martes, 14 de diciembre de 2010

   
Sonido IV: El silencio entre los chillidos del águila


            Parece ser que Spilville no es un lugar tan agradable como pensaba.
 Desde que estoy aquí, a penas he podido escribir unos tristes esbozos de algo parecido a una melodía… si es que puede llamarse así. ¡Estoy decepcionado! Aquí la naturaleza se me revela indomable, salvaje… perfecta en su esplendor. Estoy sobrecogido ante su divinidad y jamás en la vida había sentido algo así. Cuando, inundado de este sublime sentimiento, me siento a componer… ¡los sonidos escapan del papel como si de pájaros se trataran! Y vuelan, mostrándome su brillante plumaje y alejándose cada vez más… Siento que doy manotazos al aire intentando cazarlos, escribo torpes notas. ¡Pero no dicen ni la más mínima parte de esto tan grande que siento dentro! Es frustrante. Tal vez no sea digno de un pobre hombre el transcribir algo tan elevado con pluma y papel… ¡Pero por Dios que quiero, más bien necesito hacerlo! Estos sentimientos contradictorios hacen que mi estancia en Spilville se enturbie ligeramente. La inspiración tan cerca… y tan lejos. Me siento como cuando siendo un chiquillo, trataba de atrapar alguna mariposa colorida en los campos que rodeaban Nelahozeves, el lugar donde nací. Idéntica insatisfacción.
            Y para colmo de mis males, ayer por la tarde, después de comer, me asaltó un tremendo dolor de estómago. Era tan grande, que enseguida tuve que guardar cama. Pensé que, como otras veces, acabaría pasando. Sin embargo, tras una noche sin poder dormir, hace tiempo que ha salido el sol, y sigo igual. Es como si me hubiera tragado una asquerosa rata gris y gorda y ahora estuviera royéndome hambrienta las entrañas.
            -Antonín, no deberías comer tanto… te lo tengo dicho, pero nunca me haces caso –me reniega Anna, aunque está algo preocupada, porque nunca un dolor de estómago me había durado tanto.
            -Pero mujer, si no ha sido eso… como igual todos los días –me lamento-. Es algo que me ha sentado mal… algún alimento…
            -Ni a los niños ni a mí nos ha pasado nada –apunta ella. Y se marcha a buscar al médico del pueblo.
            Éste tampoco parece ser de gran ayuda. Saca sus instrumentos, me toca en la tripa haciéndome aún más daño.
            -Mmmm –dice-. Parece un corte de digestión.
            -Lleva así desde ayer al medio día –explica Anna-. Y no ha hecho más que estar en la cama. No come, ni hace otra cosa. Sólo se queja del dolor –cada vez parece más preocupada-. Esto no es normal.
            -Mmmm –vuelve a decir el médico-. Esperemos a ver qué pasa. Mientras denle una tisana, a ver si podemos calmar algo esos dolores.
            La tisana no sirve de nada y el dolor me provoca incómodos sudores. Dios mío. Juro entonces lo que jamás antes me había atrevido: moderarme a la hora de comer. Nada. Juro entonces algo peor… ponerme a dieta. Ni por esas. ¡Y el dolor ni siquiera se calma un poco! Decir que estoy desesperado es poco.
            -¿Qué… miras? –Otilka se ha quedado a hacerme compañía sentada a los pies de la cama. Hace un rato que está asomada a la ventana, porque algo parece haber llamado su atención.
            -¿Te encuentras mejor, papá…? –ella está preocupada, y no me gusta ver su pálida carita sin sonreír.
            -Sí, un poco –miento-. ¿Qué era lo que estabas viendo, hija…? –tengo curiosidad.
            -Es el chico indio del domingo pasado –dice-. Está aquí otra vez, acompañando a otro indio viejo.
            -¿Ah… sí? –Enseguida tengo ganas de saber más-. ¿Y qué hacen aquí?
            -He oído que vienen a vender hierbas medicinales, papá. Me lo ha dicho Marenska –ella es la hija de Lukás, y las dos tienen la misma edad.
            -¿De verdad? –siento como si de repente, Dios hubiera escuchado mis plegarias.- ¿Y por qué no…?
            -Ni se te ocurra, Antonín –Anna acaba de entrar, con otra de sus inútiles tisanas-. ¿Quieres que un salvaje acabe de matarte o qué? –refunfuña-. Lo que tienes que hacer es no comer tanto. Todos estos dolores te están bien empleados por no hacerme caso. ¡Si es que hasta que no te castiga el cielo tú no te das por enterado…!
