la pena cultivar en uno mismo:

-La empatía.

-La asertividad.

-La inquietud intelectual.



Y el caso es que me da rabia admitirlo, pero tiene toda la jodida razón.

viernes, 5 de noviembre de 2010




"Caerse del mástil", pensó, "porque una mujer muestra los tobillos; disfrazarse de mamarracho y desfilar por la calle para que las mujeres lo admiren; negar la instrucción a la mujer para que no se ría de uno; ser esclavo de la falda más insignificante y, sin embargo, pavonearse como si fueran los reyes de la creación. ¡Cielos!", pensó, "¡Qué tontas nos hacen, qué tontas somos!" Y aquí parecía por cierta ambigüedad en sus términos que condenara a los dos sexos imparcialmente, como si no perteneciera a ninguno.

Orlando, de Virginia Woolf.



Un fragmento de la novela que me ha parecido interesante. Para los curiosos, la historia trata de un hombre apuesto y sensible que una mañana se levanta transformado... en mujer. (Sí, ya sabéis, de esas cosas que pasan todos los días). La historia está ambientada en el siglo XVIII (concretamente en este párrafo). Y os aseguro que es completamente... peculiar. Pero me gusta, porque el/la protagonista sigue siendo siempre la misma persona (ya sea hombre o mujer) que tiene las mismas aficiones, las mismas flaquezas y se interesa por los mismos hombres y mujeres... una teoría interesante esa de que la identidad prevalece por encima del sexo. Aún me queda por leer el final...







P.D. ¿Quieres hacer algo guay este viernes? Pincha AQUÍ

jueves, 4 de noviembre de 2010







Esta es una entrada sincera.

Pensaba escribir cualquier tontada graciosa, pero no, definitivamente no me sale ni queriendo.

Pienso, ¿quién soy? ¿Hasta dónde puedo llegar? Es triste, pero siento que mi libertad termina donde empieza mi miedo a los demás, a las terribles consecuencias de mis actos. Miedo a ellos, sí. Y miedo de mí misma. Porque realmente nunca estuve hecha para esto, sin embargo, prefiero atarme, torturarme, imponerme normas estrictas, antes que volver de nuevo al caos.

No quiero volver al caos.




Paradójico, ¿no?

Pero pasar a la acción es jodidamente difícil, porque parece que los rebeldes, si bien son inmortales, tienen un destino terrible.

miércoles, 3 de noviembre de 2010







Hoy os propongo que realicemos juntas un experimento.

Yo soy de esas personas que piensa que se llega a las respuestas no comiéndose el coco en una esquina, sino realizando las preguntas adecuadas. Si lo pensáis bien, cuál quier cosa puede ser resuelta de ese modo, ¿no?

La respuesta que busco es algo bastante sencillo: ¿de dónde viene ese odio hacia las mujeres, esa degradación impuesta presente en todas las culturas a lo largo y ancho del mundo? ¿Quienes son los responsables? ¿Hombres, o nosotras mismas?

Y no quiero quedarme en las palabras. Quiero hacer algo. Esto es como una revolución, una declaración. Como dijo Mew, una de las personas que suele darse una vuelta por mi pequeño espacio, nuestras quejas no tienen sentido mientras las hagamos quietas, sin atrevernos a pasar a la acción.

So, here we go!

Empecemos por encontrar puntos comunes en el razonamiento, y sincerarnos un poco. Las preguntas que propongo a continuación podéis responderlas vosotras, vuestro alter-ego, en base a la experiencia de alguien que conozcáis... etc. Lo único que quiero son respuestas sinceras, aunque no sean realmente vuestras. (Y además, os estaré eternamente agradecida).

Empezaré yo, para romper el hielo.

1. Un personaje femenino real que admires y por qué: Mmm. Difícil, porque ahora mismo no se me ocurre ninguna (sólo tengo nombres de hombres en mi cabeza). Como artista, Isadora Duncan. Vivió para el arte y supo innovarlo. Como maestras a Julia Cameron, definitivamente tenéis que leer algo suyo si queréis aprender a escribir. Como escritora (referente a la manera de hacerlo) Poppy Z. Brite.

2. Un personaje femenino ficticio que admires y por qué: Uffffff. La cosa sigue difícil. De nuevo pienso en muchos, pero son masculinos. Ahhh, sin duda Lisístrata, protagonista de la comedia de Aristófanes que lleva su nombre (si, soy humanista, qué pasa...) No se me ocurren muchas más. ¿Antígona? (Hace poco que leí la tragedia... se nota). ¿Chihiro, de la película El viaje de Chihiro? Desde luego lo suyo es generosidad y valentía... Pero he de reconocer que enumerar todas estas me ha costado sudor y sangre.

