viernes, 28 de octubre de 2011
miércoles, 26 de octubre de 2011
Estaba yo mirando mi correo cuando descubro un mensaje con un título de lo más controvertido... mi primer impulso (incluso antes de abrirlo) fue quemar a la persona que me había mandado el mensaje en cuestión (que casualmente es una buena amiga... una pena) pero cuando me tomé unos segundos para leerlo, reconozco que empecé a deshacerme de risa.
No sé si es porque estoy involucrada en el asunto, tengo un día raro o qué... pero la verdad es que echarse unas risas de vez en cuando no está nada mal, así que aquí os lo dejo, just in case. Hay más verdad en él de lo que pueda parecer...
Has comido en un par de restaurantes japoneses, visto algún anime, conocido alguien japonés, y tenido una novia japonesa. Y ahora, en una parte de tu pequeño cerebro, piensas que el japonés sería un buen idioma para aprender. Podrías traducir video juegos! o manga! o incluso anime!. Conocer chicas japonesas, impresionar a tus amigos! Quizas vayas a Japón y te transformes en un dibujante de anime! Sii! Suena como una gran idea!
Asi que vas a la biblioteca, te llevas algunos libros con títulos como “Como aprender japonés estudiando 5 segundos al día mientras manejas tu auto ida y vuelta de la oficina de correos” y “Japonés para completos, totales y absolutos tontos que no deberían procrear“. Hey, ya aprendiste un par de palabras leyendo manga/de tu novia/viendo anime/en una pagina de internet ). Excitado e impresionado con tus nuevos conocimientos, empiezas a pensar: “Quizas, solo quizas, podría hacer esto para vivir! o buscar un título universitario en Japonés! Gran idea, no?
EQUIVOCADO !!!
No importa cuantos animes hayas visto, novias japonesas hayas tenido o libros hayas leído. No sabes japonés. No solo eso, obtener un título universitario en el idioma maligno no es DIVERTIDO o remotamente sensato. Prisioneros de guerra Irakíes son forzados a estudiar japonés. El término “holocausto” viene de las raices latinas “holi” y “causm“, que significa “estudiar japonés“. Se entiende la idea.
Asi que, viendo tantos corderos yendo entusiasmados al matadero, creé esta Guía con CONSEJOS REALES para estudiar japonés. O, realmente, para NO estudiarlo.
Razón Uno: Es muy dificil
Esto debería ser obvio. A pesar de loque te digan en libros, tutoriales en internet o tus amigos, el japonès NO es simple, fácil o inclusive con sentido (el vocabulario japonés se determina tirando trozos de sushi a un tablero de dardos con las sílabas pegadas). Los japoneses esparcen este rumor para atraer tontos Gaijin a sus garras.
No solo no es simple, probablemnte sea uno de los idiomas mas dificiles que se te puede ocurrir querer aprender. Con TRES escrituras totalmente diferentes (ninguna tiene sentido), multitud de inútiles y confusos niveles de cortesía, y una estructura gramatical completamente demente, el japonés ha destruido el alma de patéticos Gaijin desde su concepción. Veamos algunos de estos elementos mencionados antes asi tienes una idea de lo que me refiero.
El sistema de escritura japonés:
El sistema de escritura japonés esta dividido en tres partes diferentes y complentamente dementes: hiragana (”las letras grabateados” , katakana (”la letras cuadradas” , kanji (”cerca de 4 millones de personificaciones de tus peores pesadillas” .
El hiragana se usa para escribir palabras japonesas usando silabas. Esta formado por muchos caracteres que son diferentes y no se parecen entre si de ninguna manera. El hiragana se desarrolló juntando un grupos de japoneses ciegos, sordos y tontos para que dibuje cosas en pedazos de papel sin tener idea de porque lo hacían. Los dibujos resultantes se llamaron “hiragana”. El príncipe que inventó estos caracteres, Yorimushi (mono-arbusto-asno hediondo) fue inmediatamente asesinado a masasos. Pero no te preocupes, porque no usaras hiragana casi nunca en “la vida real”.
El katakana es usado solo para escribir palabras extranjeras en un fuerte y mutilante acento japonés, asi no tienes idea de lo que estas diciendo aunque esté en inglés. Sin embargo, si recuerdas una regla simple para el katakana encontraras que puedes leer japones muy facilmente. Cuando encuentres algo escrito en katakana, es una palabra en inglés! (nota: se usa katakana para palabras extranjeras que no vengan del ingles. Y efectos de sonido, y palabras japonesas). Todos los caracteres katakana parecen iguales y es imposible, inclusive para los japoneses, notar la diferencia. No te preocupes porque no usaras katakana casi nunca en “la vida real”.
Los kanji son letras que fueron robadas a los chinos. Cada vez que los japoneses invadían China (que era bastante seguido) tomaban algunas letras, asi que ahora tienen como sofocientos millones. Cada kanji esta compueso por trazos, que deben ser escritos en un orden específico, y tienen un significado específico, como “caballo” o “niña”. No solo eso, sino que se pueden combinar para formar nuevas palabras. Por ejemplo, si combinas los kanji para “pequeño” y “mujer” obtienes la palabra “carburador“. Los kanji también tienen diferente pronunciación dependiendo de la posición en la palabra, su antigüedad y que día sea. Cuando los colonizadores europeos llegaron a Japón por primera vez, los intelectuales japoneses sugirieron que Europa adopte el japonés escrito como idioma “universal” para que se comuniquen los involucrados. Esta fue la causa de la Segunda Guerra Mundial años mas tarde. No te preocupes, porque no usaras kanji casi nunca en “la vida real”, ya que la mayoría de los japoneses no leen desde hace mucho tiempo y en la actualidad pasan la mayoría del tiempo jugando Pokemon.
Niveles de cortesía:
Los niveles de cortesía tienen su origen en la antigua tradicion japonesa de obediencia absoluta y conformidad, un sistema social de castas, y completo respeto por autoridad jerárquica arbitraria, que muchas empresas estadounidenses creen sera muy beneficioso cuando sea aplicado como técnica administrativa. Tienen razón, por supuesto, pero nadie esta feliz al respecto.
Dependiendo de a quien le hables tu nivel de cortesía sera muy diferente. La cortesía depende de muchas cosas, como la edad del interlocutor, edad de la persona a la que se habla, hora del día, signo del zodiaco, grupo sanguineo, sexo, si son Pokemon de tierra o de piedra, color de los pantalones, etc. para un ejemplo de niveles de cortesía en acción, ve el siguiente ejemplo.
Profesor de japonés: Buenos días, Juan.
Juan: Buen día.
Compañeros de clase: (expresiones de horror y sorpresa)
A fin de cuentas comprender los niveles de cortesía esta completamente fuera de tu alcance, asi que ni trates. Solo resignate a hablar como un niña por el resto de tu vida y reza a Dios que nadie te de una paliza.
Estructura gramatical:
El japonés tiene lo que se puede llamar un estructura gramatical “interesante”, pero tambien se podría llamar “confusa”, “aleatoria”, “falsa” o “maligna”. Para entender esto realmente examinemos las diferencias entre la gramatica española y la gramatica japonesa
Oracion en español:
Juana fue a la escuela
Oracion en japonés:
Escuela la Juana a fue Mono Manzana Carburador.
La gramática japonesa no es para gente de corazón débil o de mente lenta. Es mas, los japoneses no tienen palabras para “a mi”, “a ellos”, “a el”, “a ella” que cualquiera pueda usar sin ser terriblemente insultante (por ejemplo la palabra japonesa para “tu”, escrita en kanji, se puede traducir como “espero que un mono te arranque la cara” . Por esto la oración “El acaba de matarla!” y “Yo acabo de matarla!” suenan exactamente igual, o sea que la mayoría de la gente en Japón no tienen idea de lo que pasa a su alrededor en ningun momento. Se supone que debes deducir esto del “contexto”, que es una palabra alemana que significa “estas jodido”.