            -Que sí, mujer, que sí… -procuro tranquilizarla- Anda, deja la tisana en la mesilla, que ya me la da Otilka.
            Y ella me obedece y se va, sin dejar de renegarme por lo bajo ni un momento.
            -¿Te la doy ahora que está calentita, papá…? –me pregunta mi hija, mientras coge la taza entre las manos.
            -¿Sabes dónde va tu madre?
            Otilka se asoma un momento a las escaleras.
            -Creo que se va a casa de Lukás, a recoger más hierbas para tu tisana, su mujer las planta en el jardín, ¿por qué?
            -Perfecto –No sé por qué, pero creo haber encontrado la solución-. Anda, Otilka, bonita, baja y ve a llamar al indio, dile que suba a darme algo, dile que le daremos dinero… -la idea se me ha ocurrido de repente, pero intuyo que tal vez podría funcionar.
            -Pero, papá… -ella duda.
            -Tranquila cariño, pero hazlo, hazlo por tu pobre padre que ya no puede soportar este tormento… -la animo, desoyendo sus débiles protestas.
            No muy convencida, mi pequeña baja las escaleras. Al rato, la veo subir, asustada como una ardilla. Un indio delgado y de pelo largo y blanco va detrás. Le acompaña el chico de los cascabeles. Tiene dos moretones en la cara, uno en la parte izquierda de la mandíbula, y otro en la sien. También en el torso, uno por encima del ombligo. Raspones en los brazos, y una herida de pedrada en el costado. Siento lástima por él.
            -Disculpen, yo… -sé que aquí, desde la cama, no es muy buen sitio para explicarme, pero no me queda otra alternativa, ya que a mi hija parece habérsele ido la voz. ¿Me entenderán…?
            -Tripa, dolor –dice con voz suave el indio viejo, mientras se toca el estómago.
            -Sí, sí –suspiro yo-. Tengo terribles dolores de tripa, ya no aguanto más.
            -Tierra y Agua –se señala a sí mismo.
            -Oh, sí, encantado, yo soy Antonín Dvorak, compositor… pero este dolor me está matando, si me ayudara yo…
            Pero entonces el chico joven se acerca a su padre, y le susurra algo al oído. No le entiendo, pero sé que están hablando de mí. Entonces comprendo. ¿Le estará hablando de lo que ocurrió el domingo…? Pero Tierra y Agua no dice nada. Sólo se acerca a mí. Me mira dubitativo antes de apartar las sábanas. Pero yo las quito de un manotazo, permito que me abra el camisón para tocar el estómago como ya ha hecho el médico antes.
            El indio tiene unas maneras mucho más suaves. No aprieta con fuerza para sacarme exclamaciones de dolor. Acaricia la piel con gesto sabio. Me hace abrir la boca para oler el aliento, mirar la lengua y los dientes. Incluso examina las uñas. Yo aguardo expectante. Parece saber lo que hace. Su hijo está en un rincón. Lleva varias bolsitas de hierbas. Me mira desafiante. En sus ojos arde la rebeldía de la juventud, un fuego que está bastante consumido ya en la mirada del padre. Empiezo a pensar. ¿Por qué el chico está de nuevo aquí? A los del pueblo, sobre todo al burro de Frantisek, no debe de hacerles mucha gracia. En ese momento Tierra y Agua lo llama. Él se acerca. El indio viejo empieza a hablarle, mientras me señala. Su hijo asiente de tanto en tanto. Supongo que está explicándole lo que me ocurre. Bueno, por lo menos no creo que me vaya a morir, porque se les ve bastante relajados.
            -¿Qué me pasa…? –pregunto.
            -No, no –Tierra y Agua parece quitarle importancia-. Daño –señala su propio estómago, y luego el mío.- Sufrir. No, no –repite. Tal vez esté intentando explicarme que hago sufrir a mi estómago, como me había advertido Anna. Mmm. Aunque después de estos dolores parece que muy a mi pesar tendré que hacer algo al respecto…
            Entonces Tierra y Agua coge una bolsita que le tiende su hijo, y saca una especie de raíz oscura, que parece recién arrancada de un árbol. Se la lleva a la boca y finge pegarle un mordisco. Luego me la pasa a mí.
            -Comer –dice-. Comer, bueno.
