lunes, 12 de marzo de 2012



Un día, no excesivamente lejano en el calendario, se dio cuenta de que no sabía quién era ella. Bueno, es necesario matizar esta última frase: no solo desconocía esa información, sino que no albergaba deseo alguno de saberla. Como un terrible secreto de familia que solo desea ser olvidado, en tal concepto se tenía.

¿Cuándo había comenzado todo aquello? Conocerse a uno mismo, esa pregunta, se remonta a milenios, filósofos mediterráneos elucubrando, monjes de las altas cumbres afirmando que la ausencia del yo trae la verdadera existencia. Porque cuando un niño nace, es el mundo entero. Ella lo recordaba al menos así: colores, voces, sonidos, todo representaba una extensión de lo que se pensaba en sí misma, porque giraba a su alrededor, como los planetas en torno a una estrella. Y tal pensamiento no era para nada absurdo, porque, ¿a caso no desaparecía el universo entero cuando ella, y solo ella, cerraba los ojos para irse a dormir?

Pero el crecimiento trae conocimiento, y este la primera herida, la primera escisión. Hay otros (siempre los hubo) que se encargan de arrebatar o entregar según les convenga. Por otro lado, los padres, ofrecen siempre una imagen, un prototipo, tan intimamente deseado por el niño como inalcazable. Tantos consejos, normas y exigencias le abrumaban, y cuando intentaba perderse por otros mundos (aquellos en los que tuvo que recluirse  cuando comprendió que la realidad diurna era muchas veces incómoda y limitida) se le castigaba duramente.

La adolescencia es la explosión final. Ella comprendió, como millones de púberes, que el modelo trazado por los progenitores no existe, porque la vida no es justa y perfecta, la vida no es un agradable banda sonora que va cambiando para adecuarse al momento; es una explosión, un mordisco, un estruendo incontrolado. Semejante trauma trajo el deseo final de evasión: la tortura del cuerpo con el fin de huir en espíritu de esa verdad revelada.

Hasta que llegó a un punto muerto, una tregua. Quería vivir, porque siempre amó la vida, incluso aunque significara sangrar. Pero, por otro lado, no soportaba mirarse en los espejos, ni pensar en sí misma, si no era para castigarse o recriminarse las mil y una carencias que se encontraba, como antaño habían hecho sus seres queridos en el -no lo olvidemos- amable intento de evitarle dolores de los que realmente no debían privarla.

Sin embargo, no todo eran recriminaciones o desvíos en la mirada. A veces veía reflejado en otros seres semejantes chispazos de luz, colores desconocidos. Entonces, como una polilla, danzaba al rededor de esa nueva luz, intentando absorver toda la información posible, todos los detalles. ¿He mencionado antes que ella era actriz? De las mejores. Su piel, camaleónica, podía imitar un amplio registro de personalidades sin barreras de sexo o edad. Quizá pudiera parecer que era despistada, siempre embebida en fantasías, pero lo cierto es que era una observadora nata a la que ningún detalla pasaba desapercibido: los guardaba como teselas con las que después confeccionaría elaborados mosaicos que contaban historias.

A veces, mientras embebida, contemplaba a otros seres (el objeto de su atención variaba según la temporada) asumiendo todas sus pequeñas características, desde la superficie hacia la profundidad, una vocecilla en su interior la avisaba del peligro de olvidarse de sí misma. "La función no dura siempre, y si cuando acabe has olvidado tu nombre, no podrás regresar a casa". Sí, bueno, se decía ella, ignorándola, contemplando a los otros como obras de arte y teniéndose a sí misma por un simple y triste bosquejo que solo una mano dura (su voluntad de hierro) podría arreglar, extrayendo detalles de los otros.

No obstante, este procedimiento traía dolor. Porque por más que lo intentaba, la mutación en otro ser supone envenenarse, porque lo que para unos es blanco, para otros negro, y lo que a unos mata a otros sana, y para lograr dos seres al mismo patrón habría que hacerlo con unas enormes tijeras, amputando miembros, quebrando huesos y reventando vasos sanguíneos para así conseguir un parecido uniforme. O la muerte.

Entonces se sentía desesperada, al ver su empresa su frustrada. Y, más que nunca, se detestaba a sí misma. ¿Por qué yo?, se decía.












¿Y por qué no?

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