3. Uno de los mejores libros que hayas leído jamás: Sin duda, Déjame entrar; (por cierto nada que ver con la película sueca, y menos con la secuela americana).

4. Si ahora te dieran un trabajo, ¿cuál sería uno que no podrías rechazar? Obviamente, ser columnista en un periódico/revista.

5. ¿Hay una verdad única o varias verdades, que cambian según quién las mira? Mmm. Me inclino más por la segunda opción. Sólo sé que no se nada, así que mucho menos me atrevería a decir que algo es "verdad para siempre jamás".











Arigatoo gozaimasu.              *reverencia*        Doozo yoroshiku onegaishimasu.

martes, 2 de noviembre de 2010






Yo por aquel entonces sentía un completo desprecio hacia mi cuerpo. Una intensa mezcla de rechazo y desagrado. Recuerdo manos grandes y ásperas; pequeñas y blandas; ardientes y frías. Manos que habían tocado toda clase de cosas y ahora frotaban mi cuerpo por esas zonas donde la piel es suave, cálida y sensible. Manos extrañas ensuciando mis huecos más íntimos. Oh, sí, sucio, sucio, sucio. La palabra es una mueca en los labios que la pronuncian.
            ¿Por qué lo permitía?
            No buscaba el placer. ¿Placer? Para mí esa palabra falsa no era más que sinónimo de repugnancia. Placer: ver deseo en los ojos entrecerrados me producía náuseas. Sentir el aliento entrecortado en mi cara me daba asco. Sin embargo, justo cuando pensaba que no podría resistirlo, cuando el dolor se hacía insistente, todo se mezclaba, y mi vista se nublaba… mi cuerpo se estremecía. Escalofríos en la espalda, calor en el vientre. Me tensaba con violencia, me relajaba unos segundos y volvía a tensarme, otra vez, y otra, y otra… Entonces mis manos se crispaban, y buscaban agarrarse a algo, cualquier cosa. Me faltaba el aire y casi sollozaba intentado respirar. Y en aquella humedad desagradable, mi cuerpo se retorcía ansioso, a espasmos, como si estuviera enfermo. Y en cierto modo así era. Porque interiormente quería morirme. Habían ganado ellos, los otros, con sus sucias manos habían logrado arrancarme el placer. Y mentalmente eso era tan doloroso como físicamente sentir que te arrancan la piel a tiras. Lo hacen en contra de tu voluntad y no te dejan nada. Sólo vulnerabilidad: carne roja y sanguinolenta expuesta al aire, al sol.
            Sin duda prefería el dolor. Se puede presentar de muchas maneras, pero yo disfrutaba con todas. Puesto que el placer me era una enfermedad,  esto lo sentía como un bálsamo. El desgarro repentino. El roce continuo que amenazaba con partirme. Dientes que al morder aprietan demasiado, o manos que resultan ser garras. Una fuerza que me hundía sin permite respirar. Los ojos se me llenaban de lágrimas y llegaba a meterme los dedos en la boca para no gritar. Pero interiormente me sentía feliz. Ellos eran los malos, por supuesto. Con manos torpes me moldeaban a su gusto, pero no había sido decisión mía. Pronto todo pasaría. Ellos serían castigados, y yo seguiría manteniendo de alguna forma mi pureza. Así sucede en el mundo de los justos, donde la inocencia es una brasa que jamás se extingue. Sí, a veces me imaginaba que era como una violación. Y volvía a representar mi papel de víctima, disfrutando con la sensación de ver mi cuerpo mancillado de forma cruel. Una y otra vez. Siempre. Nunca me cansaba.
            No sentía ningún aprecio por mi cuerpo. Recuerdo que una vez llegué incluso a prostituirme para poder pagar un billete de metro de regreso a casa. No le pedí más dinero al hombre que no me dejaba pasar, aquella madrugada lluviosa de corredores en penumbra. Tampoco sentí remordimientos en ningún momento. ¿Por qué iba hacerlo? Precisamente así era como yo veía mi cuerpo: como una moneda de cambio. Aquello que se interponía entre mi mente y las cosas que yo deseaba. Os juro que si en algún momento hubiera podido deshacerme de él y vivir como un ente, formado solamente por humo y espíritu… habría alcanzado la libertad.
           
