domingo, 7 de abril de 2013




No salía de casa. No recibía a nadie, ni siquiera a la hora del té. Prefería disfrutar de una taza de chai en silencio; si acaso con la conversación muda de un libro interesante. Desde el Imperio, los escritores hablaban de lugares cada vez más remotos, no solo presentes en sus historias sino hechos líquido también en la taza que se bebía.

Si tenía ganas de estirar las piernas, simplemente se dedicaba a subir y bajar las escaleras de caracol, deteniéndose en cada planta., hasta llegar a lo más alto, la azotea. Allí su mirada paseaba por las intrincadas calles de la ciudad hasta llegar al templo sagrado sobre Caltón Hill, las estatuas de mirada triste del cementerio, la misteriosa cumbre de Arthur's Seat, los Pentlands nevados, incluso el mar, envuelto en brumas... Todo estaba a sus pies, incluso el orgulloso castillo se empequeñecía, como un animalillo acorralado.

Pero lo que más le gustaba era la pequeña habitación edificada en lo alto del torreón. Iba allí todos los días, a encontrarse con otros miembros del género humano, a realizar esa necesidad inevitable de relacionarse, de encontrar personas en medio de la soledad de la piedra y los libros. Entraba en la pequeña estancia circular y se sentaba en uno de los asientos acolchados frente al inmenso óvalo blanco. Y de repente ahí estaba el mundo entero y todos sus habitantes, a un solo tirón  de la palanca.

Cámara oscura.

Le gustaba observar las pequeñas personas en la explanada del castillo, como hormigas diminutas danzando alrededor del hormiguero. Muchas veces buscaba sus rostros, sus rasgos, aquellos pequeños detalles que las hacían individuales: las mujeres de vestidos sobrios pero sombreros recargados; las jóvenes con Biblia en mano pero desordenadas faldas manchadas de barro; matrimonios ancianos, muchachos inquietos que correteaban de un lado al otro de la plaza con sus pañuelos al viento...

Los ladrones que aguardaban en un callejón oscuro, tras la taberna, esperando a los desprevenidos atrapados en la confusión del alcohol.

Las parejas de jóvenes alocados que preferían pasar por el cementerio a esconderse en uno de los mausoleos antes que por el altar de la capilla en la iglesia.

El pintor que abocetaba la grandeza de la Royal Mail sentado en los escalones de Sant Gil Cathedral.

El joven empleado de banca que grita al cochero que ha manchado su ropa de barro en un descuido.


Cada día había mil historias, mil personas que, sin saberlo, compartían con ella sus secretos.

Sin embargo, había un lugar que le era imposible visitar, un misterio que se le escapaba. Habia una casa en frente, al lado del castillo, de fachada blanca que, en aquellos raros momentos en los que el sol se reflejaba, brillaba como una joya exótica. Y sin embargo, las ventanas eran demasiado pequeñas, oscuras, no daban si quiera una pista del interior de tan atrayente lugar.

Muchas veces intentaba esquivarla, ignorarla, incluso fingir que no estaba ahí. Pero cuando menos se lo esperaba la casa blanca aparecía, irrumpiendo la tranquilidad de sus visitas al mundo.

Así que un día, cansada de ver el mutismo de la casa blanca, que ya aparecía hasta para enturbiar sus sueños, se decidió a hacer algo que nunca hacía: invitó a su propietario a tomar el té en el saloncito más pequeño de la segunda planta.

Cuando al fin lo tuvo ante sí sus ojos intentaron absorver hasta el más mínimo detalle, pero el solo le devolvió una sonrisa pícara.

-Tengo entendido que jamás sale de aquí -comentó él en un momento determinado.

-No lo necesito -contestó ella con honestidad.

El miró hacia arriba, como si con los ojos pudiera atravesar los techos de las diversas plantas hasta llegar aquella que contenía la cámara oscura.

-Entiendo -acabó reconociendo, mientras cogía de nuevo los guantes, el sombrero y el bastón, y se disponía a marcharse-. Pero si quiere visitarme, conocerme... mucho me temo que no hay otra manera que la de pasar por la puerta.

Y con un guiño misterioso, la dejó de nuevo sola, en la incertidumbre que aquella atrevida invitación le provocaba.


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