Razón dos: Los japoneses
Cuando la mayoría de los extranjeros piensa en los japoneses, piensan en una persona: petisa, respetuosa, complaciente. (seguramente tambien piense: Chino). De todos modos es importante aprender donde empieza la verdad y donde terminan nuestros esterotipos occidentales .
Seria irresponsable de mi parte hacer generalizaciones de un grupo tan grande de personas, pero TODOS los japonese tienen tres características: “hablan” inglés, se visten muy bonito y son bajitos.
El sistema escolar japonés esta controlado por el gobierno japonés que, por supuesto, es imparcial (titulo de un libro de historia japonés: “Demonios blancos intentan arrebatar nuestra tierra sagrada, pero el poderoso padre-emperador los rechaza con vientos de Dios: La historia de la Segunda Guerra Mundial). Por eso todo los japoneses han tenido el mismo curso de inglés, que consiste en leer “Los cuentos de Canterbury”, mirar algunos episodios de M*A*S*H, y leer el diccionario de inglés de principio a fin. Munidos de este extenso conocimiento del inglés, los niños japoneses emerjen de la escuela preparados para participar en negocios y asuntos internacionales, exclamando oraciones notables y memorables como “You have no chance to survive make your time” (lit. “no tienes chances de sobrevivir gana tu tiempo” , y agregando a sus propios productos eslogans en inglés como “Just give this a Paul. It may be the Paul of your life” (lit. “Solo dale a esto un Pablo, puede ser el Pablo de tu vida” , en el costado de una maquina de monedas.
En segundo lugar, todos los japoneses se visten extremadamente bien. Esto coincide con la idea general del orden y aseo japonés. Todo tiene que estar en el lugar correcto para los japoneses o una pequeña seccion del lobulo derecho de su cerebro empieza a tener ataques y empiezan a exhibir comportamiento violento y errático hasta que el desorden es erradicado. Inclusive DOBLAN SU ROPA SUCIA. Estar desaliñado no es tolerado en la sociedad japonesa, y alguien con una pequeña arruga en su camisa, que penso podia esconder usando un buzo con capucha encima (que posiblemente tiene escrita una frase pegadiza en inglés como “Spread Beaver, Violence Jack-Off” NdeT:”Concha abierta, paja violenta” , seran golpeados hasta morir con pequeños telefonos celulares,
Blitzkrieg. Por último, los japoneses son todos bajitos. Realmente bajitos. Es como gracioso. Como no van a dejar ser altos a los europeos o africanos, los japoneses sin ayuda de nadie han puesto de moda zapatos con suelas gigantes, asi pueden parecer de altura humana real, cuando en realidad su altura sugiere que estan relacionados con los enanos o hobbits.
La cultura japonesa también es muy “interesante”, lo cual significa “confusa” y en muchos casos “peligrosa”. Su cultura esta basada en el concepto de “dentro de grupo/fuera de grupo”, en el que todos los japoneses estan “dentro” de un gran grupo, y TU estas “fuera” de ese grupo. Ademas de este sentido de alienación, Japon produce caricaturas, y una amplia variedad de productos consumibles con los cuales te saturan 24 horas del dia, siete dias a la semana. A los japoneses tambien les gustan monstruos luchadores que viven en tus pantalones, bañarse con ancianos y suicidarse.
La comida japonesa es lo que alguna gente llama “exótica”, pero la mayoría de la gente la llama “repugnante” o quizas, en algunas areas, “basura”. La comida evolucionó en la antigüedad cuando el único ingrediente era el arroz. La gente se hartó tanto del arroz, que empezaron a comer cualquier cosa que encontraban desde algas marinas hasta otra gente. Esto derivó en la creación de maravillosas comidas como el “natto”, que es una clase de poroto pero tiene gusto a ácido de batería, y el “pocky”, que es un palito con diferentes tipos de cobertura, entre sus sabores están aserrín y fresa.
A pesar de la variedad de comidas, los japoneses han tenido éxito en hacer que cada cosa que comen, desde té hasta ciruelas, tenga gusto a carne ahumada.
Razón tres: Tus compañeros de clase
Como si aprender japonés no fuera poco, las clases de japonés en el extranjero tienden a atraer la clase de alumno que te hace desear que un cometa choque contra la tierra. Hay algunas tipos básicos de alumno que siempre te cruzaras en las clases. Entre estos estan el Loco Del Anime, el Sabelotodo y el Ciervo Somprendido En La Carretera.
El Loco Del Anime es el mas común, y uno de los mas molestos. Generalmente puedes notar un par de señales de alerta que te dejan identificarlo antes de que sea tarde: Usa la misma remera de Evangelion todos los días, tiene mas de un llavero con motivos de anime, usa anteojos, dice frases en japonés que obviamente no entiende (como “Si! Nunca te perdonaré!” , se refiere a ti como “-chan“, hace referencias a puntos oscuros de cultura japonesa en clase, y generalmente no aprueba. Debes ser extremadamente cuidadoso de no dejarlo oler tu miedo o lastima, porque si lo hace se te pegara y consumira tu tiempo y paciencia, dejando una cascara sin vida. Desesperado por compañía humana, te invitará a reuniones, exposiciones de anime, convenciones y un monton de otras cosas que no te interesan.
El Sabelotodo generalmente tiene una novia o novio japonés, y debido a esta “fuente interna” en la cultura japonesa, se ha convertido en una experto académico en todo lo que sea japonés, sin siquiera haber leido un solo libro en toda su vida. Usualmente puedes detectar buscando estas señales: tener una sonrisa arrogante, contestar mas de su cuota de preguntas, la mayoría de ellas mal, hacer preguntas al profesor sobre varios temas y luego discutir las respuestas (un intercambio tipico: Alumno: Que quiere decir “ohayoo”?, Profesor: Quiere decir “buenos dias”, Alumno: Mi novia dice que….), estar equivocado, hablar mucho de comida japonesa y estar equivocado, dar respuestas largas e innecesariamente detalladas que estan mal y no aprobar.
El Ciervo Somprendido En La Carretera es un alumno que tomo la clase porque: a.) penso que sería divertido b.) penso que sería facil c.) necesitaba un par de créditos para recibirse. Estos alumnos tiene una máscara de terror y pánico desde el momento que entran en clase hasta que se van, porque todo lo pueden oir en su cabeza es el agudo grito de su futuro yendose al caño. Generalmente no aprueban.
Aunque la mayoría de los estudiantes de japonés son inteligentes, divertidos y trabajadores, ninguno estará en tu clase.
Conclusión
martes, 25 de octubre de 2011
THE PATIENT - TOOL
Groan of tedium escapes me,
startling the fearful.
Is this a test?
It has to be.
Otherwise I can’t go on.
Draining patience, drain vitality.
This paranoid, paralyzed vampire acts a little old.
Un gemido de tedio se escapa de mí
alarmante, terrible.
¿Es esto una prueba?
Tiene que serlo.
De lo contrario, no podría continuar.
Drenando la paciencia, la vitalidad.
Esta paranoia, parálisis, vampiro actúa de manera impredecible.
But I’m still right here,
giving blood and keeping faith.
And I’m still right here.
Pero aún sigo aquí.
Entregando mi sangre y guardando la esperanza.
Aún sigo aquí.
But I’m still right here,
giving blood and keeping faith.
And I’m still right here.
Pero aún sigo aquí.
Entregando mi sangre y guardando la esperanza.
Aún sigo aquí.
Wait it out...
I’m gonna wait it out.
Wait it out.
Esperaré hasta que pase...
Voy a esperar a que pase.
Esperaré hasta que pase.
If there were no rewards to reap,
no embrace to see me through,
this tedious path I’ve chosen here,
I certainly would’ve walked away, by now.
Si no hubiera recopensas por obtener
Ningún abrazo para envolverme,
Fuera de este sendero que yo misma he escogido
caminaría ahora mismo.
Gonna wait it out.
Voy a esperar hasta que pase.
If there were no desire to heal,
The damaged and broken met along
this tedious path I’ve chosen here,
I certainly would’ve walked away, by now.
Si no hubiera deseo alguno que sanar,
Si no se hubieran encontrado el daño y la destrucción
fuera de este tedioso sendero que he escogido
ciertamente huiría ahora mismo.
