lunes, 24 de octubre de 2011




Acto octavo:
     Corliss estaba muerta, así como el hijo de ambos que había portado en su vientre. Lord Godwin no volvió a dirigirme la palabra, pese a que su hermana había muerto de causas naturales que ni las mejores parteras de la corte pudieron evitar, su hermano pensaba que nada de eso hubiera ocurrido si yo no hubiera intervenido antes para complicar las cosas dejándola embarazada. Claro que el pobre no se daba cuenta de que con ese silencio me estaba haciendo favor: jamás consideré su conversación digna de interés.
     Pero sí es cierto que esos últimos acontecimientos, incluyendo mi encuentro con aquel redcap, contribuyeron a crearme una reputación más oscura aún si cabe. Abel Coriander Seavers, vástago de una de las familias más controvertidas del Reino Unido, nacido fuera del matrimonio y de padre desconocido, expulsado de la escuela a los once años, casado con una de las ladys más ricas de toda Londres a los dieciocho años y después de dejarla encita, viudo apenas unos meses después además de haber perdido a un hijo nonato… Por no hablar de las manos, que a partir de entonces, aunque he de decir que sanaron y pude volver a utilizarlas, siempre hube de llevar cubiertas por guantes para ahorrar a los demás el macabro espectáculo que las cicatrices de mi encuentro con la redcap me habían dejado.
     Semejante fama me cerró todas las puertas a las salas de visita de las familias sidhe que se consideraban respetables en Londres, y, por supuesto, todas las madres escondieron de mí a sus hijas, con lo que eso quería decir que casarme otra vez iba a ser poco menos que imposible. Perfecto. Pero no todo fueron negativas o susurros tras mi espalda; las mujeres, en especial las jovencitas impresionables que apenas rozaban la veintena, e incluso algún que otro adolescente despistado (y otros que hacía tiempo habían dejado atrás esa época) empezaron a admirarme y a idolatrarme en secreto, con una pasión enfermiza. Allá donde iba despertaba tanto miradas de odio como de pasión: nunca me fue tan fácil conseguir amantes, amantes deseosos de gemir bajo mi cuerpo, besar los párpados que ocultaban mis ojos de bosque en brumas, acariciar esas manos incompletas cubiertas de guantes aún en el mismo acto amoroso o acariciar mi piel que jamás había sido tan pálida. La sociedad podía odiarme todo lo que quisiera: pronto me convertí en invitado indispensable en todas las fiestas de moda, a las que acudía siempre vestido de negro; levita larga, lazo, camisa, sombrero de copa, bastón… y la más loca de mis sonrisas. Ya no necesitaba fingir que me comportaba correctamente sino que podía sentarme tranquilamente a observarlos mientras bebía de mi copa o charlaba con mi hermana Love, hasta esperar a que uno conversador espontáneo se me acercara, entre balbuceos, y si lo que tenía que decirme era lo suficientemente interesante puede que me lo llevara a algún lugar más oscuro… Beber de su admiración nunca fue tan delicioso, y saber que yo para ellos era símbolo de locura y libertinaje me parecía tan divertido…
     Mamá no estaba contenta con aquella reputación:
     -¡Estás destrozando el buen nombre de los Seavers…! –se lamentaba, como si alguna vez hubiéramos sido considerados una familia de bien. Pero a mí no me importaba. Últimamente, de hecho, todo lo que mi madre tenía que opinar sobre mí me era directamente irrelevante. Desde la muerte de Corliss, y sin que considere que el hecho en cuestión tenga una relación directa con la consecuencia, nos habíamos alejado definitivamente, y ella pasó definitivamente a un segundo plano. De repente yo había aprendido lo que era divertirse de verdad, fundirse con la propia esencia y hacerla estallar como el perfume de una flor se abre en primavera. Bailar con Love en alguna sórdida fiesta mientras ambos buscábamos presas, correr por el bosque para cazar animales con mis propias manos (pues ya no había vuelto a intentar atrapar redcaps desde mi encuentro con esa mujer, no sabía exactamente por qué pero sentía que jamás volvería a ser capaz de hacerlo) leer los libros prohibidos que encontraba en las librerías antiguas de Withechapel… todo ocupaba por aquel entonces mi vida. Veinte años cumplidos y nunca había disfrutado tanto. Incluso Everly Utteridge, inventora real, escuchó mi historia y quiso conocerme. Después de nuestra particular entrevista, en la que ambos conectamos (que bocanada de aire fresco fue tratar con alguien ajeno a la corte sidhe y que, para variar, tenía algo más en mente que el qué ponerse en la fiesta de esa noche) ella me mostró lo que había diseñado para mí: un par de dedos mecánicos labrados en plata, que no solo se iban a adaptar perfectamente a mi mano izquierda, sino que además se iban a unir con mis tendones para que así pudiera moverlos con tanta agilidad como si fueran reales. Después de esa maravillosa sorpresa, pude retomar mis estudios con el piano, y aunque he de reconocer que no volví a alcanzar la maestría y el dominio que tenía antes del instrumento, si que pude volver a hacerme un hueco como concertista y alcanzar resultados que, sin la desinteresada ayuda de Miss Utteridge, me habrían sido completamente imposibles.
