-Acabamos de colocarnos con cristal -dijo el chico, que no tendría más de catorce años-. ¿Podemos usar tu desván?
Naturalmente, no me hacía maldita gracia ni la situación, ni el muchacho de cabeza rapada ni sus amigos malvestidos. Aún así, me hice a un lado. Y no fue por las estacas de madera que llevaban en las manos o por el brillo de locura en sus ojos.
Es que así es como hacemos las cosas en Toronto.
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