And I still may...
And I still may...
Y lo haría...
Y lo haría...
Be patient. [x3]
Sé paciente.
I must keep reminding myself of this... [x4]
Debo recordar esto...
If there were no rewards to reap,
No embrace to see me through,
this tedious path I’ve chosen here,
I certainly would’ve walked away by now.
And I still may, and I still may, and I still may, and I may...
Si no hubiera recopensas por obtener
Ningún abrazo para envolverme,
Fuera de este sendero que he escogido
ciertamente huiría ahora mismo.
Y lo haría... lo haría... lo haría... lo...
Gonna wait it out.
Gonna wait it out.
Wait it out.
Gonna wait it out.
Voy a esperar hasta que pase.
Voy a esperar hasta que pase.
Esperaré hasta que pase...
Voy a esperar a que pase.
lunes, 24 de octubre de 2011
Acto octavo:
Corliss estaba muerta, así como el hijo de ambos que había portado en su vientre. Lord Godwin no volvió a dirigirme la palabra, pese a que su hermana había muerto de causas naturales que ni las mejores parteras de la corte pudieron evitar, su hermano pensaba que nada de eso hubiera ocurrido si yo no hubiera intervenido antes para complicar las cosas dejándola embarazada. Claro que el pobre no se daba cuenta de que con ese silencio me estaba haciendo favor: jamás consideré su conversación digna de interés.
Pero sí es cierto que esos últimos acontecimientos, incluyendo mi encuentro con aquel redcap, contribuyeron a crearme una reputación más oscura aún si cabe. Abel Coriander Seavers, vástago de una de las familias más controvertidas del Reino Unido, nacido fuera del matrimonio y de padre desconocido, expulsado de la escuela a los once años, casado con una de las ladys más ricas de toda Londres a los dieciocho años y después de dejarla encita, viudo apenas unos meses después además de haber perdido a un hijo nonato… Por no hablar de las manos, que a partir de entonces, aunque he de decir que sanaron y pude volver a utilizarlas, siempre hube de llevar cubiertas por guantes para ahorrar a los demás el macabro espectáculo que las cicatrices de mi encuentro con la redcap me habían dejado.
Semejante fama me cerró todas las puertas a las salas de visita de las familias sidhe que se consideraban respetables en Londres, y, por supuesto, todas las madres escondieron de mí a sus hijas, con lo que eso quería decir que casarme otra vez iba a ser poco menos que imposible. Perfecto. Pero no todo fueron negativas o susurros tras mi espalda; las mujeres, en especial las jovencitas impresionables que apenas rozaban la veintena, e incluso algún que otro adolescente despistado (y otros que hacía tiempo habían dejado atrás esa época) empezaron a admirarme y a idolatrarme en secreto, con una pasión enfermiza. Allá donde iba despertaba tanto miradas de odio como de pasión: nunca me fue tan fácil conseguir amantes, amantes deseosos de gemir bajo mi cuerpo, besar los párpados que ocultaban mis ojos de bosque en brumas, acariciar esas manos incompletas cubiertas de guantes aún en el mismo acto amoroso o acariciar mi piel que jamás había sido tan pálida. La sociedad podía odiarme todo lo que quisiera: pronto me convertí en invitado indispensable en todas las fiestas de moda, a las que acudía siempre vestido de negro; levita larga, lazo, camisa, sombrero de copa, bastón… y la más loca de mis sonrisas. Ya no necesitaba fingir que me comportaba correctamente sino que podía sentarme tranquilamente a observarlos mientras bebía de mi copa o charlaba con mi hermana Love, hasta esperar a que uno conversador espontáneo se me acercara, entre balbuceos, y si lo que tenía que decirme era lo suficientemente interesante puede que me lo llevara a algún lugar más oscuro… Beber de su admiración nunca fue tan delicioso, y saber que yo para ellos era símbolo de locura y libertinaje me parecía tan divertido…
Mamá no estaba contenta con aquella reputación:
-¡Estás destrozando el buen nombre de los Seavers…! –se lamentaba, como si alguna vez hubiéramos sido considerados una familia de bien. Pero a mí no me importaba. Últimamente, de hecho, todo lo que mi madre tenía que opinar sobre mí me era directamente irrelevante. Desde la muerte de Corliss, y sin que considere que el hecho en cuestión tenga una relación directa con la consecuencia, nos habíamos alejado definitivamente, y ella pasó definitivamente a un segundo plano. De repente yo había aprendido lo que era divertirse de verdad, fundirse con la propia esencia y hacerla estallar como el perfume de una flor se abre en primavera. Bailar con Love en alguna sórdida fiesta mientras ambos buscábamos presas, correr por el bosque para cazar animales con mis propias manos (pues ya no había vuelto a intentar atrapar redcaps desde mi encuentro con esa mujer, no sabía exactamente por qué pero sentía que jamás volvería a ser capaz de hacerlo) leer los libros prohibidos que encontraba en las librerías antiguas de Withechapel… todo ocupaba por aquel entonces mi vida. Veinte años cumplidos y nunca había disfrutado tanto. Incluso Everly Utteridge, inventora real, escuchó mi historia y quiso conocerme. Después de nuestra particular entrevista, en la que ambos conectamos (que bocanada de aire fresco fue tratar con alguien ajeno a la corte sidhe y que, para variar, tenía algo más en mente que el qué ponerse en la fiesta de esa noche) ella me mostró lo que había diseñado para mí: un par de dedos mecánicos labrados en plata, que no solo se iban a adaptar perfectamente a mi mano izquierda, sino que además se iban a unir con mis tendones para que así pudiera moverlos con tanta agilidad como si fueran reales. Después de esa maravillosa sorpresa, pude retomar mis estudios con el piano, y aunque he de reconocer que no volví a alcanzar la maestría y el dominio que tenía antes del instrumento, si que pude volver a hacerme un hueco como concertista y alcanzar resultados que, sin la desinteresada ayuda de Miss Utteridge, me habrían sido completamente imposibles.
Sin embargo, había aún algo que hacía más largas mis noches, que me obligaba a levantarme en la madrugada, algún cuerpo a mi lado, temblando, quien sabe si de miedo o excitación. Ese par de ojos azules que prometían la muerte y aún así me dejaron vivir, la sangre fluyendo y la certeza de saber que éramos idénticos… Tenía que encontrar a esa mujer, no importaba el precio. Pues aquella tarde las preguntas habían sido formuladas, pero su luz no era suficiente: yo demandaba ahora las respuestas.
Así pues, una mañana que más bien fue atardecer en la que me levanté con una resaca especialmente molesta, decidí que ya me había divertido suficiente. Completamente desnudo sobre mi escritorio, rebusqué un trozo de papel limpio y, con una pluma que no estaba quebrada, empecé a escribir los sitios donde, se me ocurría, una mujer como esa podría haberse escondido. Pues si de algo estaba seguro es de que se hallaba en Londres (la urbe es el único sitio en el que los redcaps pueden considerarse a salvo, los sidhes aún no han sido lo suficientemente honestos como para darles caza también ahí). Había oído que comunidades redcaps se escondían en los sitoos más insalubres de la ciudad, especialmente en las callejuelas de Withechapel, aquellas donde nadie con un poco de sentido común se atrevía a adentrarse.
No esperé más. A la mañana siguiente me vestí como acostumbraba, pues no me interesaba pasar desapercibido, y cogí aquel bastón cuya funda podía sacarse y convertirlo en una larga y afilada espada. Pues no estaba demás salir prevenido ante los posibles reveses: ahora más que nunca respetaba a los redcaps.
Mi búsqueda, en los dos primeros meses, no tuvo mucho éxito. Mi presencia en aquellos lugares era siempre sentida con suspicacia: aunque alguna vez estuve a punto de sufrir ataques, en el último momento siempre parecían pensárselo mejor y preferían desaparecer. No sé si era porque sabían, por mis ropas, que era un sidhe y si sufría algún accidente los míos tendrían la excusa perfecta para limpiar las calles acompañados con todo el ejército real detrás o quizá era simplemente el brillo en mi mirada que les avisaba de que yo era un oponente nada despreciable. Pero por otro lado eso también significaba que no me hablaban, ni siquiera cuando les ofrecía dinero a cambio, así que no podía sonsacarles nada sobre aquella mujer.