     Sin embargo, había aún algo que hacía más largas mis noches, que me obligaba a levantarme en la madrugada, algún cuerpo a mi lado, temblando, quien sabe si de miedo o excitación. Ese par de ojos azules que prometían la muerte y aún así me dejaron vivir, la sangre fluyendo y la certeza de saber que éramos idénticos… Tenía que encontrar a esa mujer, no importaba el precio. Pues aquella tarde las preguntas habían sido formuladas, pero su luz no era suficiente: yo demandaba ahora las respuestas.
     Así pues, una mañana que más bien fue atardecer en la que me levanté con una resaca especialmente molesta, decidí que ya me había divertido suficiente. Completamente desnudo sobre mi escritorio, rebusqué un trozo de papel limpio y, con una pluma que no estaba quebrada, empecé a escribir los sitios donde, se me ocurría, una mujer como esa podría haberse escondido. Pues si de algo estaba seguro es de que se hallaba en Londres (la urbe es el único sitio en el que los redcaps pueden considerarse a salvo, los sidhes aún no han sido lo suficientemente honestos como para darles caza también ahí). Había oído que comunidades redcaps se escondían en los sitoos más insalubres de la ciudad, especialmente en las callejuelas de Withechapel, aquellas donde nadie con un poco de sentido común se atrevía a adentrarse.
     No esperé más. A la mañana siguiente me vestí como acostumbraba, pues no me interesaba pasar desapercibido, y cogí aquel bastón cuya funda podía sacarse y convertirlo en una larga y afilada espada. Pues no estaba demás salir prevenido ante los posibles reveses: ahora más que nunca respetaba a los redcaps.
     Mi búsqueda, en los dos primeros meses, no tuvo mucho éxito. Mi presencia en aquellos lugares era siempre sentida con suspicacia: aunque alguna vez estuve a punto de sufrir ataques, en el último momento siempre parecían pensárselo mejor y preferían desaparecer. No sé si era porque sabían, por mis ropas, que era un sidhe y si sufría algún accidente los míos tendrían la excusa perfecta para limpiar las calles acompañados con todo el ejército real detrás o quizá era simplemente el brillo en mi mirada que les avisaba de que yo era un oponente nada despreciable. Pero por otro lado eso también significaba que no me hablaban, ni siquiera cuando les ofrecía dinero a cambio, así que no podía sonsacarles nada sobre aquella mujer.
     No me rendí, si bien estuve a punto de desfallecer de hastío e impotencia muchas veces. Hasta que una noche, mi esfuerzo se vio recompensado. Me hallaba yo cerca de la estación de Liverpool Street cuando comenzó a llover con rabia; me apresuré a refugiarme dentro, y ahí, caminando entre los transeúntes mundanos, descubrí una presencia semioculta tras un revuelto de mantas sucias y cartones.
     Tenía más mal aspecto que nunca: el cabello revuelto y lleno de porquería, el rostro ennegrecido por la mugre, las ropas echas girones y unas encima de otras para resguardarse del frío inclemente… Pero esos ojos azules seguían siendo los mismos, con esa violencia salvaje que había estado a punto de costarme la vida. La observé, sabedor de que ella ni siquiera había notado mi presencia, deleitándome en mi triunfo. Solo la tenía delante y los colores volvían a refulgir de una manera deliciosa, los sonidos se mezclaban creando armonía y me entraban ganas de abrazar a todo el que se cruzaba conmigo. A pasos lentos me acerqué, y, tras rebuscar en la cartera de cuero que llevaba en el bolsillo interior de mi chaqueta, dejé caer un billete de cincuenta libras en el cubilete que ella había colocado delante y donde apenas había unos peniques. Como era de esperar, sus ojos se quedaron unos instantes mirando el papel descender, y antes de que hubiera rozado el suelo una mano había surgido de entre los cartones y lo había atrapado. Los mismos ojos incrédulos treparon ahora por mis piernas, mi pecho, hasta llegar a mi rostro, el rostro de su inesperado benefactor. Y cuando nuestras miradas se encontraron me reconoció. Explicar el deleite que esto me produjo es imposible.
