martes, 18 de octubre de 2011




Acto Séptimo:
     Cuando el embarazo de Carliss estaba por llegar a su término, mamá se empeñó en que nos trasladáramos a vivir a la calle St. James, con ellos.
     -No hay ninguna mujer en casa de los Godwin que pueda atenderte, querida, tu madre, los dioses la guarden, habría querido estar a tu lado en un momento tan importante… y yo no puedo dejarte sola, ahora eres como una hija para mí –había dicho, acariciando con ternura su mejilla, como hacía conmigo cuando yo era pequeño y debía guardar cama-. Sé que debes de estar asustada, es tu primera hija, pero no te preocupes, yo estaré a tu lado y, como he pasado ya dos veces por ese trance, sabré ayudarte, mi niña, así que no temas.
     Y, ¿quién podía negarse a semejante muestra de amabilidad? Yo también acepté de buen agrado, la mansión de los Godwin nunca había sido un hogar para mí, y ahora, en la casa en la que había nacido, volvía a encontrarme a gusto y de un humor inmejorable. Hasta tenía a mi hermana cerca, al fin, y parecía haberme disculpado, al menos temporalmente. También Carliss estaba contenta, y ella y mamá pasaban cada vez más tiempo juntas, sentadas en el jardín y haciendo planes para el bebé. Viéndolas así, tan felices y plenas, la una acariciándose el abultadísimo vientre y la otra vigilando la escena con avidez, podría haberse imaginado que mamá era quien había plantado esa semilla y no yo, pues desde luego era ella quien había tomado las riendas de manera definitiva y parecía tan contenta como Corliss sobre la inminente llegada de la criatura.
     Barnett, hastiado de esa extraña complicidad que había crecido entre las dos mujeres y que había levantado un muro entre estas y los demás habitantes de la casa (nosotros) me ofreció irme de caza con él un fin de semana, y eso que había jurado una y mil veces que no volvería hacerlo desde que yo trajera la vergüenza a su casa, como solía decir.
     Acepté y nos preparamos para ello.
     -Ten cuidado –me dijo Carliss antes de verme partir. Se había empeñado en bajar a despedirme, pese a que ya apenas podía moverse. Yo ni le respondí, ofendido como estaba. ¿Estaba insinuando que algo podía ocurrirme en el bosque, a mí, que había pasado ya media vida rastreando y asesinando presas con una maestría que hasta los sidhes más veteranos envidiaban? Bah, qué iba a saber ella, de todas maneras, más allá de sus novelas de folletín y sus insulsas charlas con sus amigas a la hora del té… Sin embargo, al final, tuve que despedirla con un murmullo, porque mamá no dejaba de mirarme. No aprobaba que me marchara de esa manera, cuando el bebé podía llegar en cualquier momento.
     -Debes estar a su lado –me había exigido el día de antes.
     -¿Para qué? ¿A caso soy yo el que va a parir esa niña? –respondí, ufano.
     -Déjate de estupideces –respondió ella, lanzando chispas por los ojos-. Para una mujer, es importante…
     -Ah, pero mamá, tú te quedas con ella, lo harás mil veces mejor que yo… -le dije, no sin cierto resentimiento. No en vano, había sido bajo sus órdenes por lo que yo había acabado en ese lío… pues que lidiara ella con sus consecuencias también.
     Y así fue como, sin remordimientos ni culpas, me monté en el todoterreno de Barnett y partimos hacia los bosques.
     Esta vez la cacería sería solitaria, puesto que habíamos decidido organizarla por nuestra cuenta y casi en  situación de emergencia. Ni siquiera era la temporada, pero el marido de mi madre había oído de unos asentamientos de redcaps nómadas cerca de la zona de Bath.
     -Será divertido –había murmurado, entre dientes- habrá hembras y cachorros. Suficiente para un par de días.
     Ni siquiera había querido que nos llevara nuestro cochero, sino que conducía él mismo. Como si fuera algo que tuviéramos que hacer solos desde el principio hasta el final.
     Llegamos antes del anochecer, pero a esas horas no había mucho por hacer. Simplemente asentarnos en el refugio y poner a punto nuestras armas, cruzando los dedos para que al día siguiente tuviéramos suerte. Barnett se había llevado cuatro perros, los mejores que tenía, unas criaturas todo músculo y dientes, que respondían a nombres tan estúpidos como Squash o Flea (no recuerdo ya el nombre de los otros dos). Esa noche no los alimentó, para asegurarse de que serían unos rastreadores eficientes.