           
             

lunes, 1 de noviembre de 2010



Nunca he sido una persona sensible. Ni siquiera de niño. Cuando fui expulsado de ese reducto cálido y acogedor que era el vientre de mi madre, cuando fui arrojado sin muchos miramientos al mundo... lo comprendí. Y, paradójicamente, la única cosa que más he deseado en toda mi vida es regresar allí, tan seguro y confortable, sin colores ni sabores, sólo el pacífico sonido del: tum, tum, tum, la vibración de su corazón sobre mí.

Nunca he sido una persona sensible. Sé que en esta vida todos somos lobos disfrazados bajo la piel de cordero. Pueden sonreírte, pero tras sus ojillos pequeños y brillantes y su lanoso pelaje, están los dientes afilados del depredador, dispuesto a devorarte.

Y sólo sobrevivirá el más fuerte.

Por eso, no me sorprendí cuando aquel día entraste en clase. Bueno, sí lo hice. Tu mirada era clara aquella mañana. Muy clara. Esos ojos azules que tienes, siempre oscuros, como velados por una neblina grisácea y hundidos en los párpados, estaban entonces brillantes y enormes. Orgullo. Felicidad. Dos brasas sobre tu nariz respingona y tu cara de nuez. Llevabas un vestido de flores suelto y una chaqueta vaquera que te quedaba grande. El pelo castaño y revuelto, decolorado en las puntas era una aureola que remarcaba tu rostro y ensalzaba la palidez de tu piel, bajo la que se transparentaban huesecillos de pájaro. Y botas de agua hasta la rodilla, de color rojo y azul, lustrosas. Estabas radiante.

Y entonces sacaste aquel bicho negro, siempre hambriento, y con único que ojo que destruye todo lo que ve.

Al principio nadie reacciono. El profesor de física mantuvo la tiza suspensa en aire, y el libro abierto en la otra mano. Pareció que iba a abrir la boca (quizá para recordarte que el reglamento del instituto no te permitía traer a clase objetos como ese) pero entonces se escuchó el disparo, y empezaron los gritos.


Ruidos, gente corriendo. El instinto me hizo tirarme de la silla y rodar hacia la mesa del profesor, bajo la cual me agazapé, para seguir mirándote. Y mi cuerpo se estremecía violentamente, pero yo...

Nunca tuve miedo. Nunca.

El olor a pólvora era intenso, y empezaba a mezclarse con ese ahogo que produce la muerte, el sufrimiento.

Entonces tú decidiste poner fin al caos, y arrojaste la pistola. Pasaste por encima de los cuerpos tendidos, sin escuchar sus gritos; alcanzaste la ventana y empezaste a forcejear con el cierre, presa de ese pánico que se apodera de los animales salvajes al ser confinados en una jaula. Te vi finalmente abrirla y saltar a fuera.

Supe que debía seguirte.

Un salto, y ya estaba en el jardín del instituto, viendo como tu silueta se hacía cada vez más pequeña, una forma azul y amarilla en el horizonte.

-¡Espera!

Corrí detrás de ti hasta que los huesos amenazaron con salírseme de las articulaciones, hasta que estuvimos tan lejos que, el instituto, abajo, en la ladera de la colina, era una manchita. Al amparo de los árboles milenarios del bosque, dejaste la carretera y te internaste en la oscuridad, una oscuridad perenne, una oscuridad incluso en pleno mediodía.

Yo te seguía a una distancia prudencial, sabía que necesitaba de tu permiso para acercarme más. Pero entonces tú te detuviste y me miraste fijamente. Tenías un mechón de pelo en la cara, pegado en labio, y tus ojos azules no habían perdido un ápice de su brillo. La chaqueta se te bajaba por los hombros, y las botas estaban embarradas. Sonreíste.

No te pregunté por qué lo habías hecho, porque siempre he dado por sentado que era algo que debía ocurrir. Años de sufrimiento y humillación, tenías que borrar aquellos recuerdos, exterminarlos. Nadie los quiere, nadie.

Nadie.

Quise decirte eso, mostrarte mi apoyo, pero creo que tú ya lo sabías. Por eso yo seguía vivo. Porque me habías visto, aquellas miradas fugaces, los gestos. Nunca habíamos hablado pero, de alguna manera, estábamos conectados.

Me fui acercando, lentamente. Las pinochas secas crujían bajo mis deportivas, y la fresca humedad del interior del bosque me hacía temblar de frío. Sonidos de pájaros, tímidos aleteos y un graznido de cuervo.

¿Puedo?

Alargué la mano para rozarte la mejilla con la punta de los dedos. Cerraste los ojos al sentir mi contacto.

Puedo.