No me rendí, si bien estuve a punto de desfallecer de hastío e impotencia muchas veces. Hasta que una noche, mi esfuerzo se vio recompensado. Me hallaba yo cerca de la estación de Liverpool Street cuando comenzó a llover con rabia; me apresuré a refugiarme dentro, y ahí, caminando entre los transeúntes mundanos, descubrí una presencia semioculta tras un revuelto de mantas sucias y cartones.
Tenía más mal aspecto que nunca: el cabello revuelto y lleno de porquería, el rostro ennegrecido por la mugre, las ropas echas girones y unas encima de otras para resguardarse del frío inclemente… Pero esos ojos azules seguían siendo los mismos, con esa violencia salvaje que había estado a punto de costarme la vida. La observé, sabedor de que ella ni siquiera había notado mi presencia, deleitándome en mi triunfo. Solo la tenía delante y los colores volvían a refulgir de una manera deliciosa, los sonidos se mezclaban creando armonía y me entraban ganas de abrazar a todo el que se cruzaba conmigo. A pasos lentos me acerqué, y, tras rebuscar en la cartera de cuero que llevaba en el bolsillo interior de mi chaqueta, dejé caer un billete de cincuenta libras en el cubilete que ella había colocado delante y donde apenas había unos peniques. Como era de esperar, sus ojos se quedaron unos instantes mirando el papel descender, y antes de que hubiera rozado el suelo una mano había surgido de entre los cartones y lo había atrapado. Los mismos ojos incrédulos treparon ahora por mis piernas, mi pecho, hasta llegar a mi rostro, el rostro de su inesperado benefactor. Y cuando nuestras miradas se encontraron me reconoció. Explicar el deleite que esto me produjo es imposible.
Estaba enferma, algo entre neumonía y tuberculosis, afección que arrastraba ya desde que se perdiera en los bosques. Intentó resistirse cuando yo quise sacarla de allí y llevarla a un lugar al menos más cálido, pero entre empujones y protestas ahogadas, cayó desmayada entre mis brazos.
Su cuerpo menudo ardía, su piel, cetrina y violácea en los párpados, sudaba copiosamente tratando de depurar la enfermedad. Tenía que llevarla a algún sitio, pero por supuesto no podía ser a mi casa: si algún sidhe me descubría estábamos perdidos. No se me ocurrió otra cosa mejor que coger un taxi y pedirle que nos llevara a un hotel del centro. Una vez allí pagué por una suite, en la que al fin pude ocultarla. No sabía muy bien qué hacer, ella había caído en una especie de letargo febril, y aunque sabía que era grave, mis conocimientos médicos eran escasos. La metí bajos las mantas antes de correr en busca de algún médico bogan; y tras asegurarme de que no trabaja en la corte y así el rumor de lo que allí iba a ocurrir no me alcanzaría demasiado pronto (y cuando lo hiciera al fin estaría tan transformado que ya nadie se lo creería realmente) lo llevé a donde ella luchaba ya con una enemiga nada desdeñable: la propia muerte.
Pero sobrevivió. Miss Almer, la mujer que la cuidaba y a la que yo daba una más que generosa paga para asegurarme de que día y noche vigilaba la salud de mi invitada, hizo verdaderos milagros, y en menos de dos semanas la redcap había recuperado la consciencia y podía dar pequeños paseos por la habitación. Aunque la idea de escaparse se le había quitado un poco de la cabeza (al menos hasta que tuviera fuerzas reales para ello) seguía sin hablarnos, como si negarnos la comunicación fuera la única manera que tenía de demostrarnos que, aunque su cuerpo, débil y enfermo, dependiera de nosotros, no ocurría lo mismo con su alma. En caso de que los redcaps tengan una, claro está.
Una tarde, no obstante, conseguí conquistar también esa fortaleza. Había cogido la costumbre de ir a verla a esas horas, para permitir así que Miss Almer tuviera un poco de tiempo para descansar y asearse. Para no aburrirme en exceso (aunque contemplar a la enferma y esquivar sus miradas envenenadas era ya de por sí bastante entretenido) solía llevarme libros, que leía cómodamente sentado en un sillón junto al lecho. Un día cualquiera en el que la lectura me había robado momentáneamente la realidad, su voz interrumpió el hechizo.
-¿Por qué coño lo has hecho?
Tardé en darme cuenta de que era su voz. Grave, profunda y llena de matices, como un riachuelo que discurre bajo la tierra: no era para nada como la había imaginado. Pero era ella, sentada en la cama, quien me miraba, y sus labios, delgados y pálidos, los que formaban las palabras.
-Porque tal ha sido mi deseo –respondí, tras haber comprendido sus palabras.
Ella, confusa, apretó los puños.
-¡Pero…! ¡Demonios, eres un sidhe! –dijo, más alto de lo que pretendía.
-Y tú una redcap –dije, mientras depositaba suavemente el libro en la mesilla- eso ya ha quedado claro.
Permaneció unos instantes observando mis manos enguantadas.
-Te jodí pero bien –comentó, con una sonrisa que no tenía nada de alegre. De repente se le iluminaron los ojos- ¿O sea, que esto es una especie de venganza retorcida? ¿Estás curándome para luego dejarme suelta por ahí y cazarme como si fuera un perro? –preguntó.
Esta vez fue yo quien se permitió sonreír.
-Otros quizá lo habrían hecho, pero no yo. No tengo ningún interés en hacerte daño, es más, he perdido el interés en la caza desde nuestro último encuentro. Si te he traído aquí es tan simple de explicar cómo que ni yo mismo conozco la razón. No obstante…
-Deja de hablar raro –me interrumpió ella, mientras apartaba las sábanas y se levantaba de la cama. Iba vestida solo con un camisón blanco, largo hasta los pies y lleno de encajes y bordadillos: muy propio de una sidhe, yo no había podido conseguir otra cosa. Su cabello negro y ahora lustroso, caía por su espalda como una cascada de lava solidificada. Había algunos mechones plateados brillando aquí y allá. Sus ojos eran dos interrogaciones como aquel día habían sido los míos, y el brillo en ellos me resultaba cegador. Era hermosa de una manera tan natural e intensa en la que ninguna sidhe podría jamás serlo. Se acercó a mí, como movida por algún deseo oculto, el mismo que me había traído a mí hacia su presencia.
-¿Quién diablos eres? –Preguntó, con voz ronca- ¿el hijo de la Reina o algo así…?
-No –respondí.- Soy Abel Coriander Seavers –y alcé la mano para, de manera casi involuntaria, acariciarle aquel rostro de rasgos demasiado toscos, como los de una muñeca de madera.
Instantáneamente se apartó, y creo que me habría mordido de haber estado más recuperada. Como un animal salvaje quiso huir, pero a la vez sentía la misma atracción que yo, podía sentir su energía envolviendo a la mía, reconociéndola. Sus manos, pequeñas y perfectamente formadas, buscaron las mías, y las alzaron, sujetándolas con una firmeza que me sorprendió. Con una curiosidad que tenía mucho de femenino, agarró los guantes por la punta de los dedos, y tiró de ellos con decisión: primero la mano izquierda, luego la derecha. Le dejé hacer algo que jamás antes ningún otro ser había podido. No era por vergüenza sino una especie de intimidad por lo que yo había impedido a mis amantes ese gesto: no obstante, ella era la autora de aquella obra, ¿y no merecía pues contemplar el resultado?