     Al amanecer nos levantamos. Hacía un frío de mil demonios a esa hora en la que el sol aún no había calentado las piedras y me descubrí a mí mismo tiritando y restregando los dedos sobre una nariz que ni siquiera sentía. A pie, pues no teníamos caballos, empezamos a andar y a internarnos en el bosque. La mañana fue dura: el terreno era empinado y muchas veces difícil, sobre todo porque, aparte del esfuerzo de atravesarlo, teníamos que asegurarnos de hacer el menor ruido posible. Por si fuera poco, los perros no olían nada, ni nosotros notamos movimientos interesantes. Cuando llegó el medio día, y ya nada escapaba a nuestra vista, aún no habíamos encontrado el más mínimo rastro. Era descorazonador. No obstante, Barnett seguía caminando delante de mí, la mirada fija en la hojarasca, intentado descubrir una huella, una ramita quebrada, un cabello… cualquier cosa. Pero era inútil. El sol empezó a caer, y aún no nos habíamos detenido. Había sido un día con la longitud de un siglo y no nos íbamos a llevar ninguna recompensa. Empecé a pensar que los contactos de Barnett le habían engañado y nosotros éramos los únicos que deambulaban por ese bosque, cuando, ya en el crepúsculo, los perros se pusieron alerta.
     Mi corazón dio un vuelco al ver como sus orejas subían y sus colas se tensaban, al tiempo que las mandíbulas crujían en un estruendoso ladrido. Echamos a correr tras ellos, la excitación fundiéndose con nuestras arterias, cuando vislumbramos, bajo una enorme cuesta que hubiéramos de bajar, un grupo de redcaps, al menos seis, que corrían entre los árboles. Lancé un chillido de alegría sin poder contenerme. ¡Los habíamos encontrado, al fin, Barnett tenía razón!  Y eran seis, seis desafíos, seis incentivos para seguir caminando, en silencio, con el mayor de los estruendos, no importaba ya, ellos eran las presas y nosotros los depredadores, mi juego favorito había comenzado.
     La caza fue terriblemente fatigosa pero a la vez inmejorable. Durante dos días enteros, incluidas las noches, nosotros y los cuatro perros no les dimos un respiro. El primero en caer fue un  hombre de mediana edad pero que tenía un problema en la respiración, y fue incapaz de seguir el ritmo. Uno más viejo intentó ayudarle cuanto pudo, pero en el último momento se vio forzado a abandonarlo. Después de este cayó un adolescente que, al verse atrapado, dio bastante guerra y buen mordisco a Barnett en toda la cara, quien cometió el error de subestimarlo. Pero terminó cayendo, y el marido de mi madre se ensañó especialmente con él en venganza. Los dos siguientes fueron, por este orden, el hombre viejo y una mujer joven. Solo quedaban dos redcaps. A estos tuvimos que seguirlos durante el segundo día. Eran los más fuertes y habían visto morir a sus compañeros: sabían lo que les esperaba, y el instinto de supervivencia obrara milagros en sus cuerpos, mucho más cansados que los nuestros si cabe, ya que ni siquiera tenían con qué alimentarse. El hombre cayó al medio día, los perros lo atraparon y lo entretuvieron el tiempo suficiente para que yo y Barnett pudiéramos ensañarnos a gusto con él. Fue una presa bastante interesante, de una resistencia increíble. Incluso con la nariz amputada y media cara desangrándose, yaciendo mutilado en el suelo con la mano amputada a la altura del codo seguía gruñendo y retorciéndose. Yo mismo tuve que rematarlo para asegurarme de que todo había terminado.