     Estaba enferma, algo entre neumonía y tuberculosis, afección que arrastraba ya desde que se perdiera en los bosques. Intentó resistirse cuando yo quise sacarla de allí y llevarla a un lugar al menos más cálido, pero entre empujones y protestas ahogadas, cayó desmayada entre mis brazos.
     Su cuerpo menudo ardía, su piel, cetrina y violácea en los párpados, sudaba copiosamente tratando de depurar la enfermedad. Tenía que llevarla a algún sitio, pero por supuesto no podía ser a mi casa: si algún sidhe me descubría estábamos perdidos. No se me ocurrió otra cosa mejor que coger un taxi y pedirle que nos llevara a un hotel del centro. Una vez allí pagué por una suite, en la que al fin pude ocultarla. No sabía muy bien qué hacer, ella había caído en una especie de letargo febril, y aunque sabía que era grave, mis conocimientos médicos eran escasos. La metí bajos las mantas antes de correr en busca de algún médico bogan; y tras asegurarme de que no trabaja en la corte y así el rumor de lo que allí iba a ocurrir no me alcanzaría demasiado pronto (y cuando lo hiciera al fin estaría tan transformado que ya nadie se lo creería realmente) lo llevé a donde ella luchaba ya con una enemiga nada desdeñable: la propia muerte.
     Pero sobrevivió. Miss Almer, la mujer que la cuidaba y a la que yo daba una más que generosa paga para asegurarme de que día y noche vigilaba la salud de mi invitada, hizo verdaderos milagros, y en menos de dos semanas la redcap había recuperado la consciencia y podía dar pequeños paseos por la habitación. Aunque la idea de escaparse se le había quitado un poco de la cabeza (al menos hasta que tuviera fuerzas reales para ello) seguía sin hablarnos, como si negarnos la comunicación fuera la única manera que tenía de demostrarnos que, aunque su cuerpo, débil y enfermo, dependiera de nosotros, no ocurría lo mismo con su alma. En caso de que los redcaps tengan una, claro está.
     Una tarde, no obstante, conseguí conquistar también esa fortaleza. Había cogido la costumbre de ir a verla a esas horas, para permitir así que Miss Almer tuviera un poco de tiempo para descansar y asearse. Para no aburrirme en exceso (aunque contemplar a la enferma y esquivar sus miradas envenenadas era ya de por sí bastante entretenido) solía llevarme libros, que leía cómodamente sentado en un sillón  junto al lecho. Un día cualquiera en el que la lectura me había robado momentáneamente la realidad, su voz interrumpió el hechizo.
     -¿Por qué coño lo has hecho?
     Tardé en darme cuenta de que era su voz. Grave, profunda y llena de matices, como un riachuelo que discurre bajo la tierra: no era para nada como la había imaginado. Pero era ella, sentada en la cama, quien me miraba, y sus labios, delgados y pálidos, los que formaban las palabras.
     -Porque tal ha sido mi deseo –respondí, tras haber comprendido sus palabras.
     Ella, confusa, apretó los puños.
     -¡Pero…! ¡Demonios, eres un sidhe! –dijo, más alto de lo que pretendía.
     -Y tú una redcap –dije, mientras depositaba suavemente el libro en la mesilla- eso ya ha quedado claro.
     Permaneció unos instantes observando mis manos enguantadas.
     -Te jodí pero bien –comentó, con una sonrisa que no tenía nada de alegre. De repente se le iluminaron los ojos- ¿O sea, que esto es una especie de venganza retorcida? ¿Estás curándome para luego dejarme suelta por ahí y cazarme como si fuera un perro? –preguntó.
     Esta vez fue yo quien se permitió sonreír.