Los guantes cayeron, como pájaros muertos. Mis manos, el doble de grandes que las suyas, reposaron en sus palmas. Agachó la cabeza para observarlas con detalle, y entonces todo su cabello oscuro cubrió su rostro, como una cortina, y algunos mechones rozaron mi piel…
Acaricio suavemente los dedos de plata bruñida, en los que podía verse reflejado su rostro. La carne por siempre enrojecida, las marcas de los puntos, allí y allá, como caminos, rutas que subían y bajaban. El tacto rugoso de la piel, abultada en algunas partes; los agujeros, pequeños cráteres surgidos donde la carne había sido mordida hasta dejar al descubierto el hueso, ahora simplemente cubierto por una capa de piel grisácea y seca. Las uñas que brillaban en aquella carnicería, las formas irregulares de los dedos donde aún podían distinguirse las marcas de sus dientes. Asco, horror, harían sido las reacciones más normales ante semejante visión. Sin embargo, ella, aun con el ceño fruncido, no apartó la mirada un instante. Y cuando la alzó, fue para encontrar la mía. Y yo lo supe. Supe que me había visto.
Con una delicadeza inesperada se agachó, dobló su cuerpo menudo como el de una niña sobre sí mismo, y sus labios rozaron mis manos, acariciaron aquellas heridas con mimo, como el agua lame las brasas de un bosque quemado, y su lengua humedeció la carne seca, y sus besos fueron no solo un bálsamo sino una promesa.
El deseo por aquella mujer de mirada violenta como un mar traicionero, que siempre había estado en mí aunque prisionero, estalló ahora en mil sensaciones que se abrieron paso por mi sangre hasta dirigir mis movimientos. Apreté sus manos entre las mías, con tanta fuerza que el dolor me estremeció, pero nunca había sido tan delicioso. Ahora yo me agachaba para buscar sus labios, aquellos que habían bendecido mis imperfecciones, que no habían dudado en hacer suyas las heridas y la repugnancia. Cuando la besé sentí una descarga de energía tan violenta que estuve a punto de caer: primero en mi corazón y mi cabeza, de forma que ni un solo pensamiento racional pudo formarse ya en ella, y después en mis caderas, que gimieron movidas por un deseo tan profundo como desconocido.
Hechizados, conmovidos, puede que prisioneros de un designio superior a nuestras fuerzas, caímos sobre el lecho. Yo buscando sus caderas, rasgando el camisón, atrapando entre mis dedos las tiras de su ropa interior para sacarla fuera, y ella removiéndose bajo mi abrazo, arrancando los botones de mi chaleco, mi camisa, los pantalones. La ropa nunca había sido una envoltura tan incómoda, y ambos habríamos devorado la del otro si hubiéramos podido. Cuando al fin pudimos sentir el contacto de la piel contra la piel, la descarga fue tal que un gemido escapó delator entre mis labios, yo, que siempre había preferido hacer el amor en un estricto silencio y había odiado la amalgama de gritos de mis amantes. A ciegas intenté que se abriera de piernas, buscando la humedad de su sexo para poder al fin liberar toda aquella presión, como una losa de metal ardiente sobre mi cuerpo, cuando ella, al ver lo que me proponía, intentó erguirse repetidas veces, demostrándome sin ningún pudor que mi estrecho abrazo le molestaba. Arañó mi rostro hasta hacerme sangrar, y, aprovechándose del desconcierto que trajo consigo el dolor, se escurrió bajo mi cuerpo y, hábilmente, se colocó encima. Aliviado al ver que no se iba muy lejos, agarré su cintura intentando atraerla de nuevo allá donde más la necesitaba, pero tampoco parecía dispuesta. Golpeó mi pecho, mis manos, tratando de deshacerse de sus exigencias, pero yo todo lo ignoraba, solo me interesaba la recompensa. Finalmente, como viera que sus tácticas no servían de nada, agarró mi sexo con más fuerza de lo que es deseable. Me estremecí, el dolor era como sentir una agradable tromba de agua fresca sobre mi piel ardiente. Y entre sus manos hábiles me retorcí, tratando de contener mis ganas, mordiéndome la lengua con fuerza para no gritar de placer, hasta sentir el sabor a óxido de la sangre, pero ni entonces se detuvieron sus salvajes caricias. Era la primera vez en toda mi vida que yo no tenía el control de la situación. Hasta entonces los encuentros amorosos habían sido simples: algunas personas despertaban en mí una suerte de necesidad que yo pronto me encargaba de aliviar entre la fricción de la carne. Que ese placer fuera instantáneo o se retardara un poco dependía de mi nivel de atracción hacia esos sujetos, pero en todo momento yo había sido dueño de mi persona. Ahora, no obstante, mi cabeza estaba embotada de placer y mis sentidos se hallaban muy lejos de mi cuerpo, perdidos en un mundo donde todos los colores son posibles. Me escuché gritar, sentí clavar mis uñas en las palmas de las manos en una agonía embriagadora, mi cuerpo vibrando entre sus manos. Y entonces, cuando pensé que sería incapaz de contener más deseo y que este se desbordaría como el agua de un recipiente demasiado pequeño, ella levantó las caderas y, apoyándose en mi pecho, me introdujo en sus entrañas, húmedas y tan ardientes como mi propia piel. El placer rozó ahora la locura, su olor era un almizcle envolvente. Las embestidas, profundas e intensas, como una muerte y un renacer constante, las marcaban el ritmo de sus caderas. Todo yo reducido a su propio placer, por una vez era otra la que se saciaba y no yo mismo, pero era tan delicioso que me entregaba por completo a su sentimiento que era también el mío. Me tomó de una manera salvaje que nada tenía que ver con el amor y esos sentimientos que cantan los bardos, pero que aún así era tan limpio e intenso como para conmover todas las células de mi cuerpo. Me fundí con su carne, con la suavidad y redondez de su cuerpo hasta que no fui más consciente de mí mismo. Nadé en el mar embravecido de sus ojos hasta que me di cuenta de que me estaba hundiendo, pues las olas eran tan altas como montañas y rompían con la fuerza de estas, para descubrir que ni siquiera me importaba. Cuando al fin me deshice, como la cera se funde en el calor, me sentí morir.
Y durante unos segundos fue como estar en ninguna parte, sentir el cuerpo tan liviano como una pluma y la mente tan clara como el mismo cielo. Cuando, ya varios minutos después, pude volver a pensar, me di cuenta de que ya no había otro lugar en el mundo en el que quisiera estar que no fuera ella, su cuerpo, sus ojos. Nunca más.
sábado, 22 de octubre de 2011
Últimamente, cuando vuelvo a casa en tren, el tópico de las conversaciones que flotan en el melancólico ambiente mezclado con la decadencia del crespúsculo: crisis. Y a esto se suman las deudas, hipotecas, horarios imposibles, compañeros de trabajo desagradables, jefes inhumanos...
Sin embargo las personas que hablan de esto nunca me parecen pobres. Todas tienen móviles por lo general más modernos que el mío, visten ropa a la moda, tienen la cara limpia, y creo que puedo escuchar el latido de sus tarjetas de crédito dentro de la cartera de piel. Ni siquiera dudo que al llegar a casa les esté esperando un plato de comida caliente y una televisión en la que perderse.
¿Son pobres, pues?
Sí. Naturalemente yo pienso que lo son. Ya que, de acabar como ellos algún día, creo que me retiraría de la función.
Pues no hay dinero en el mundo suficiente como para pagar la infelicidad que acarrean.
jueves, 20 de octubre de 2011
O Wedding-Guest! this soul hath been
Alone on a wide wide sea:
So lonely 'twas, that God himself
Scarce seemed there to be.
I'd been there too.
martes, 18 de octubre de 2011
Acto Séptimo:
Cuando el embarazo de Carliss estaba por llegar a su término, mamá se empeñó en que nos trasladáramos a vivir a la calle St. James, con ellos.
-No hay ninguna mujer en casa de los Godwin que pueda atenderte, querida, tu madre, los dioses la guarden, habría querido estar a tu lado en un momento tan importante… y yo no puedo dejarte sola, ahora eres como una hija para mí –había dicho, acariciando con ternura su mejilla, como hacía conmigo cuando yo era pequeño y debía guardar cama-. Sé que debes de estar asustada, es tu primera hija, pero no te preocupes, yo estaré a tu lado y, como he pasado ya dos veces por ese trance, sabré ayudarte, mi niña, así que no temas.