     La mujer, sin embargo, no dejaba de sorprendernos. Eran ya casi tres días los que llevábamos persiguiéndola La comida y nuestras propias fuerzas empezaban a menguar, pero no habíamos conseguido alcanzarla. Alguna que otra vez los lograron ponerse a su paso e incluso causarle heridas significativas, pero de alguna manera la mujer siempre conseguía librarse de ellos y seguir corriendo, siempre corriendo, sin detenerse si quiera a mirar atrás. Yo todo esto lo observaba fascinado. Iba a morir, su destino estaba escrito desde el instante mismo en que nosotros pusimos los pies en ese bosque. Todos sus compañeros habían perecido, entonces, ¿por qué no enfrentarse a su destino de una manera noble? En esa huída desesperada había mucho de sucia cobardía. O quizá es que era una optimista sin remedio, y de verdad creía que la íbamos a dejar marchar. Ja. No entendía que, cuanto más difícil nos lo ponía, más codiciábamos su trofeo.
     Al tercer día al amanecer, nuestras provisiones eran tan escasas que tuvimos que dividirlas. Barnett estaba de un humor de perros, el mordisco de uno de los redcaps se le había infectado y por lo visto le daba un dolor de mil demonios. Mientras seguíamos rastreando a la chica tuvimos una discusión, pues cada uno apuntaba en una dirección. Finalmente decidimos dividirnos y que el otro avisara con las bengalas cuando la hubiera encontrado.
     Así fue como me encontré solo, cansado, hambriento y dolorido (pero terriblemente excitado) en medio del bosque, siguiendo un rastro que ni yo estaba muy seguro de que fuera el correcto.
     Un claro del bosque. Ni siquiera los perros estaban  conmigo, habían seguido a Barnett. Mis piernas apenas podían sostenerme, y tuve que darme un respiro. Sentía frío en el rostro pero a la vez un ardor excesivo en mi interior, producto del esfuerzo. El sol brillaba en lo alto del cielo, pronto caería de nuevo y aún no habríamos encontrado  la mujer. ¿Qué ocurría si conseguía escapar? Hasta entonces no había valorado esa posibilidad y descubrí que ni siquiera quería hacerlo. En esas divagaciones estaba cuando me sentí observado.
     Era una sensación amarga y desagradable, como saborear un ingrediente venenoso en la comida de todos los días. No estaba acostumbrado a ello: yo era el depredador, el que, agazapado, esperaba el momento propicio para saltar a la yugular de la víctima. Pero entonces… ¿por qué no podía descubrir su presencia aunque sí sentirla…? ¿Dónde demonios podía…?
     No me dio tiempo a pensar mucho más; un cuerpo cayó desde una rama cercana sobre mí y me hizo saborear el musgo. A penas me dio tiempo a revolverme e intentar quitármela de encima como pude. Cuando al fin logré erguirme de nuevo mi corazón latía a una velocidad increíble. Era mucho más fuerte de lo que parecía.
     Y allí estaba ella. Era la primera vez que veía a la mujer redcap, y me di cuenta de que no se trataba de una chica joven como yo había pensado, sino que ya habría rebasado la treintena. No era muy alta, pero sí de constitución fornida y fibrosa. Entre la ropa hecha girones, sucia de barro y sangre, sobresalían sus miembros morenos por el sol. En su rostro, con los rasgos quizá demasiado mezclados para ser atractivo, destacaban un par de ojos de un color azul tan claro como puede ser un pedazo de cielo reflejado en las aguas cristalinas de un lago. Su nariz era pequeña y corta, tenía marcas de haber estado rota. Su mandíbula, grande y marcada, tenía un aspecto ciertamente masculino. La cabellera de un negro azabache le caía ambos lados de la cara, llena de mugre y sangre seca. Ofrecía un aspecto lamentable y olía peor, pero lo cierto es que yo no estaba mucho mejor. Su mirada parecía devorarme entero, y su cuerpo, aunque debilitado por el terrible esfuerzo que ya había realizado, me desafiaba.
     Sonriendo, me lancé con ella, espada en mano, pero cuál sería mi sorpresa cuando, antes de poder golpearla con todo el efecto que deseaba, echa agarró mi muñeca, y la torció de una manera tan dolorosa que mis dedos se abrieron en un espasmo involuntario, soltando así el arma. Tenía un puñal guardado en la cintura, por dentro de la ropa, pero en ese momento no podía acceder a él con lo que estaba, a efectos prácticos, completamente desarmado. Ella no perdió ni un segundo, y siguió atacando, ahora un derechazo dirigido a mi mandíbula, que no solo me trajo unos pinchazos terribles si no que me desestabilizó, haciendo que una sensación de mareo se instalara en mi cabeza y durante unos segundos no pudiera coordinar bien. Aprovechó esta oportunidad para embestirme de nuevo, con toda la fuerza de la que era capaz, con lo que logró hacerme perder el equilibrio y que cayera. Una vez en el suelo, agarró mi cuello con fuerza, intentando estrangularme.
