martes, 23 de julio de 2013




Bueno, tal vez pensabais que me perdí para siempre en las montañas escocesas, y en cierto modo, tenéis razón. Una parte de mí se ha quedado para siempre en Blackford Hill, contemplado extasiada lo hermoso que se vuelve el mundo ante la pequeñez de las alturas, disfrutando del sonido más hermoso, que no son los pájaros, ni siquiera palabras de amor, sino el correr de las nubes o el susurro del aire bajo los párpados, incitándome a volar

Pero he vuelto, y estoy más ocupada que nunca, trabajando, y no en cualquier sitio. El destino ha vuelto a sonreírme y me ha otorgado la oportunidad de destinar mis esfuerzos al servicio de uno de los medios de comunicación más conocidos del país. La comunicación es una opción a considerar para el futuro, especialmente porque disfruto charlando y compartiendo mi tiempo con la gente cuando no estoy escribiendo. El comienzo, como el de todas las cosas que merecen la pena, ha sido duro, pero poco a poco le voy cogiendo el gusto. En septiembre haremos balance.

Lo que más me está costando es el traslado a mi nuevo hogar. En Edimburgo, al principio, mis trece metros cuadrados se me hacían infinitos, pero terminé por amar aquella habitación. Era un bajo, y la ventana, estrecha y alargada, estaba tapada por las ramas de un arbusto (un cruce entre bambú y flora autóctona). No entraba mucha luz, pero en las noches de invierno era agradable ver como la nieve se arremolinaba fuera.

En la casa nueva, la habitación no es tan amplia, pero sí muy luminosa. Aunque eso en verano la hace arder, hablamos pues de luz alegre pero rabiosa. La cama es más vieja. La mesa de color blanco y con falso molde barroco. Armarios por todas partes, para albergar los mil trastos que de todas formas no tengo. Y soledad. Ahora en verano no hay compañeros de piso. Los pocos que nos quedamos en Madrid, que estos días parece más infernal que nunca debido a las temperaturas, estamos siempre ocupados trabajando. No me gusta Madrid en verano. El calor destaca el mal olor de las calles y hace desesperantes las aceras sin sombra, hasta el punto de querer llorar solo por sentir el frescor de las lágrimas en el rostro.

Tengo que descubrir los rincones hermosos de Madrid. Que sé que los tiene. Madrid me parece salvaje y peligrosa al lado de mi querido Edimburgo, misterioso pero correcto, siempre con su educación británica, aunque los escoceses digan que ellos siguen haciendo honor a la sangre de William Wallace.

En cualquier caso, ahora miro por la ventana y puedo ver la Gran Vía. Los edificios, blancos y amarillos, lucen al sol. El cielo esta azul, estriado de vaporosas nubes. Es mil veces más reconfortante que todos los cielos plomizos de la Atenas del Norte.

(Eso sí, todo esto visto desde la comodidad del aire acondicionado que tienen en la redacción).

1 comentario:

Annell dijo...

Porque si estuvieras en la calle sin aire acondicionado, te volvías rápidamente a los cielos plomizos, estoy segura.

Welcome home :)