miércoles, 24 de julio de 2013




Vuelvo aquí en otro de mis ratos de aburrimiento existencial en el trabajo. Que es un estar sin estar. Estar porque la comunicación es así: en cualquier momento salta la liebre, y hay que tener la escopeta ya apuntando. Pero sin estar, porque me aburro. Todo el mundo está ocupado en la redacción, gestionando sus noticias. Las mías ya se han terminado. Me encargo de la sección de cine, pero ahora mismo no hay mucho que hacer. Los estrenos en verano, algunos, son tan predecibles...

Ayer, sin embargo, tuve una experiencia bastante dramática. Una experiencia dramática de un segundo, pero qué largo se me hizo. El caso es que desde hace tiempo no sé por qué pero la angustia se me acumula en el vientre y quiero gritar. Y ayer, finalmente, grité, vaya si lo hice. Pero no fue por voluntad propia. Iba caminando por la calle, rápido, ocupada en mis asuntos, cuando de repente me tropecé con el pavimento (la zona del casco antiguo de Madrid es preciosa, pero, como cabe esperar, está vieja). Tropecé, intenté encontrar el equilibrio, pero no tuve suerte. Cuando me di cuenta de que iba a caer, grité. Porque estaba en la calzada y no en la acera, y también porque por el rabillo del ojo vi como un coche se acercaba, y me dio miedo.

Caí en el suelo de bruces, pero me levanté aún más rápido. El coche frenó y varias personas se acercaron para ver si estaba bien. Que lo estaba. Más que nada roja de vergüenza, pero de una pieza, que era de lo que se trataba.

Sin embargo, tengo varios moratones multicolores y raspones diversos. Esta mañana me levanté con la parte derecha del cuerpo dolorida. El porrazo fue más que una anécdota, y parece que no voy a olvidarlo pronto, más que nada por el dolor cada vez que cruzo las piernas o apoyo el brazo sobre la mesa.

Esto es lo que ocurre cuando cosas como la tristeza o la angustia sobrepasan el mundo de las emociones y se materializan en la realidad en forma de dolor y gritos.

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