Por su parte, él se levantó. Controlando a duras penas el miedo que sentía, se acercó, tembloroso. De alguna manera me había reconocido. Le permití avanzar, el rostro desencajado, pintado de un sentimiento que no alcanzaba a reconocer. Sus manos se alzaron y aún así permanecí sin moverme, el cuello agachado para sentir la cercanía de la tierra. Y entonces él me abrazó. Se agarró a mi cuello con toda la fuerza de la que fue capaz, como el náufrago se agarra a la última tabla que flota a la deriva. Se entregó a mí esgrimiendo como única arma su vulnerabilidad, dándome su propia carne en pago. Qué quería demostrarme con aquel gesto, jamás lo sabré. Podría haber seguido corriendo, podría haber rogado o incluso peleado. Aferrarse a la propia vida con uñas y dientes no es algo que pueda criticarse, no en vano es la llama la razón de nuestra existencia. Pero tras todos aquellos años luchando por sobrevivir y ser el más fuerte, aplastando a otros sin ningún tipo de empatía pues esta batalla ha de ser cruel, Adrian Dogger decidió que había llegado un momento en que había algo a lo que realmente quería ofrecer su propia vida, la llama, en toda su inmensidad y esplendor.
Y me lo entregó a mí.
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