sábado, 11 de febrero de 2012
Venecia. Un lugar aparentemente paradisiaco deja de serlo en el momento en que se convierte en tu ambiente de trabajo.
Las callejuelas sugerentes, las elegantes plazas, incluso las ruinas romanas, no son más que partes de este elaborado escenario que los ciudadanos han elaborado al mínimo detalle para conseguir dinero de los turistas. Cómo adornan las fachadas de antiguos escudos falsos, convierten almacenes en palacetes ducales y sucios sótanos en restaurantes italianos con encanto... y con una sonrisa extienden la mano esperando el suave tacto del dinero antes de permitirte pasar a un sitio al que, momentos antes, ni siquiera las ratas querían habitar.
Pero que ahora es una pequeña capilla. O unos antiguos baños termales. O la casa que habitó Leonardo en aquellos años que trabajó para los Medici. Sí, todo es posible.
Tardé en acostumbrarme. Las hordas de gentío ansioso de romance, historia, cultura y glamour. Las puestas de sol ideales en las que no se podía dar dos pasos sin que alguien te pidiera que le sacaras una foto. Los inmigrantes ilegales de mirada torva que intentaban robarme el poco dinero que tenía en el bolsillo. Lobos de chaqueta de cuero raida y vaqueros polvorientos que acechan al rebaño de flashes centelleantes. Para morder de tanto en tanto alguna que otra cartera, una máquina de fotos japonesa si hay suerte.
Pero un día ocurrió. Caminaba calle abajo como si fuera la mía, manos en los bolsillos y despreocupación. La temperatura era agradable. Un turista sofocado me preguntó como llegar a tal sitio, en perfecto italiano.
Sabía como indicarle, pero entonces me di cuenta de que si le hablaba como esperaba estaría confirmando su suposición al pensar que era una de ellos, un personaje más de la enorme farsa. Y no estaba en mis horas laborables. Así que, con enorme placer, le grité en español que era de Madrid, pero que de todas formas le deseaba buena suerte.
La silueta del templo que estaba buscando ya se adivinaba en el horizonte.
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