     Sus manos en mi cuello, apretando con toda la fuerza de la que eran capaces. Mi piel bajo sus dedos, estremeciéndose y vibrando en el dolor, mi cuerpo entero intentando tomar aire, quebrándose en vano buscando las ansiadas porciones de oxígeno… Y durante un segundo, instante infinito, ella tuvo mi vida en sus manos, y por primera vez yo sentí lo que era ser la víctima, presa acorralada, vencida pese a todo, humillada, relegada a ese angustioso término que es la impotencia y el saber que el destino propio, tan íntimo como el alma, está ahora en manos de otro que puede hacer con esa delicada esfera de cristal lo que le plazca.
     Profundamente impactado por ese conocimiento, me quedé helado, en una suerte de shock. Y tengo la certeza de que habría muerto ahí mismo si no fuera porque la mujer, que no en vano estaba herida y muy cansada, flaqueó en el último momento, y se vio obligada a aflojar las tenazas que ahora eran sus manos en torno a mi cuello. Ese segundo de vacilación fue aprovechado de manera completamente instintiva por mi cuerpo, que se abrió en la ansiada respiración al tiempo que rodaba hacia un lado con toda la fuerza de la que era capaz, empujando a la mujer hacia atrás, cosa no muy difícil, ya que la pilló desprevenida.
     Recuperé al fin el control sobre mi cuerpo; mi pensamiento se sobrepuso al miedo y empecé a pensar con frialdad. Erguirme era en ese momento de vital importancia: si conseguía hacerlo, ella estaría en una desventaja que acabaría por costarle la vida. No obstante, si permanecía en el suelo, a su alcance, entonces puede que el juego no fuera tan fácil. Me arrastré por la tierra, tratando de ponerme en pie, cuando vi una sombra por el rabillo del ojo: ella, que de nuevo intentaba abalanzarse sobre mí. Traté de esquivarla echándome a un lado, pero lo único que conseguí es que ella lograra tenerme otra vez a su merced. Colocada encima de mí, con un grito gutural me pegó un cabezazo terrible, que de nuevo logró desorientarme. Un zumbido intenso en mi cabeza me impidió escuchar, y todo lo veía borroso. Cuando quise darme cuenta, ella sujetaba un enorme pedrusco entre las manos, que alzó en el aire para luego dejarlo caer sobre mi pecho… Un dolor lacerante me atravesó la caja torácica, y sentí perfectamente como tres costillas se quebraban. Por primera vez en mi vida aullé de dolor, como tantas veces había visto hacer a los otros redcaps hasta acabar sintiendo sus lamentos como una melodía monótona. Y ahora, sin embargo, podía comprenderles. Pero no había tiempo para perderse en el dolor, ella intentaba recuperar el equilibrio para golpearme con el pedrusco de nuevo. Si no la detenía, estaba perdido. Alcé las manos desnudas, intentando agarrar la piedra, atrayéndola hacia mí para descompensarla y así hacer que ella cayera. El dolor me partía por la mitad cuando, de un tirón, logré arrebatársela y que cayera detrás de mí. Pero ni entonces me detuve: mis dedos buscaron ahora su rostro, y se hundieron en sus ojos, haciéndole gritar de dolor y revolverse, instante que yo aproveché para hacerla caer a mi lado, y ya estaba irguiéndome en una agonía de sufrimiento, cuando ella agarró mis manos y empezó a morderlas.
     Lo que sentí en ese momento va más allá de las palabras. Sus dientes mascaron la carne y la seccionaron de una manera brutalmente limpia; la espiral creció como un relámpago en el cielo oscura y el dolor penetró en mi cuerpo hasta ser la sangre que corría por mis venas. Sentía, pensaba y era dolor, como si todas las células de mi cuerpo estuvieran haciendo una transformación mortal a la vez con el fin de adaptarse a este nuevo inquilino. Sin  ver, oír, sin ser capaz si quiera de emitir sonido alguno, me removí como los peces fuera del agua, y primer deseo consciente fue alcanzar el tranquilo silencio de la muerte, todo era hermoso si podía liberarme al menos de ese dolor.