     -Otros quizá lo habrían hecho, pero no yo. No tengo ningún interés en hacerte daño, es más, he perdido el interés en la caza desde nuestro último encuentro. Si te he traído aquí es tan simple de explicar cómo que ni yo mismo conozco la razón. No obstante…
     -Deja de hablar raro –me interrumpió ella, mientras apartaba las sábanas y se levantaba de la cama. Iba vestida solo con un camisón blanco, largo hasta los pies y lleno de encajes y bordadillos: muy propio de una sidhe, yo no había podido conseguir otra cosa. Su cabello negro y ahora lustroso, caía por su espalda como una cascada de lava solidificada. Había algunos mechones plateados brillando aquí y allá. Sus ojos eran dos interrogaciones como aquel día habían sido los míos, y el brillo en ellos me resultaba cegador. Era hermosa de una manera tan natural e intensa en la que ninguna sidhe podría jamás serlo. Se acercó a mí, como movida por algún deseo oculto, el mismo que me había traído a mí hacia su presencia.  
     -¿Quién diablos eres? –Preguntó, con voz ronca- ¿el hijo de la Reina o algo así…?
     -No –respondí.- Soy Abel Coriander Seavers –y alcé la mano para, de manera casi involuntaria, acariciarle aquel rostro de rasgos demasiado toscos, como los de una muñeca de madera.
     Instantáneamente se apartó, y creo que me habría mordido de haber estado más recuperada. Como un animal salvaje quiso huir, pero a la vez sentía la misma atracción que yo, podía sentir su energía envolviendo a la mía, reconociéndola. Sus manos, pequeñas y perfectamente formadas, buscaron las mías, y las alzaron, sujetándolas con una firmeza que me sorprendió. Con una curiosidad que tenía mucho de femenino, agarró los guantes por la punta de los dedos, y tiró de ellos con decisión: primero la mano izquierda, luego la derecha. Le dejé hacer algo que jamás antes ningún otro ser había podido. No era por vergüenza sino una especie de intimidad por lo que yo había impedido a mis amantes ese gesto: no obstante, ella era la autora de aquella obra, ¿y no merecía pues contemplar el resultado?
     Los guantes cayeron, como pájaros muertos. Mis manos, el doble de grandes que las suyas, reposaron en sus palmas. Agachó la cabeza para observarlas con detalle, y entonces todo su cabello oscuro cubrió su rostro, como una cortina, y algunos mechones rozaron mi piel…
     Acaricio suavemente los dedos de plata bruñida, en los que podía verse reflejado su rostro. La carne por siempre enrojecida, las marcas de los puntos, allí y allá, como caminos, rutas que subían y bajaban. El tacto rugoso de la piel, abultada en algunas partes; los agujeros, pequeños cráteres surgidos donde la carne había sido mordida hasta dejar al descubierto el hueso, ahora simplemente cubierto por una capa de piel grisácea y seca. Las uñas que brillaban en aquella carnicería, las formas irregulares de los dedos donde aún podían distinguirse las marcas de sus dientes. Asco, horror, harían sido las reacciones más normales ante semejante visión. Sin embargo, ella, aun con el ceño fruncido, no apartó la mirada un instante. Y cuando la alzó, fue para encontrar la mía. Y yo lo supe. Supe que me había visto.
     Con una delicadeza inesperada se agachó, dobló su cuerpo menudo como el de una niña sobre sí mismo, y sus labios rozaron mis manos, acariciaron aquellas heridas con mimo, como el agua lame las brasas de un bosque quemado, y su lengua humedeció la carne seca, y sus besos fueron no solo un bálsamo sino una promesa.
     El deseo por aquella mujer de mirada violenta como un mar traicionero, que siempre había estado en mí aunque prisionero, estalló ahora en mil sensaciones que se abrieron paso por mi sangre hasta dirigir mis movimientos. Apreté sus manos entre las mías, con tanta fuerza que el dolor me estremeció, pero nunca había sido tan delicioso. Ahora yo me agachaba para buscar sus labios, aquellos que habían bendecido mis imperfecciones, que no habían dudado en hacer suyas las heridas y la repugnancia. Cuando la besé sentí una descarga de energía tan violenta que estuve a punto de caer: primero en mi corazón y mi cabeza, de forma que ni un solo pensamiento racional pudo formarse ya en ella, y después en mis caderas, que gimieron movidas por un deseo tan profundo como desconocido.