Di unos pasos más, mientras acercaba mis labios a los tuyos, y cerraba los ojos. La primera caricia te estremeció, y sé que no era el frío. Atraje tu cuerpecillo hacia mí y lo estreché entre mis brazos, mientras te besaba con ansia, los labios, las mejillas la nariz y la frente; tantas veces deseando saber como sería, tantas veces soñando con tenerte tan cerca, sólo para mí, sólo para mí. Y era ahora.

Con los ojos cerrados deslicé mi lengua por la cavidad húmeda de tu boca, acaricié los dientes y te busqué. Mientras me respondías tímidamente y oleadas de placer recorrían mi cuerpo entero, yo aspiraba tu olor, delicioso olor, una mezcla de naftalina suave y lavanda. Y el aroma  intenso y polvoriento de tu cabello...

La ropa era una molestia, porque yo quería sentirte más cerca, el beso no era suficiente. Cediste a mi ímpetu y se te doblaron las rodillas, y entonces un suave empujón basto para tenerte en el suelo, debajo de mí. Tu cuerpo era suave y blando bajo el mío y con los ojos cerrados seguías buscándome, ¿dónde estás? Y yo quería gritar, aquí, aquí, aquí he estado siempre.

Besándonos rodamos por el bosque, hasta acabar cubiertos de tierra, hojas secas y pinochas. Intenté quitarte el vestido, como si así pudiera olvidar lo molesto que se había hecho de repente para mí tener que llevar los vaqueros, pero era imposible, demasiado complicado. Un gemido de frustración escapó de mis labios, y entonces tú te apartaste y, con ambas manos, subiste el vestido por encima del pecho y te lo sacaste por los hombros. El olor de tu piel se hizo más intenso, era puro almizcle, y yo me arranqué la camiseta para empaparme en él. Enterré la cabeza en tu pecho, pequeño y delicioso, de pezones rosados. Los chupé con cuidado, apretando luego con los dientes un pezón mientras te acariciaba el otro hasta notar que ambos se endurecían y tú arqueabas la espalda de placer. Mientras bajaba por tu vientre chupándolo con la punta de la lengua o dándote besos suaves, me las arreglé para bajarme los pantalones. Cuando descubrí ese vello en tu vientre que empezaba a oscurecerse anunciando la proximidad de lo que yo deseaba, creí que no podría soportarlo más. Me detuve un instante, tratando de sobreponerme al deseo. Tus dedos en mi cabeza jugaban con mi cabello, y tus piernas me habían aprisionado, creando una trampa de la que no podría escapar. Te bajé las bragas casi con desesperación, y ni siquiera te resististe. Casi instintivamente, hundí la cabeza en el vello, espeso pero suave. Era la fuente de ese maravilloso olor, empalagoso y picante, que tanto me excitaba. Quise separarte los muslos, para poder admirarte mejor, y descubrí que estaban húmedos. Los lamí con curiosidad, ese olor me estaba volviendo loco, y tú gemiste por primera vez, hundiste tus dedos en mi cabello y tiraste con fuerza. Pero yo ya no podía parar.

Sintiendo la cabeza dar vueltas, y una urgencia en las caderas, agarré tus piernas para mantenerlas separadas, mientras chupaba ese sabor agridulce, tú, temblando, y mi cuerpo consumiéndose en el placer que era tenerte ahí, rendida, sólo para mí. Cuando subí de nuevo buscando tu boca, y volví a besarte, con los labios empapados, tú me recibiste cálida y ansiosa. Y sólo el roce de tu piel en la mía ya era más placer del que podía soportar... me sentía como si volara sobre montañas, la siguiente era siempre más alta que la anterior, y el descenso vertiginoso dejaba esa sensación de vacío en la boca del estómago...

Pero entonces me empujaste, te desasiste en dos empellones, entre jadeos, y te erguiste sobre mí, sentada en mis piernas, mientras me bajabas la ropa interior, y cogías mi sexo entre tus manos, temblé, a punto de correrme, cerré los ojos mientras murmuraba cosas inteligibles, y tú colocabas una mano en mi clavícula y apoyabas todo tu peso, escuchaba tu respiración agitada y sentía las puntas de tu cabello rozar mi pecho, te busqué con los dedos... te busqué... No me dio tiempo. Sentada a horcajadas sobre mí hiciste que entrara, rodeaste mi pene con tu húmeda calidez, haciendo que... haciendo...

Quise abandonarme en ese momento, porque aguantar todo el deseo era como sostener un cubo rebosante de agua que me quebraba ya bajo su peso, pero no quería, aún no, no, porque empezabas a mover las caderas con fuerza, y yo me dejaba llevar, me dejaba llevar...