     Estuve a punto de perder la conciencia, y solo la imagen de la mujer tosiendo sangre y dos de mis dedos de la mano derecha me arrastró con violencia a la realidad. Con las manos convertidas en dos trozos de carne que se deshacían en sangre y siendo la definición misma del dolor, había poco que podía hacer. Sin embargo algo tiró de mí para levantarme y me liberó momentáneamente del sufrimiento; el deseo de vivir, quizá, la adrenalina corriendo por mis venas, y logré ponerme en pie. Ella quiso contraatacar, siempre veloz como un rayo, en sus ojos se reflejaba el hambre, pero yo le di una fuerte patada que la tumbó, esta vez a ella, en el suelo. No perdí mi oportunidad, y seguí pateándola, con toda la fuerza de la que era capaz, mi sangre goteando en la arena y sus gritos en mis oídos. Ya no sentía miedo, ni dolor, nada de eso. Una profunda excitación se había adueñado de mí en el momento mismo en que empezó a correr mi propia sangre. ¿Cómo no me había dado cuenta de lo divertido que era? Sentir de veras el riesgo de la muerte, la sombra helada tras la nuca, los susurros del mundo de los muertos entremezclados con los gritos de dolor… No más depredador ni presa, pues la armonía de un combate entre iguales es insuperable… Ella era valiente, arrojada, había intercambiado los papeles porque su voluntad era tan resistente como el roble; había mirado directamente a los ojos de su captor y lo había devorado. Yo la había retado y me había respondido: su cuerpo, el mío, ambos no eran si no sendos instrumentos de comunicación: la más cruda y sincera que pueda darse. Embargado por una alegría sin límites que muchos habrían calificado de locura, me detuve. Ella apenas se movía. Me agaché para tenerla cerca, mientras buscaba con mi mano izquierda el puñal que tenía en el tobillo, sin sentir más que un cosquilleo ardiente allá donde la piel no cubría ya mi carne. Sujeté el arma contra su cuello, sintiendo la fina debilidad de su garganta, tan fresca y madura como alguna fruta deliciosa. Ella era más fuerte y más hábil, naturalmente, y me di cuenta de lo ridículo que había sido todo ese tiempo cazar, con una veintena de hombres armados torturando a un pobre individuo que apenas si alcanza a dar dos pasos sin caer de agotamiento o dolor. La verdadera caza estaba ahí, en los ojos de mi contrincante, que no abandonaban los míos. En esos dos mares embravecidos que estaban dispuestos a dar cualquier cosa por la vida y sus placeres, hasta la última gota de sangre. Y yo lo supe, al verme reflejado en aquellas pupilas: éramos iguales, dos meteoritos errantes en el universo, fragmentos alguna vez de la misma estrella, ahora peregrinos solitarios que por alguna bendita casualidad se encuentran otra vez en la infinitud del universo.
     Podía haberla matado entonces: la suerte me había concedido esa opción. Pero no lo hice. Dejarla habría sido perderse por siempre entre las galaxias, condenado a vagar eternamente en busca de algo que nunca llegaría. Su pecho subía y bajaba con rapidez, su cuerpo era una herida, pero el fuego de su mirada, lejos de apagarse, se mantenía firme desafiando al huracán. Cuando notó que el cuchillo en su cuello no apretaba fuerte, me dio un empujón, se levantó y salió corriendo.
     Volví a caer, por segunda o tercera vez en ese día. La hojarasca me acogió en su lecho crujiente y mi cuerpo se mezcló con la tierra y la abonó con su sangre. Empezaba a sentir un frió intenso en las extremidades, y el dolor, transformado en una náusea, volvía a extenderse poco a poco por todo mi cuerpo. Inspiré aire para notar cómo se iba aposentando en mi interior. En la expiración ya no era consciente.
     Los perros de Barnett me encontraron al anochecer, más muerto que vivo. Me contaron que me recogieron rápidamente, pues había perdido mucha sangre, y que tuvieron que sacarme del bosque en helicóptero. Pero yo de eso no recuerdo nada, pues durante una semana no hubo más que oscuridad para mi mente. Mi cuerpo, enfermo, intentaba sobreponerse a la fiebre causada por las terribles heridas que había sufrido en mis manos.