            La cojo. No me importa que no se parezca nada a nuestras medicinas. El dolor ya me ha hecho perder cualquier reparo. Sólo quiero librarme de él. Me la llevo a la boca… ¡Arg! ¡Está durísima! A duras penas trato de morderla, pero me es imposible, además, tiene un sabor muy amargo que me repugna… me veo obligado a desistir.
            -Comer, bueno, bueno –sigue insistiendo Tierra y Agua. ¿Comer? ¡Pero si está durísima! Perdí dos dientes el año pasado, y como siga así, voy a acabar con los que me quedan.
            -Lo siento, pero esto está… está durísimo, no puedo… -muerdo desesperado, pero nada. ¡Y encima tiene un sabor de mil demonios!
            Tierra y Agua frunce el ceño. Se le ilumina la mirada (tras meditar mis palabras parece que las ha comprendido) y me coge la raíz. Se la pasa a su hijo. Éste me mira, yo diría que de manera burlona. Se mete la raíz en la boca… y veo como la mastica sin dificultad, muchas veces, hasta que no es más que una especie de papilla marrón. Entonces, el padre dice algo. El chico escupe en su mano lo que ha masticado, y se acerca a mí. Puedo percibir el sonido de los cascabeles que tiene atados a la cintura. Tras unos reparos iniciales, acabo comiendo de su mano sin rechistar. Sé que si Anna me viera en este momento la que se pondría enferma sería ella, pero a mí no me importa demasiado. Tierra y Agua y su hijo parecen gente sencilla. No creo que lo que me estén dando sea nada malo.
            Ya he comido más que suficiente de ese desagradable y amargo potingue marrón… y he hecho que Otilka les diera dinero a los dos indios, que ya se han marchado. Al poco tiempo, siento algunas náuseas, y me veo obligado a bajar de la cama buscando la palangana. Vomito tanto, que por un momento pienso que lo próximo que voy a echar va a ser mi propia sangre. Poco a poco el dolor se va calmando… hasta que se adueña de mí una maravillosa sensación de alivio. Y finalmente… ¡el dolor ha desaparecido! Me siento feliz. La raíz ha debido de purgar todos los recovecos de mi pobre estómago.
            Esa misma tarde, ya estoy sentado fuera, en el porche de la casa. Abrigado por el fresco viento del atardecer, y con una de las inútiles tisanas de Anna en las manos (sigue convencida que son ellas las responsables de mi rapidísima cura).
            Reflexiono. Estoy muy agradecido a Tierra y Agua y a su hijo por haberme curado. Los remedios de mi propio médico me sirvieron de poco. Pienso en como trataron en Spilville al pobre chico hace una semana. Debe de haber sido muy duro para su padre regresar de nuevo aquí y ayudar aquellos que se ensañaron con hijo. Me pongo en su lugar, y me doy cuenta de que es algo que yo no sería capaz de hacer. ¡Si alguien tratara a Toník o a Otilka de esa manera, de lo primero que me ocuparía yo es de que recibiera un buen escarmiento! Y por supuesto jamás le ayudaría. Pero pasan hambre, había dicho Lukás. El pasado invierno murieron muchos y ya no son más de veinte… pensándolo bien, eso es muy poco. Siento una inexplicable pena por ellos. Son buena gente. Me han ayudado. Y parecen sencillos. Totalmente compenetrados con toda esta grandiosidad de la naturaleza, al contrario que la gente de Spilville. Siento una profunda gratitud hacia todos ellos.
            -¡Hola! –oigo que alguien me habla desde lejos, en inglés, aunque más o menos puedo entenderlo. Levanto la mirada. Un hombre regordete, bajito y con pinta de americano, acaba de abrir la cancela de mi casa y se planta sin ninguna consideración en mi jardín. Esta falta de educación me molesta. Va acompañado de otros dos hombretones bastante más altos que él.
            -Hola, Antonín, ¿te encuentras ya mejor? –me saluda Lukás, que viene detrás, con más gente del pueblo. De improviso mi tranquilo jardín esta lleno de una muchedumbre ruidosa, y yo cada vez me siento más molesto.
            El primer hombre, que es rubicundo y tiene la cara y los brazos quemados por el sol, me dedica una sonrisa partida de dientes amarillentos. Empieza a hablarme en inglés, con voz chillona y tan rápido, que no capto absolutamente nada de lo que dice.
            -Éste es Mr. Goodman, Antonín –menos mal que Lukás acude en mi ayuda y se presta a hacer de intérprete.
            -Hola, Mr. Goodman, soy Antonín Dvorák, compositor, ¿qué tal está? –trato de saludarle en mi precario inglés.