Y, ¿quién podía negarse a semejante muestra de amabilidad? Yo también acepté de buen agrado, la mansión de los Godwin nunca había sido un hogar para mí, y ahora, en la casa en la que había nacido, volvía a encontrarme a gusto y de un humor inmejorable. Hasta tenía a mi hermana cerca, al fin, y parecía haberme disculpado, al menos temporalmente. También Carliss estaba contenta, y ella y mamá pasaban cada vez más tiempo juntas, sentadas en el jardín y haciendo planes para el bebé. Viéndolas así, tan felices y plenas, la una acariciándose el abultadísimo vientre y la otra vigilando la escena con avidez, podría haberse imaginado que mamá era quien había plantado esa semilla y no yo, pues desde luego era ella quien había tomado las riendas de manera definitiva y parecía tan contenta como Corliss sobre la inminente llegada de la criatura.
Barnett, hastiado de esa extraña complicidad que había crecido entre las dos mujeres y que había levantado un muro entre estas y los demás habitantes de la casa (nosotros) me ofreció irme de caza con él un fin de semana, y eso que había jurado una y mil veces que no volvería hacerlo desde que yo trajera la vergüenza a su casa, como solía decir.
Acepté y nos preparamos para ello.
-Ten cuidado –me dijo Carliss antes de verme partir. Se había empeñado en bajar a despedirme, pese a que ya apenas podía moverse. Yo ni le respondí, ofendido como estaba. ¿Estaba insinuando que algo podía ocurrirme en el bosque, a mí, que había pasado ya media vida rastreando y asesinando presas con una maestría que hasta los sidhes más veteranos envidiaban? Bah, qué iba a saber ella, de todas maneras, más allá de sus novelas de folletín y sus insulsas charlas con sus amigas a la hora del té… Sin embargo, al final, tuve que despedirla con un murmullo, porque mamá no dejaba de mirarme. No aprobaba que me marchara de esa manera, cuando el bebé podía llegar en cualquier momento.
-Debes estar a su lado –me había exigido el día de antes.
-¿Para qué? ¿A caso soy yo el que va a parir esa niña? –respondí, ufano.
-Déjate de estupideces –respondió ella, lanzando chispas por los ojos-. Para una mujer, es importante…
-Ah, pero mamá, tú te quedas con ella, lo harás mil veces mejor que yo… -le dije, no sin cierto resentimiento. No en vano, había sido bajo sus órdenes por lo que yo había acabado en ese lío… pues que lidiara ella con sus consecuencias también.
Y así fue como, sin remordimientos ni culpas, me monté en el todoterreno de Barnett y partimos hacia los bosques.
Esta vez la cacería sería solitaria, puesto que habíamos decidido organizarla por nuestra cuenta y casi en situación de emergencia. Ni siquiera era la temporada, pero el marido de mi madre había oído de unos asentamientos de redcaps nómadas cerca de la zona de Bath.
-Será divertido –había murmurado, entre dientes- habrá hembras y cachorros. Suficiente para un par de días.
Ni siquiera había querido que nos llevara nuestro cochero, sino que conducía él mismo. Como si fuera algo que tuviéramos que hacer solos desde el principio hasta el final.
Llegamos antes del anochecer, pero a esas horas no había mucho por hacer. Simplemente asentarnos en el refugio y poner a punto nuestras armas, cruzando los dedos para que al día siguiente tuviéramos suerte. Barnett se había llevado cuatro perros, los mejores que tenía, unas criaturas todo músculo y dientes, que respondían a nombres tan estúpidos como Squash o Flea (no recuerdo ya el nombre de los otros dos). Esa noche no los alimentó, para asegurarse de que serían unos rastreadores eficientes.
Al amanecer nos levantamos. Hacía un frío de mil demonios a esa hora en la que el sol aún no había calentado las piedras y me descubrí a mí mismo tiritando y restregando los dedos sobre una nariz que ni siquiera sentía. A pie, pues no teníamos caballos, empezamos a andar y a internarnos en el bosque. La mañana fue dura: el terreno era empinado y muchas veces difícil, sobre todo porque, aparte del esfuerzo de atravesarlo, teníamos que asegurarnos de hacer el menor ruido posible. Por si fuera poco, los perros no olían nada, ni nosotros notamos movimientos interesantes. Cuando llegó el medio día, y ya nada escapaba a nuestra vista, aún no habíamos encontrado el más mínimo rastro. Era descorazonador. No obstante, Barnett seguía caminando delante de mí, la mirada fija en la hojarasca, intentado descubrir una huella, una ramita quebrada, un cabello… cualquier cosa. Pero era inútil. El sol empezó a caer, y aún no nos habíamos detenido. Había sido un día con la longitud de un siglo y no nos íbamos a llevar ninguna recompensa. Empecé a pensar que los contactos de Barnett le habían engañado y nosotros éramos los únicos que deambulaban por ese bosque, cuando, ya en el crepúsculo, los perros se pusieron alerta.
Mi corazón dio un vuelco al ver como sus orejas subían y sus colas se tensaban, al tiempo que las mandíbulas crujían en un estruendoso ladrido. Echamos a correr tras ellos, la excitación fundiéndose con nuestras arterias, cuando vislumbramos, bajo una enorme cuesta que hubiéramos de bajar, un grupo de redcaps, al menos seis, que corrían entre los árboles. Lancé un chillido de alegría sin poder contenerme. ¡Los habíamos encontrado, al fin, Barnett tenía razón! Y eran seis, seis desafíos, seis incentivos para seguir caminando, en silencio, con el mayor de los estruendos, no importaba ya, ellos eran las presas y nosotros los depredadores, mi juego favorito había comenzado.
La caza fue terriblemente fatigosa pero a la vez inmejorable. Durante dos días enteros, incluidas las noches, nosotros y los cuatro perros no les dimos un respiro. El primero en caer fue un hombre de mediana edad pero que tenía un problema en la respiración, y fue incapaz de seguir el ritmo. Uno más viejo intentó ayudarle cuanto pudo, pero en el último momento se vio forzado a abandonarlo. Después de este cayó un adolescente que, al verse atrapado, dio bastante guerra y buen mordisco a Barnett en toda la cara, quien cometió el error de subestimarlo. Pero terminó cayendo, y el marido de mi madre se ensañó especialmente con él en venganza. Los dos siguientes fueron, por este orden, el hombre viejo y una mujer joven. Solo quedaban dos redcaps. A estos tuvimos que seguirlos durante el segundo día. Eran los más fuertes y habían visto morir a sus compañeros: sabían lo que les esperaba, y el instinto de supervivencia obrara milagros en sus cuerpos, mucho más cansados que los nuestros si cabe, ya que ni siquiera tenían con qué alimentarse. El hombre cayó al medio día, los perros lo atraparon y lo entretuvieron el tiempo suficiente para que yo y Barnett pudiéramos ensañarnos a gusto con él. Fue una presa bastante interesante, de una resistencia increíble. Incluso con la nariz amputada y media cara desangrándose, yaciendo mutilado en el suelo con la mano amputada a la altura del codo seguía gruñendo y retorciéndose. Yo mismo tuve que rematarlo para asegurarme de que todo había terminado.
La mujer, sin embargo, no dejaba de sorprendernos. Eran ya casi tres días los que llevábamos persiguiéndola La comida y nuestras propias fuerzas empezaban a menguar, pero no habíamos conseguido alcanzarla. Alguna que otra vez los lograron ponerse a su paso e incluso causarle heridas significativas, pero de alguna manera la mujer siempre conseguía librarse de ellos y seguir corriendo, siempre corriendo, sin detenerse si quiera a mirar atrás. Yo todo esto lo observaba fascinado. Iba a morir, su destino estaba escrito desde el instante mismo en que nosotros pusimos los pies en ese bosque. Todos sus compañeros habían perecido, entonces, ¿por qué no enfrentarse a su destino de una manera noble? En esa huída desesperada había mucho de sucia cobardía. O quizá es que era una optimista sin remedio, y de verdad creía que la íbamos a dejar marchar. Ja. No entendía que, cuanto más difícil nos lo ponía, más codiciábamos su trofeo.
