miércoles, 29 de febrero de 2012




Hoy, el último día de este mes tan extraño, lleno de bosques oscuros, acantilados y mares embravecidos, solo tengo una cosa más que añadir.


A partir de septiembre, no me busquéis por Madrid.


Quizá por la Atenas del Norte tengáis más suerte...

http://www.youtube.com/watch?v=jlAgHt92lqE

sábado, 25 de febrero de 2012





El martes, hablando con ese señor que pretende ser tan agradable, él me me preguntó:

-¿Sientes que no eres lo suficientemente buena para que puedan amarte? ¿Tienes a veces la impresión de que no puedes conseguir que te quieran y por ello debes conformarte enseguida con lo que tengas?

-No, en absoluto -contesté, y las palabras se derramaron por mi boca antes de que me diera tiempo si quiera a pensarlas.

Y entonces me di cuenta de algo inherente a mi personalidad pero que antes no había advertido. No suelo enamorarme, pero las raras ocasiones en las que eso sucede, es como un disparo.

Y cuando te disparan, sangras.

Pero no le encuentro sentido a dispararme a mí misma y luego llorar pretendiendo que otro me consuele.

Amo la vida.

http://www.youtube.com/watch?v=Qar679wFPV4

martes, 21 de febrero de 2012


Febrero está siendo un mes extraño. ¿Carnaval? No. Simplemente me he parado, creo. ¿Yo parada? Venga ya, eso es imposible. Simplemente voy corriendo a todos sitios, disfrutando, festejando, pero es que en enero me golpeé bien fuerte y ahora me ha dado por pensar que si realmente quiero saber a dónde me dirijo he de detenerme.

De te ner me.

Observar el paisaje.

Las líneas del horizonte, las estrellas, el aspecto general de la demografía.

Y solo entonces sabré que camino tomar para llegar.

Pues no es problema del destino, eso lo he sabido siempre, la ciudad perdida, la otra dimensión, los que me conocéis ya sabéis de que hablo. El problema es que por nada del mundo desearía perderme en una Selva Oscura. Como Dante.

jueves, 16 de febrero de 2012





A veces uno necesita algo más, oye, y es perfectamente compresinble. Aunque aparentemente no sea más que otro de esos muchos estudiantes universitarios: gafas de tanto leer volúmenes en la penumbra de la biblioteca, pelo largo como símbolo de rebeldía, caminar de hombros hundidos (la angustia existencial también pesa).

Pero, de tanto en tanto, como ya he dicho, necesito hacer algo.

Creo que por eso, aquella tarde, escalé en completa soledad la colina ignorada por todos. El aire era suave y revolvía aquella hierba salvaje, que crece libre de cualquier diseño. Cada paso me alejaba de la sociedad y sus buenas y malas costumbres, de leyes y moralidad, porque en lo alto, donde los páramos se perdían en el horizonte (líneas grises, el vacío hecho imagen) termina esta dimensión y empieza la otra. La mayoría de la gente prefiere nacer y morir allá donde ha sido asignado: pocos se aventuran por otros mundos, más allá de la palabra escrita. Las leyendas crueles circulan, sonbre los entes que habitan esas otras dimensiones, en su mayor parte exajeradas y satanizadas: se odia lo que no se conoce, se teme lo que puede llegar a remover los cimientos aparentemente más firmes de la conciencia.

Pero no siento ni sentía ese miedo. De hecho, me sentía extrañamente feliz al saber en cuan inicerta situación estaba a punto de encontrarme.

Atravesé sin problemas la barrera, invisible, tan solo se sintió como un ligero escalofrío, y ya estaba allí. El paisaje cambió por completo: barrios abandonados, edificios vacíos, calles sucias y llenas de basura, la decadencia de la que tanto me habían avisado mis maestros.

Recorrí aquellos paisajes industriales, los muros con pintadas y el cielo plomizo. A cada paso escuchaba sus susurros y sentía su rechazo: probablemente se esondían ante la presencia de un extraño, pero no tardarían en darse cuante de que yo no suponía una amenaza para sus vidas, y entonces se prepararían para acabar con la mía.

No pasó mucho tiempo hasta que uno de ellos se me cruzó, enorme y terible, una mole de carne que enseñaba sus dientes sucios, un humano como yo y aún así tan diferente, la energia violenta y peligrosa emanaba de cada uno de sus poros, sus ojos pequeños y taimados calcularon enseguida cuanta fuerza él habría de aplicar para romper todos y cada uno de mis huesos. Cabello negro y corto, piel morena, vestido tan solo con unos pantalones de chandal y un abrigo sucio. Una cadena de abalorios, probablemente de oro, centelleaba desde su cuello. Aunque yo no iba a ponérselo tan fácil. Saqué mi arma, esta vez un martillo pequeño de color negro metálico, que había robado. Y entonces él se lanzó sobre mí, y aunque le golpeé con fuerza (que bien me supo aquella descarga, el saber que con una extensión de mi propio cuerpo estaba aplastando la carne y llamando a la sangre) sentí enseguida en mi propia piel la mordedura de algo afilado: un cuchillo largo y con dientes. Mi coontrincante estaba armado, advertí, confuso, esta era la primera vez que ocurría. Hasta entonces había compensado la diferencia evidente de fuerzas trayendo diversas armas que daban más potencia a mis ataques, pero de esta nueva manera no estaba yo muy seguro de salir airoso.

El combate comenzó, ahora sí. Por cada golpe que yo lograba darle, intenso y certero, el deshacía mi carne al menos tres veces. Lo vi caer raudo sobre mi garganta, y en a penas un delicioso segundo logré cubrir esa distancia con ambas manos. Una, dos, tres puñaladas asestó en ellas el otro, jadeando, y yo aguanté el dolor porque sabía que si no sería la muerte. ¡La muerte! Tuve ganas de reír, aunque todo mi cuerpo se retorcía de angustia.

