Hoy he tenido el placer de estar en un evento un tanto particular. Se celebraba un aniversario octogenario. Muchos pensamos que cumplir años es una derrota. Yo apenas llego a una cuarta parte de la cifra que acabo de mencionar; aún así sigo sintiendo penita por cada año más, cada escalón en la nuestra estructura temporal. Los treinta, los cuarenta... sombras amenazantes, umbrales que muchos no quieren cruzar. Ser anciano es perder facultades, lucidez. No se nos enseña a sentir respeto por los ancianos, a admirarles, a consultarles por su experiencia. En esta época de usar y tirar, de la última tendencia, el bótox y los tintes... ¿Qué es la vejez si no algo de lo que se huye? Como conejos escapando del aliento amenazador del lobo.
Y sin embargo, esta persona, que cumple esa cifra tan redonda, a penas veinte años de un siglo... Transmite el esplendor de quien se dedica a lo que más le gusta. De quien vive por y para la vida.
Dudo que haya, no ancianos, sino personas (independientemente de su edad) que puedan presumir de esta facultad.
Y sin embargo cada vez estoy más segura de que somos instrumentos de los que solo el viento adecuado puede sacar sonido.
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