Al tercer día al amanecer, nuestras provisiones eran tan escasas que tuvimos que dividirlas. Barnett estaba de un humor de perros, el mordisco de uno de los redcaps se le había infectado y por lo visto le daba un dolor de mil demonios. Mientras seguíamos rastreando a la chica tuvimos una discusión, pues cada uno apuntaba en una dirección. Finalmente decidimos dividirnos y que el otro avisara con las bengalas cuando la hubiera encontrado.
Así fue como me encontré solo, cansado, hambriento y dolorido (pero terriblemente excitado) en medio del bosque, siguiendo un rastro que ni yo estaba muy seguro de que fuera el correcto.
Un claro del bosque. Ni siquiera los perros estaban conmigo, habían seguido a Barnett. Mis piernas apenas podían sostenerme, y tuve que darme un respiro. Sentía frío en el rostro pero a la vez un ardor excesivo en mi interior, producto del esfuerzo. El sol brillaba en lo alto del cielo, pronto caería de nuevo y aún no habríamos encontrado la mujer. ¿Qué ocurría si conseguía escapar? Hasta entonces no había valorado esa posibilidad y descubrí que ni siquiera quería hacerlo. En esas divagaciones estaba cuando me sentí observado.
Era una sensación amarga y desagradable, como saborear un ingrediente venenoso en la comida de todos los días. No estaba acostumbrado a ello: yo era el depredador, el que, agazapado, esperaba el momento propicio para saltar a la yugular de la víctima. Pero entonces… ¿por qué no podía descubrir su presencia aunque sí sentirla…? ¿Dónde demonios podía…?
No me dio tiempo a pensar mucho más; un cuerpo cayó desde una rama cercana sobre mí y me hizo saborear el musgo. A penas me dio tiempo a revolverme e intentar quitármela de encima como pude. Cuando al fin logré erguirme de nuevo mi corazón latía a una velocidad increíble. Era mucho más fuerte de lo que parecía.
Y allí estaba ella. Era la primera vez que veía a la mujer redcap, y me di cuenta de que no se trataba de una chica joven como yo había pensado, sino que ya habría rebasado la treintena. No era muy alta, pero sí de constitución fornida y fibrosa. Entre la ropa hecha girones, sucia de barro y sangre, sobresalían sus miembros morenos por el sol. En su rostro, con los rasgos quizá demasiado mezclados para ser atractivo, destacaban un par de ojos de un color azul tan claro como puede ser un pedazo de cielo reflejado en las aguas cristalinas de un lago. Su nariz era pequeña y corta, tenía marcas de haber estado rota. Su mandíbula, grande y marcada, tenía un aspecto ciertamente masculino. La cabellera de un negro azabache le caía ambos lados de la cara, llena de mugre y sangre seca. Ofrecía un aspecto lamentable y olía peor, pero lo cierto es que yo no estaba mucho mejor. Su mirada parecía devorarme entero, y su cuerpo, aunque debilitado por el terrible esfuerzo que ya había realizado, me desafiaba.
Sonriendo, me lancé con ella, espada en mano, pero cuál sería mi sorpresa cuando, antes de poder golpearla con todo el efecto que deseaba, echa agarró mi muñeca, y la torció de una manera tan dolorosa que mis dedos se abrieron en un espasmo involuntario, soltando así el arma. Tenía un puñal guardado en la cintura, por dentro de la ropa, pero en ese momento no podía acceder a él con lo que estaba, a efectos prácticos, completamente desarmado. Ella no perdió ni un segundo, y siguió atacando, ahora un derechazo dirigido a mi mandíbula, que no solo me trajo unos pinchazos terribles si no que me desestabilizó, haciendo que una sensación de mareo se instalara en mi cabeza y durante unos segundos no pudiera coordinar bien. Aprovechó esta oportunidad para embestirme de nuevo, con toda la fuerza de la que era capaz, con lo que logró hacerme perder el equilibrio y que cayera. Una vez en el suelo, agarró mi cuello con fuerza, intentando estrangularme.
Sus manos en mi cuello, apretando con toda la fuerza de la que eran capaces. Mi piel bajo sus dedos, estremeciéndose y vibrando en el dolor, mi cuerpo entero intentando tomar aire, quebrándose en vano buscando las ansiadas porciones de oxígeno… Y durante un segundo, instante infinito, ella tuvo mi vida en sus manos, y por primera vez yo sentí lo que era ser la víctima, presa acorralada, vencida pese a todo, humillada, relegada a ese angustioso término que es la impotencia y el saber que el destino propio, tan íntimo como el alma, está ahora en manos de otro que puede hacer con esa delicada esfera de cristal lo que le plazca.
Profundamente impactado por ese conocimiento, me quedé helado, en una suerte de shock. Y tengo la certeza de que habría muerto ahí mismo si no fuera porque la mujer, que no en vano estaba herida y muy cansada, flaqueó en el último momento, y se vio obligada a aflojar las tenazas que ahora eran sus manos en torno a mi cuello. Ese segundo de vacilación fue aprovechado de manera completamente instintiva por mi cuerpo, que se abrió en la ansiada respiración al tiempo que rodaba hacia un lado con toda la fuerza de la que era capaz, empujando a la mujer hacia atrás, cosa no muy difícil, ya que la pilló desprevenida.
Recuperé al fin el control sobre mi cuerpo; mi pensamiento se sobrepuso al miedo y empecé a pensar con frialdad. Erguirme era en ese momento de vital importancia: si conseguía hacerlo, ella estaría en una desventaja que acabaría por costarle la vida. No obstante, si permanecía en el suelo, a su alcance, entonces puede que el juego no fuera tan fácil. Me arrastré por la tierra, tratando de ponerme en pie, cuando vi una sombra por el rabillo del ojo: ella, que de nuevo intentaba abalanzarse sobre mí. Traté de esquivarla echándome a un lado, pero lo único que conseguí es que ella lograra tenerme otra vez a su merced. Colocada encima de mí, con un grito gutural me pegó un cabezazo terrible, que de nuevo logró desorientarme. Un zumbido intenso en mi cabeza me impidió escuchar, y todo lo veía borroso. Cuando quise darme cuenta, ella sujetaba un enorme pedrusco entre las manos, que alzó en el aire para luego dejarlo caer sobre mi pecho… Un dolor lacerante me atravesó la caja torácica, y sentí perfectamente como tres costillas se quebraban. Por primera vez en mi vida aullé de dolor, como tantas veces había visto hacer a los otros redcaps hasta acabar sintiendo sus lamentos como una melodía monótona. Y ahora, sin embargo, podía comprenderles. Pero no había tiempo para perderse en el dolor, ella intentaba recuperar el equilibrio para golpearme con el pedrusco de nuevo. Si no la detenía, estaba perdido. Alcé las manos desnudas, intentando agarrar la piedra, atrayéndola hacia mí para descompensarla y así hacer que ella cayera. El dolor me partía por la mitad cuando, de un tirón, logré arrebatársela y que cayera detrás de mí. Pero ni entonces me detuve: mis dedos buscaron ahora su rostro, y se hundieron en sus ojos, haciéndole gritar de dolor y revolverse, instante que yo aproveché para hacerla caer a mi lado, y ya estaba irguiéndome en una agonía de sufrimiento, cuando ella agarró mis manos y empezó a morderlas.
Lo que sentí en ese momento va más allá de las palabras. Sus dientes mascaron la carne y la seccionaron de una manera brutalmente limpia; la espiral creció como un relámpago en el cielo oscura y el dolor penetró en mi cuerpo hasta ser la sangre que corría por mis venas. Sentía, pensaba y era dolor, como si todas las células de mi cuerpo estuvieran haciendo una transformación mortal a la vez con el fin de adaptarse a este nuevo inquilino. Sin ver, oír, sin ser capaz si quiera de emitir sonido alguno, me removí como los peces fuera del agua, y primer deseo consciente fue alcanzar el tranquilo silencio de la muerte, todo era hermoso si podía liberarme al menos de ese dolor.
