martes, 31 de enero de 2012



Ayer estaba tan nerviosa que tuve que salir a caminar al parque. Al principio era difícil incluso andar. Luego, poco a poco, el aire fresco fue entrando en mis pulmones.

Mientras caminaba por aquel paisaje desolado, me asaltaban los recuerdos de una niñez quiero suponer no tan lejana. Caminatas con aquellos con los que comparto lazos de sangre, juegos... En aquellos dulces tiempos (casi más bien irreales, llenos de brumas y sueños) en los que el menor de mis problemas era... No puedo si quiera recordarlo.

Caminé. Árboles, en su mayoría pinos jóvenes. Pero seguía viviendo aquel olivo escondido. El suelo arenoso estaba sucio, como de costumbre, lleno de cristales y excrementos de perro. Recuerdo que cuando era más pequeña sabía que no debía caerme... No había nadie. Solo yo, y el cielo de un azul rabioso. Y el frío. A los lados, las adustas siluetas de chalets, casas elegantes, otro mundo diferente a aquel por el que me muevo. Las observé, de adulta, pero sin envidia. Cuando era niña jugaba a elegir en cuál de ellos me gustaría vivir, había tantos... Recuerdo la casa roja, aquella otra amarilla con una pequeña azotea arriba del todo, la otra, enorme, como una mansión sueca; la de más allá, con ventanas acristaladas (¿no había sido una vez un tanatorio?). Pero mi favorita era una casa que hacía esquina, grande pero no de manera excesiva. Tenía el tejado rojo, y una enorme ventana (yo imaginaba que era la de mi cuarto) y las paredes estaban pintadas de blanco. Creo que se oía ladrar a un perro dentro, un pastor alemán.

Y los arbolillos del fondo, una congregación de pinos en medio de los cuales trataba de chupar algo de luz un raquítico abeto, me parecía un bosque...

Pero volvamos a ayer. Ayer me acerqué hasta la zona de juegos infantil, justo en el centro de esta colina. Me pregunté por qué habría una. Nunca he visto jugar a niños ahí. ¿Por qué la habrán hecho? Solo hay adolescentes (y no tan adolescentes) en este parquecillo, que salen cuando se apaga el sol y se juntan para beber, y en medio del delirio destrozar árboles o quemarlos.

Aunque bueno, quizá también se divierten con el balancín. Aunque pintarrajeado, ha sobrevivido a su violencia... será por algo.

Miré los columpios. Me entraron ganas de columpiarme. No me subía a un columpio desde marzo o abril, lo tengo calculado. Así que, muy educadamente, entré en la zona infantil delimitada por una de esas simpáticas vallas de colorines. Empecé a balancearme. El principio de mareo en la boca del estómago pronto fue sustituído por la excitación y la alegría de hacer algo que me encantaba cuando era pequeña y podía alargar horas. Entonces, cuando ya había alcanzado cierta altura, pensé en dejarme caer, saltar hacia delante. ¡Como si volara! Pero me daba miedo. Iba a una cierta velocidad. ¿Y qué si me tropezaba y acababa rodando por aquella tierra dura, llena de (recordemos) trozos de cristal y excrementos de perro? Estuve dudando unos minutos. ¡Ahora..! Bueno, no... ¡Ahorá, sí...! No... Miré hacia mi derecha. Y vi, en uno de los bancos, a unos trescientos metros, la silueta de un  hombre entre treinta o cuarenta años.

Un parque abandonado, casas en silencio, vacías, y un hombre. No era una perspectiva muy halagueña para vuestra joven y dulce narradora, que también tiene que mirar por su seguridad y sabe perfectamente que los hombres solitarios en parques abandonados a media mañana no son gente a la que, por diversas razones, ansíe especialmente conocer.

Así que tenía que saltar rápido. Y lo hice. ¿Y sabéis qué? No estaba tan alto, no era tan peligroso. De hecho, resultó tan inofensivo que me dio la risa. Las distancias, antes abismales, habían mermado considerablemente con respecto a los recuerdos.

Porque yo había crecido.

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