lunes, 23 de septiembre de 2013




Las dos cosas que más me hacen transcender son los sueños y la música. A veces por separado, a veces en conjunto, ambas cosas son el punto de locura de mi vida, la puerta de escape. Siento que vivo tan inmersa en lo que ocurre a mi alrededor... En los objetos que puedo tocar, en las mil preocupaciones que taladran mi cabeza. Pero a veces es como si de repente se revelaran ante mis ojos verdades centelleantes: unos tornillos que sujetan el decorado, los travesaños empolvados de la escalera que conduce a la parte trasera del escenario, luces que iluminan, máscaras, actores secundarios... Todo es una obra perfectamente calculada, todo es ficción, entretenimiento, artificio, mentira. La realidad se desmorona y entonces yo puedo volar y observar esta maravillosa obra desde las alturas. Los pequeños puntos que configuran este cuadro impresionista se juntan formando figuras. Me deleito. Estar viva y estar muerta es la misma cosa. La existencia no tiene fin. Como ese universo en el que dicen que nadamos.

Instantes de lucidez en los que olvido mi papel y soy.

Esta noche he soñado que dos personas se introducían en mi casa. No es la primera vez que sueño algo parecido. Pero allí estaban. Un hombre y una mujer. Él era alto, a penas unas canas cubriéndole el cráneo, vientre blando, jersey rojo navidad. Ojos de perro abandonado, labios caídos por el hastío. Arrugas, producto de una edad que no ha conocido juventud. Se movía este hombre como un enorme globo que por no esforzarse se deja llevar al capricho del viento. Nada le importaba.

La mujer era de menor estatura. Cabello negro tan intenso que solo puede ser producto de los químicos de un tinte. Media melena con estilo: una mujer decente puede pemirtirse muchas cosas, pero estar desarreglada no es una de ellas. Piel morena, nariz larga, ojos saltones (un reflejo de la oscuridad de su cabello en la mirada). Mandíbula prominente. Había pasado los cincuenta, pero los sobrellevaba mejor que su compañero.

Estos dos individuos estaban en mi casa. ¿Por qué en mi casa? ¿Por qué invadiendo mis espacios íntimos, mis secretos, el único lugar donde puedo llorar y reír sin taparme la boca?

Quise preguntarles, pero me esquivaban. Con la altanería que a veces los mayores muestran a los jóvenes. Algunos piensan que aún tenemos que aprender a hablar para que ellos puedan escucharnos. Adaptarnos a sus tiempos, a sus modos de pensar. Y eso que dicen que la vida es cambio.

Me cansé de perseguirles por las habitaciones, los pasillos. Me ignoraban, y era tan absurdo que ellos parecieran los dueños de la casa y no al contrario que terminé por tomármelo a risa.

-¿Por qué están aquí? -siempre termino por preguntar a alguien, a mi progenitora, quizá, cuando gente extraña (no es la primera vez que ocurre) se cuela en mi casa.

-¿Quienes? ¿Quienes?

Veo cosas que nadie más puede ver. Y eso me aterra, me aterraba en el sueño. Los busqué, a la extraña pareja. La luz bajo la que se movían, como siempre, perdidos en sus cavilaciones, era diferente. Una luz tardía, apagada. Bajo aquella luz observé sus pieles, y por primera vez me parecieron pergamino mojado. La calavera se percibía allí debajo, blanca y diabólica. Estaban muertos.

¿Por qué hay muertos en mi casa? ¿Por qué han elegido mi hogar para visitarme?

Ahora estoy aterrada.

Mi madre me pidió que atravesara el pasillo interminable que une el salón con la habitación de mi abuela.

-No puedo -le dije, con el corazón tembloroso por el miedo. Podía entrever sus figuras ahí, suspendidas en las tinieblas, como dos globos a los que poco a poco se les escapa el helio, esos dos muertos mudos y tristes a los que solo yo podía ver.



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