     Cuando al fin desperté, el dolor ya solo era un recuerdo. En un primer momento no supe donde estaba, ni siquiera recordaba haberme ido de caza. Tras la angustia inicial de no saberme en un lugar conocido, empecé a relajarme: unas enfermeras me explicaron lo que había sucedido y además, mi madre también estaba a mi lado para tranquilizarme.
     -Gracias a los dioses –susurraba, al borde de las lágrimas, mientras me acariciaba el pelo como cuando era niño- gracias a los dioses.
     Los días siguientes empecé a recuperarme. Fue un proceso lento que además estuvo teñido por el oscuro recuerdo de mis días de infancia enfermo. Además, mi madre estaba destrozada al verme así.
     -Tus manos… -musitó el primer día que me quitaron las vendas para hacerme las curas. Y no pudo seguir, pues se echó a llorar, desconsolada, cubriéndose la boca con ambas manos para intentar ahogar los sonidos.
     Pero la visión era horrible: mutiladas, sin los dedos de la mano izquierda, cosidas aquí y allá intentando mantener su sobra y unir los pedazos de carne sin los cuales se habrían descompuesto, como un puzle que estalla en piezas. Si alguna podría volver a tocar el piano no lo sabía, pero lo cierto es que a mí también se me partió el alma al ver lo que había ocurrido. Sin embargo, esas manos eran símbolo de mi descubrimiento, pensé, de mi resistencia, del verdadero sabor de la vida. La prueba de que no estaba solo.
     Al tercer día, le pregunté a mi madre por Corliss. Se me hacía muy extraño que aún no hubiera venido a visitarme, y aunque me alegraba sinceramente por ello (no habría podido soportar sus lloros y lamentos sin sentido) había algo que no encajaba. Ante la sola mención de mi nombre, el rostro de mi madre se tensó, si aún era posible tras tres noches en vela cuidándome.
     -¿Qué ocurre? –le pregunté. Pero ella guardó silencio, mirando hacia la ventana, pese que ya había caído la noche y no se podía distinguir más que negro en el paisaje.
     -Hubo complicaciones en el parto… complicaciones inesperadas –empezó, pero con un gesto de dolor indescriptible, como si cada palabra fuera para ella un diente arrancado violentamente de su encía.
     -Entonces, el bebé… -comencé a hablar, pero ella me cortó.
     -Nació muerto.
     Guardé silencio. No me esperaba para nada esa noticia. Nunca, desde que supe de la existencia de, llamémoslo, esa promesa de vida, se me había ocurrido que podría desvanecerse, desaparecer en el limbo de las ideas que jamás son llevadas a la práctica. No me sentí triste porque nunca había deseado ser padre, pero sí una especie de vacío, la clase de vacío doloroso y cruel que dejan las cosas que ni siquiera han tenido tiempo de existir.
     -Corliss no va a estar muy contenta, en ese caso –comenté, con voz ronca, sin poder mirar a mi madre.
     Pero no me respondió. Pensé que quizá estaba disgustada por el tono irónico de mi comentario. Sin embargo, transcurridos unos minutos, dijo:
     -Había perdido mucha sangre. No obstante, luchó durante dos días. Pero al amanecer del tercero, cuando fui a… -su voz se quebró, para fundirse finalmente con el denso silencio que reinaba en la estancia.
     Algo se removió en mi interior. Sería injusto decir que en ese momento me di cuenta de lo mucho que quería a Corliss, porque la verdad es que no es cierto. Tampoco me alegré, sin embargo, de que hubiera desaparecido de mi vida de esa manera tan drástica que hasta yo podía comprender injusta. Simplemente me quedé mirando al vacío, pensando. Y lo único que vino a mi mente, a parte del dolor, fueron un par de ojos salvajes del color del Mar del Norte.
     Me pregunté si alguna vez volvería a verla.

1 comentario:

zals dijo...

Zals
Esto no es para ti sino para tus blogs amigos.¿Qué pasa, nadie comenta?. ¿Están dormidos o qué?. Creo que no lo leen por pereza, o ¿será por la tipografía?. Si yo fuera la autora estaría un poco triste.
Estoy contigo hasta la muerte.Bien por ti.