Estuve a punto de perder la conciencia, y solo la imagen de la mujer tosiendo sangre y dos de mis dedos de la mano derecha me arrastró con violencia a la realidad. Con las manos convertidas en dos trozos de carne que se deshacían en sangre y siendo la definición misma del dolor, había poco que podía hacer. Sin embargo algo tiró de mí para levantarme y me liberó momentáneamente del sufrimiento; el deseo de vivir, quizá, la adrenalina corriendo por mis venas, y logré ponerme en pie. Ella quiso contraatacar, siempre veloz como un rayo, en sus ojos se reflejaba el hambre, pero yo le di una fuerte patada que la tumbó, esta vez a ella, en el suelo. No perdí mi oportunidad, y seguí pateándola, con toda la fuerza de la que era capaz, mi sangre goteando en la arena y sus gritos en mis oídos. Ya no sentía miedo, ni dolor, nada de eso. Una profunda excitación se había adueñado de mí en el momento mismo en que empezó a correr mi propia sangre. ¿Cómo no me había dado cuenta de lo divertido que era? Sentir de veras el riesgo de la muerte, la sombra helada tras la nuca, los susurros del mundo de los muertos entremezclados con los gritos de dolor… No más depredador ni presa, pues la armonía de un combate entre iguales es insuperable… Ella era valiente, arrojada, había intercambiado los papeles porque su voluntad era tan resistente como el roble; había mirado directamente a los ojos de su captor y lo había devorado. Yo la había retado y me había respondido: su cuerpo, el mío, ambos no eran si no sendos instrumentos de comunicación: la más cruda y sincera que pueda darse. Embargado por una alegría sin límites que muchos habrían calificado de locura, me detuve. Ella apenas se movía. Me agaché para tenerla cerca, mientras buscaba con mi mano izquierda el puñal que tenía en el tobillo, sin sentir más que un cosquilleo ardiente allá donde la piel no cubría ya mi carne. Sujeté el arma contra su cuello, sintiendo la fina debilidad de su garganta, tan fresca y madura como alguna fruta deliciosa. Ella era más fuerte y más hábil, naturalmente, y me di cuenta de lo ridículo que había sido todo ese tiempo cazar, con una veintena de hombres armados torturando a un pobre individuo que apenas si alcanza a dar dos pasos sin caer de agotamiento o dolor. La verdadera caza estaba ahí, en los ojos de mi contrincante, que no abandonaban los míos. En esos dos mares embravecidos que estaban dispuestos a dar cualquier cosa por la vida y sus placeres, hasta la última gota de sangre. Y yo lo supe, al verme reflejado en aquellas pupilas: éramos iguales, dos meteoritos errantes en el universo, fragmentos alguna vez de la misma estrella, ahora peregrinos solitarios que por alguna bendita casualidad se encuentran otra vez en la infinitud del universo.
Podía haberla matado entonces: la suerte me había concedido esa opción. Pero no lo hice. Dejarla habría sido perderse por siempre entre las galaxias, condenado a vagar eternamente en busca de algo que nunca llegaría. Su pecho subía y bajaba con rapidez, su cuerpo era una herida, pero el fuego de su mirada, lejos de apagarse, se mantenía firme desafiando al huracán. Cuando notó que el cuchillo en su cuello no apretaba fuerte, me dio un empujón, se levantó y salió corriendo.
Volví a caer, por segunda o tercera vez en ese día. La hojarasca me acogió en su lecho crujiente y mi cuerpo se mezcló con la tierra y la abonó con su sangre. Empezaba a sentir un frió intenso en las extremidades, y el dolor, transformado en una náusea, volvía a extenderse poco a poco por todo mi cuerpo. Inspiré aire para notar cómo se iba aposentando en mi interior. En la expiración ya no era consciente.
Los perros de Barnett me encontraron al anochecer, más muerto que vivo. Me contaron que me recogieron rápidamente, pues había perdido mucha sangre, y que tuvieron que sacarme del bosque en helicóptero. Pero yo de eso no recuerdo nada, pues durante una semana no hubo más que oscuridad para mi mente. Mi cuerpo, enfermo, intentaba sobreponerse a la fiebre causada por las terribles heridas que había sufrido en mis manos.
Cuando al fin desperté, el dolor ya solo era un recuerdo. En un primer momento no supe donde estaba, ni siquiera recordaba haberme ido de caza. Tras la angustia inicial de no saberme en un lugar conocido, empecé a relajarme: unas enfermeras me explicaron lo que había sucedido y además, mi madre también estaba a mi lado para tranquilizarme.
-Gracias a los dioses –susurraba, al borde de las lágrimas, mientras me acariciaba el pelo como cuando era niño- gracias a los dioses.
Los días siguientes empecé a recuperarme. Fue un proceso lento que además estuvo teñido por el oscuro recuerdo de mis días de infancia enfermo. Además, mi madre estaba destrozada al verme así.
-Tus manos… -musitó el primer día que me quitaron las vendas para hacerme las curas. Y no pudo seguir, pues se echó a llorar, desconsolada, cubriéndose la boca con ambas manos para intentar ahogar los sonidos.
Pero la visión era horrible: mutiladas, sin los dedos de la mano izquierda, cosidas aquí y allá intentando mantener su sobra y unir los pedazos de carne sin los cuales se habrían descompuesto, como un puzle que estalla en piezas. Si alguna podría volver a tocar el piano no lo sabía, pero lo cierto es que a mí también se me partió el alma al ver lo que había ocurrido. Sin embargo, esas manos eran símbolo de mi descubrimiento, pensé, de mi resistencia, del verdadero sabor de la vida. La prueba de que no estaba solo.
Al tercer día, le pregunté a mi madre por Corliss. Se me hacía muy extraño que aún no hubiera venido a visitarme, y aunque me alegraba sinceramente por ello (no habría podido soportar sus lloros y lamentos sin sentido) había algo que no encajaba. Ante la sola mención de mi nombre, el rostro de mi madre se tensó, si aún era posible tras tres noches en vela cuidándome.
-¿Qué ocurre? –le pregunté. Pero ella guardó silencio, mirando hacia la ventana, pese que ya había caído la noche y no se podía distinguir más que negro en el paisaje.
-Hubo complicaciones en el parto… complicaciones inesperadas –empezó, pero con un gesto de dolor indescriptible, como si cada palabra fuera para ella un diente arrancado violentamente de su encía.
-Entonces, el bebé… -comencé a hablar, pero ella me cortó.
-Nació muerto.
Guardé silencio. No me esperaba para nada esa noticia. Nunca, desde que supe de la existencia de, llamémoslo, esa promesa de vida, se me había ocurrido que podría desvanecerse, desaparecer en el limbo de las ideas que jamás son llevadas a la práctica. No me sentí triste porque nunca había deseado ser padre, pero sí una especie de vacío, la clase de vacío doloroso y cruel que dejan las cosas que ni siquiera han tenido tiempo de existir.
-Corliss no va a estar muy contenta, en ese caso –comenté, con voz ronca, sin poder mirar a mi madre.
Pero no me respondió. Pensé que quizá estaba disgustada por el tono irónico de mi comentario. Sin embargo, transcurridos unos minutos, dijo:
-Había perdido mucha sangre. No obstante, luchó durante dos días. Pero al amanecer del tercero, cuando fui a… -su voz se quebró, para fundirse finalmente con el denso silencio que reinaba en la estancia.
Algo se removió en mi interior. Sería injusto decir que en ese momento me di cuenta de lo mucho que quería a Corliss, porque la verdad es que no es cierto. Tampoco me alegré, sin embargo, de que hubiera desaparecido de mi vida de esa manera tan drástica que hasta yo podía comprender injusta. Simplemente me quedé mirando al vacío, pensando. Y lo único que vino a mi mente, a parte del dolor, fueron un par de ojos salvajes del color del Mar del Norte.
Me pregunté si alguna vez volvería a verla.
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