¡Solo así puedo sentirme vivo, en el momento en que veo próximo el final de la obra, sé que debo declamar con especial énfasis la que puede ser mi última escena!



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Regresé. Siempre se regresa. Las otras dimensiones existen para ser una escapatoria, pero todos acabamos volviendo al redil. Al menos los que estudiamos los libros e intentamos poner algo de lógica a esta confusa era.

Mis amigos me preguntaron, también mi hermana pequeña, cuando vieron las cicatrices que asomaban traicioneras por las mangas del jersey que llevaba puesto. Orgulloso, les mostré mis brazos marcados con las puñaladas, las heridas aún tan frescas que la costra de sangre coagulada exhibía un color rojizo. También en las piernas, e incluso me levanté la camiseta, a pesar del escozor que sentía, para mostrarles la espalda. Quería que vieran mi carne marcada, convertida en un mapa de sensaciones inexplicables, incomprensibles para ellos. Como los geroglíficos de una civilización desconocida, que esconden mensajes que solo pueden ser entendidos por unos pocos.

Quisieron saber por qué. Y yo deseaba informarles, pero de repente las palabras me fallaron y se convirtieron en barcos de caso agujereado que intentan sobrevivir en el océano. Destinados a hundirse. Sin embargo en mi cabeza había una imagen, clara y concisa: mi abuela, en su viejo caserón, tres plantas buhardilla y sótano, habitaciones lujosamente adornadas, metros y metros cuadrados de comodidad y elegancia; y ella sola, en ese inmenso salón, con las luces apagadas, sentada en un pequeño sillón floreado y cubierto con visillos, con una sola lámpara de pie a su lado que la ilumina lo suficiente como para que pueda hacer crucigramas mientras espera a la muerte.

martes, 14 de febrero de 2012



Se empeñó en que me quedara su perro, una bola blanca y algodonosa, tan diminuto que podías sostenerlo con las palmas de ambas manos abiertas. Le dije que no, soy muy descuidada con los animales y los niños, además, no siento por ninguno de ellos el amor natural que se supone debieran inspirar en mi persona, al menos no de una manera inmediata. Pero ella no me hizo caso, simplemente hablaba de lo importante que es tener a otro ser vivo al cargo y de lo mucho que hace madurar, del amor incodicional que nos transmiten esta clase de experiencias... y también de un viaje muy lejano que debía hacer de manera inmediata.

Así que me quedé con el perro, criatura adorable, sí (hembra, creo), que correteaba entre mis tobillos preguntándose por qué demonios aún no me había agachado para rascarle la barriguita y esas cosas. Pero es que el libro que estaba leyendo era tan interesante.

Todo iba bien, hasta que sucedió.





Ahora, ¿cómo demonios le digo que he perdido a su perro en la RENFE?

lunes, 13 de febrero de 2012



Por lo visto, tres es el número de orgasmos a los que nosotros, jóvenes y sanos, podemos aspirar en una noche. (Tres, se entiende, de media, no vamos a ponernos aquí a discutir sobre quién tuvo la noche más loca del año).

La cosa, sin embargo, empeora según la edad, reduciendo su número a dos y luego a uno cuando ya se ha alcanzado el medio siglo (en fin, dicen que si lo bueno breve...)

Igualmente, qué queréis que os diga, son prospectos muy negros.

Así que...

¡Saquemos partido de nuestro querido cuerpo mientras podamos!

¿Qué hacéis parados leyéndome...?

¡Ahora!

sábado, 11 de febrero de 2012





Venecia. Un lugar aparentemente paradisiaco deja de serlo en el momento en que se convierte en tu ambiente de trabajo.

Las callejuelas sugerentes, las elegantes plazas, incluso las ruinas romanas, no son más que partes de este elaborado escenario que los ciudadanos han elaborado al mínimo detalle para conseguir dinero de los turistas. Cómo adornan las fachadas de antiguos escudos falsos, convierten almacenes en palacetes ducales y sucios sótanos en restaurantes italianos con encanto... y con una sonrisa extienden la mano esperando el suave tacto del dinero antes de permitirte pasar a un sitio al que, momentos antes, ni siquiera las ratas querían habitar.

Pero que ahora es una pequeña capilla. O unos antiguos baños termales. O la casa que habitó Leonardo en aquellos años que trabajó para los Medici. Sí, todo es posible.

Tardé en acostumbrarme. Las hordas de gentío ansioso de romance, historia, cultura y glamour. Las puestas de sol ideales en las que no se podía dar dos pasos sin que alguien te pidiera que le sacaras una foto. Los inmigrantes ilegales de mirada torva que intentaban robarme el poco dinero que tenía en el bolsillo. Lobos de chaqueta de cuero raida y vaqueros polvorientos que acechan al rebaño de flashes centelleantes. Para morder de tanto en tanto alguna que otra cartera, una máquina de fotos japonesa si hay suerte.

Pero un día ocurrió. Caminaba calle abajo como si fuera la mía, manos en los bolsillos y despreocupación. La temperatura era agradable. Un turista sofocado me preguntó como llegar a tal sitio, en perfecto italiano.

Sabía como indicarle, pero entonces me di cuenta de que si le hablaba como esperaba estaría confirmando su suposición al pensar que era una de ellos, un personaje más de la enorme farsa. Y no estaba en mis horas laborables. Así que, con enorme placer, le grité en español que era de Madrid, pero que de todas formas le deseaba buena suerte.

La silueta del templo que estaba buscando ya se adivinaba en el horizonte.