Cerré una mano con fuerza, clavando las uñas en la palma, para que el dolor equilibrara las intensas sensaciones que experimentaba en ese momento, mientras con la otra acariciaba el suelo cubierto de musgo, hojas secas, tierra húmeda... el olor aromático de los pinos, la suave brisa en mis mejillas sofocadas, abrí los ojos en medio de aquella locura, y pude ver, a través de las copas de los árboles que se mecían con el viento, pedazos de cielo, cielo tan azul y brillante como tus ojos. Todo fue perfecto y equilibrado en ese momento. Las entrañas de la tierra se abrían para acogerme, el bosque entero era nuestro refugio mientras que tú, sobre mí, me llevabas cada vez más cerca, cada vez más cerca...

Yo ya no era dueño de nada, y si en ese momento hubiera podido abandonar el cuerpo y fundirme con el aire lo habría hecho, porque tras aquellas sensaciones ya no merecía la pena nada. Vagamente fue consciente de tus gritos mientras te desplomabas sobre mí sin dejar de moverte, tan rápido, tan rápido...

Cerré los ojos y me agarré a ti con las fuerzas me quedaban. Hundí mi cabeza en el hueco entre tu hombro y tu cuello, me enterré bajo tu cabello y tu olor mientras me corría, y fue como tener el mar entre las manos y de repente dejarlo ir, soltarlo, liberarlo en una ola inmensa y devastadora, que se llevó todo, el bosque, los árboles, el pueblo, el mundo, tú y yo.

Cuando recuperé parte del control, tú ya no estabas sobre mí, si no que te había sentado a un lado, y buscabas tu ropa. Con el corazón aún latiendo a toda velocidad, y la respiración entrecortada traté de moverme hacia ti, pero no tenía fuerzas. En ese momento yo sólo habría deseado una cosa: estrecharte entre mis brazos, tenerte acurrucada en mi pecho y poder abrazarte y dormirme arrullándote, cuidando de ti, protegiéndote. Quería intimidad, cariño, quería que te sintieras tan vulnerable como yo en ese momento y poder así darte algo de fortaleza demostrarte que... que... yo...

Yo estoy...

-Vamos. -dijiste entonces.- vamos, tenemos que irnos.

Desengañado, me incorporé, y volví a vestirme torpemente, con los miembros entumecidos y una sensación de placer entre las piernas, pese a que todo había pasado. Cuando quise ponerme en pie la tierra pareció temblar. Y tú ya estabas corriendo, internándote aún más en el bosque.

Te seguí. A distancia, porque mi cuerpo no me obedecía. Estaba adormecido, enfermo aún de deseo, débil. Mis pies se arrastraban por la foresta, y mis manos se quedaban enganchadas en las zarzas. Si aún no me había desplomado era porque mis ojos no habían perdido el rastro de tu vestido claro, que me guiaba a través de las tinieblas, Y cuya visión no habría dejado escapar por nada del mundo.

Bosque. ¿Qué hay más allá del bosque? Carretera. ¿Y más allá de la carretera? Otro pueblo. ¿Y más allá de ese otro pueblo? Otro, y otro, y otro, y si sigues por más carreteras, más pueblos, bosques y montañas, está la ciudad.

Tan lejos...

Di un mal paso, trastabillé y caí, rodando por una pequeña ladera. Cuando mis huesos sintieron la tierra, me encontraba, definitivamente, demasiado cansado par levantarme. Todo daba igual. De hecho, morir en ese momento, ya no me habría importado demasiado. ¿Para qué vivir? El bosque tenía algo de fúnebre, con sus árboles negros y altos que se elevaban hasta el cielo, el olor a tierra húmeda y el misterioso silencio. Y ya ni mis músculos me obedecían, como si ni un simple reducto de energía quedara en mi interior. Te lo habías llevado todo. Hasta los párpados me pesaban tanto, que tuve que cerrarlos. Puede, de hecho, que tú también hubieras acabado conmigo, que tú también te hubieras llevado mi calor, aunque de esa otra manera...

-¿Te encuentras bien? -volviste sobre tus pasos, porque de repente tu mano rozaba mi hombro.

-Estoy cansado. -susurré.- Y tengo sueño, mucho sueño.

-Tengo que seguir. -dijiste, preocupada.- No puedo detenerme ahora. Tengo que seguir...

-Lo sé. -musité, tratando de erguirme.- Pero es que siempre después de hacerlo tengo sueño... sueño y hambre. Ahora mismo tengo mucho hambre. -le dije, mientras agarraba la mano que me tendías para levantarme.

No podía quedarme atrás.


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