La vida siempre te sorprende. ¿Véis? Es lo que me gusta ella. No importa la de formas que imagines para un acontecimiento futuro (y creedme que puedo elucubrar miles y miles de posibilidades, para algo soy escritora) los detalles, el mosaico de colores, siempre es diferente. Siempre.
El año pasado, si me hubieran dado la oportunidad de irme al rincón más alejado del planeta, esa pequeña isla desconocida que ni siquiera aparece en los mapas, habría aceptado sin dudarlo. Pese a todos los miedos que puedo llegar a tener, el deseo de viajar siempre es innato, como una llamada secreta e inconfundible que es imposible ignorar. Y sin embargo, ahora que tengo la oportunidad de marchar, es cuando pienso que quizá...
El asunto que me preocupa es el siguiente: ¿dónde terminamos nosotros y empiezan los otros? Hablando de islas, ¿somos realmente una isla? Soy de las que creen que todo se puede encontrar en nuestro interior, el universo entero si es necesario. Pero entonces, ¿por qué tengo que vivir rodeada de seres constantemente, y verme en la obligación de interactuar con ellos? ¿Por qué sus existencias consiguen arrancarme una sonrisa, lágrimas, repugnancia, admiración, deseo o el más absoluto rechazo?
Llegados a este punto me he dado cuenta de que mi misantropía no es tal, sino una capacidad bastante deficiente a la hora de relacionarme. Quizá porque, a lo largo de estos años, he aprendido muchas cosas pero olvidado esta, la de saber donde termino yo y empiezan ellos, si es que existe tal barrera. Porque para ser una isla, en el sentido pleno y satisfactorio de la palabra, hay que amarse a uno mismo o, al menos, querer viajar por los paisajes de nuestra existencia.
Y ahora que lo pienso, ese destino jamás lo he incluído en mis viajes...
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