            El hombre suelta una desagradable risotada, y sigue hablando sin parar.
            -Mr. Goodman es el dueño de todas estas tierras –me susurra Lukás al oído- incluso de Spilville, así que, como imaginarás, es toda una autoridad por aquí. Ha oído que eres un músico famoso en Europa, y quiere conocerte.
            -¿Qué dice…? –pregunto.
            -Dice que está encantado de tener a alguien de tanto renombre procedente del viejo continente aquí. Dice que a él le gusta mucho la música…y que le gustaría que fueras a su casa a dar un concierto… dice que tiene un bonito piano… y que si le gusta lo que haces te invitará a cenar.
            -¿Ah, sí? –respondo sin mucho interés. No me gusta eso de que hable tan rápido y no pueda entenderle. Tampoco sus modales. En definitiva, me desagrada.
            La gente enseguida se pone a hablar con él también. En medio de mi jardín se acaba de organizar una inesperada reunión con el tal Mr. Goodman, porque todos parecen querer contarle algo. Le hablan con un respeto que me parece exagerado. En Europa he estado en presencia de verdaderos reyes y príncipes. Y el colorado Mr. Goodman, de ropas empolvadas y sudorosas, no se parece lo más mínimo a ninguno de ellos. No es más que una caricatura del poder.
            -¿Qué dicen, que hablan? –le pregunto a Lukás, que está atento a la conversación, pero no interviene.
            -Ah, se están quejando por lo que pasó el domingo. Verás, -me explica- hace ya varios años que Mr. Goodman es dueño de todas estas tierras, menos la parte del bosque en la que acampan los indios. Todo este tiempo ha estado intentando que se marchen ofreciéndoles dinero. Pero ellos se niegan. Muchas tribus kickapúes han ido a reservas a lo largo de estos años. En cambio, la tribu de aquí cerca se niega, y Mr. Goodman ya no sabe qué hacer para echarlos. Dice… dice que contaba con que no sobrevivieran a las enfermedades y el frío del invierno. Y que ahora están empezando a volverse molestos… también para la gente de Spliville.
            -Ellos estaban aquí antes que vosotros –apunto-. Entiendo que no quieran marcharse.
            -Es más complicado de lo que piensas, Antonín. Los indios cazan venados blancos en las tierras de Mr. Goodman, eso se llama caza furtiva, y esta prohibido. Lo saben, se lo hemos dicho, pero hacen oídos sordos a nuestras advertencias. Si se quieren quedar, que se limiten al trozo de tierra que les pertenece. Si no, que se atengan a los castigos. Mr. Goodman ya ha tenido que deshacerse de varios indios que ha pillado cazando sin permiso en sus tierras. Hoy precisamente… está explicando algo de un joven indio que ha sorprendido cazando en…
            Un fuerte chillido interrumpe sus palabras. Una imponente sombra negra cruza los cielos, y por un segundo, todo es silencio. Un águila de cabeza blanca y larguísimas alas pardas planea sobre nosotros, como vigilándonos. Alzo la cabeza para mirarla. Sobrevuela por unos momentos el tejado de mi casa. La gente comenta asustada. No es normal que un pájaro de tal envergadura se acerque tanto a lo humanos. Un nuevo chillido, que me sobrecoge con su poder. Ahora, hasta la insoportable verborrea de Mr. Goodman ha cesado. Finalmente el águila eleva su vuelo y desparece tras el rojo sol del ocaso, que empieza a ocultarse tras las montañas.
            Bendito silencio entre los chillidos del águila. Ha sido algo especial. Como una señal.
            -No es necesario que sigas, Lukás –me levanto trabajosamente de la silla, aún estoy algo débil porque hace ya un día que no como-. No estoy restablecido del todo, voy a irme a casa a descansar. Dile eso a Mr. Goodman, y que no pienso ir a tocar para él. Estoy muy cansado.
            -Sí, sí… -Lukás me mira algo sorprendido-. Mejórate, Antonín.
            Me levanto y me voy. Sé que todos me están mirando, porque ni siquiera me he despedido como es debido del tal Mr. Goodman. Pero no me importa demasiado. A pesar de todo lo que me han contado… no puedo evitar sentirme mucho más cercano a los pobre indios, que a la desconfiada gente de Spilville. A estos últimos los veo incapaces de comprender la grandeza que les rodea. Comprar tierras. Bah. Ninguno de ellos se hará así digno de toda esta divina perfección.
            No, realmente Spilville no es un lugar tan agradable como pensaba.

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