     Hechizados, conmovidos, puede que prisioneros de un designio superior a nuestras fuerzas, caímos sobre el lecho. Yo buscando sus caderas, rasgando el camisón, atrapando entre mis dedos las tiras de su ropa interior para sacarla fuera, y ella removiéndose bajo mi abrazo, arrancando los botones de mi chaleco, mi camisa, los pantalones. La ropa nunca había sido una envoltura tan incómoda, y ambos habríamos devorado la del otro si hubiéramos podido. Cuando al fin pudimos sentir el contacto de la piel contra la piel, la descarga fue tal que un gemido escapó delator entre mis labios, yo, que siempre había preferido hacer el amor en un estricto silencio y había odiado la amalgama de gritos de mis amantes. A ciegas intenté que se abriera de piernas, buscando la humedad de su sexo para poder al fin liberar toda aquella presión, como una losa de metal ardiente sobre mi cuerpo, cuando ella, al ver lo que me proponía, intentó erguirse repetidas veces, demostrándome sin ningún pudor que mi estrecho abrazo le molestaba. Arañó mi rostro hasta hacerme sangrar, y, aprovechándose del desconcierto que trajo consigo el dolor, se escurrió bajo mi cuerpo y, hábilmente, se colocó encima. Aliviado al ver que no se iba muy lejos, agarré su cintura intentando atraerla de nuevo allá donde más la necesitaba, pero tampoco parecía dispuesta. Golpeó mi pecho, mis manos, tratando de deshacerse de sus exigencias, pero yo todo lo ignoraba, solo me interesaba la recompensa. Finalmente, como viera que sus tácticas no servían de nada, agarró mi sexo con más fuerza de lo que es deseable. Me estremecí, el dolor era como sentir una agradable tromba de agua fresca sobre mi piel ardiente. Y entre sus manos hábiles me retorcí, tratando de contener mis ganas, mordiéndome la lengua con fuerza para no gritar de placer, hasta sentir el sabor a óxido de la sangre, pero ni entonces se detuvieron sus salvajes caricias. Era la primera vez en  toda mi vida que yo no tenía el control de la situación. Hasta entonces los encuentros amorosos habían sido simples: algunas personas despertaban  en mí una suerte de necesidad que yo pronto me encargaba de aliviar entre la fricción de la carne. Que ese placer fuera instantáneo o se retardara un poco dependía de mi nivel de atracción hacia esos sujetos, pero en todo momento yo había sido dueño de mi persona. Ahora, no obstante, mi cabeza estaba embotada de placer y mis sentidos se hallaban muy lejos de mi cuerpo, perdidos en un mundo donde todos los colores son posibles. Me escuché gritar, sentí clavar mis uñas en las palmas de las manos en una agonía embriagadora, mi cuerpo vibrando entre sus manos. Y entonces, cuando pensé que sería incapaz de contener más deseo y que este se desbordaría como el agua de un recipiente demasiado pequeño, ella levantó las caderas y, apoyándose en mi pecho, me introdujo en sus entrañas, húmedas y tan ardientes como mi propia piel. El placer rozó ahora la locura, su olor era un almizcle envolvente. Las embestidas, profundas e intensas, como una muerte y un renacer constante, las marcaban el ritmo de sus caderas. Todo yo reducido a su propio placer, por una vez era otra la que se saciaba y no yo mismo, pero era tan delicioso que me entregaba por completo a su sentimiento que era también el mío. Me tomó de una manera salvaje que nada tenía que ver con el amor y esos sentimientos que cantan los bardos, pero que aún así era tan limpio e intenso como para conmover todas las células de mi cuerpo. Me fundí con su carne, con la suavidad y redondez de su cuerpo hasta que no fui más consciente de mí mismo. Nadé en el mar embravecido de sus ojos hasta que me di cuenta de que me estaba hundiendo, pues las olas eran tan altas como montañas y rompían con la fuerza de estas, para descubrir que ni siquiera me importaba. Cuando al fin me deshice, como la cera se funde en el calor, me sentí morir.
     Y durante unos segundos fue como estar en ninguna parte, sentir el cuerpo tan liviano como una pluma y la mente tan clara como el mismo cielo. Cuando, ya varios minutos después, pude volver a pensar, me di cuenta de que ya no había otro lugar en el mundo en el que quisiera estar que no fuera ella, su cuerpo, sus ojos. Nunca más.


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