Hay libros que no solo te empujan a una lectura voraz, sino que además, cual sanguijuela (y perdonad la desafortunada comparación) dejan una marca en tu persona. No suelo leer muchos libros así, tan desagradables como poderosos, capaces de remover ciertos cimientos de la conciencia. 1984 fue el último de este tipo, y ahora, he vuelto a reedescrubir el cruel atractivo de una obra maestra con tintes apocalípticos con Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago.
El escritor portugués nunca me había atraído. Tiene el premio nobel, sí, pero lo que más me distanciaba de su lectura era su particular estilo de escritura. Para los que nunca hayáis tenido ocasión de leerlo, os haré una breve descripción. Resulta que este hombre tiene por costumbre hacer frases que pueden durar tranquilamente la mitad de la página (o más) con lo cual yo -y eso que soy fan de las frases largas, no os creáis- acabo perdiendo el hilo de Ariadna y más de una vez he de volver al principio para comprender de qué demonios está hablando. Pero no es solo eso, si no la manía (¿lo hará para dejar así una marca propia en la palabra escrita, tan impersonal cuando es mecanografiada) de no poner guiones en los diálogos y enunciarlos en las frases como si la cosa no fuera con él, de este modo tan especial que reproduzco ahora:
<<La chica, en voz baja, continuaba consolando al niño, No llores, ya verás como tu madre no tarda. Se hizo luego un silencio y entonces la mujer del médico dijo de modo que se oyera desde el fondo de la sala, donde estaba la puerta, Aquí estamos dos personas más, cuántos son ustedes.>>
Sin embargo, aunque en las primeras páginas llama la atención, una acaba por acostumbrarse, porque, para entonces, ya está metida sin remedio en la espiral de desgracias, crueldad, amor y el hermoso caos que impregna esta novela. Empecé a leerla mientras hacía una cola en el registro, y esa misma noche aún seguía con el libro pegado a las manos, usando una pequeña linterna para no enturbiar las tranquilas tinieblas que ya se habían apoderado de mi casa. La historia es... es un cuento terrible, una fábula sobre cómo reaccionaría la humanidad habiendo perdido uno de los sentidos más vitales: la vista.
Todo comienza en una ciudad anónima: Madrid, Londres, Lisboa, París, Nueva York... podrían ser estas o ninguna. Un hombre que conduce un coche se queda ciego de manera repentina, sin ver otra cosa que color blanco (no negro, como se suele describir en la ceguera real) algo que él define "como estar nadando en un mar de leche". Tras este caso aparecen otros, primero decenas, luego cientos, y finalmente se declara la epidemia a nivel nacional. ¿Os imagináis? La civilación nos ha llevado muy lejos, hoy en día nuestras vidas son tan cómodas que hemos olvidado de las terribles consecuencias de, por ejemplo, perder la vista en un mundo tan visual como este. ¿Quién conduciría los coches, los autobuses y los trenes? ¿Cómo curarían los médicos? ¿Cuán importante sería la apariencia física, esa de la que estamos tan preocupados? El mundo, tal y como lo conocemos desaparecería. El dinero, la literatura, la pintura, la informática, las matemáticas, todo lo escrito en general, dejaría de tener sentido, como también los paisajes. La comida sería el bien más preciado.
En este particular escenario, destaca un personaje que me ha gustado mucho, La Mujer del Médico. En esta novela no hay nombres propios, sino aquellos que hacen referencia a una característica física especialmente descriptiva de uno de ellos, como El Niño Estrábico, La Mujer de las Gafas Oscuras, El Viejo del Parche, El médico, El Primer ciego, La Mujer del Primer Ciego... etc.
La Mujer del Médico es, por un azar del destino, la única persona capaz de ver en ese mundo de ciegos. En ningún momento se explica por qué ella es inmune a la dolencia; en cualquier caso, toma la enorme responsabilidad de ser la única con visión, responsabilidad que por un lado le permite ser, "superior" al resto de la humanidad, reducida a un grupo de gente temblorosa y tambaleante, pero también obligada a ver los horrores de esta enfermedad: muerte, destrucción, crueldad llevada a los extremos... En más de una ocasión el personaje se desea estar ciego, poder gozar de la compasión de todos como una más, y no tener que contemplar de primera mano la decandencia, como una pesadilla de la que le es imposible despertarse. Esta mujer, de aproximadamente cincuenta años, se convierte en una improvisada líder, un ángel protector, la única vela encendida en esa forzosa oscuridad. Y también sorprende por su valentía y arrojo: no estamos aquí ante una mujer débil o pasiva; ya desde el principio queda claro todo lo contrario, cuando se confina voluntariamente a una infernal cuarentena con tal de no abandonar a su esposo y única familia, o en el empeño que pone en intentar conservar la dignidad de los demás ciegos, de hacerles sentir siempre como las personas que son, manteniéndoles así alejados de otros instintos más peligrosos de los que sí son víctimas algunos de los compañeros.
Para finalizar, me gustaría destacar la fuerza de algunas escenas, sobre todo en la segunda mitad del libro. En especial, la escena de la iglesia es tan aterradora como impactante. Por otro lado, el desenlace está a la altura de la tensión que domina toda la novela, y es hermoso de una manera especial y única. No me ha decepcionado en absoluto.
En 2008 se hizo una adaptación cinematográfica de la novela, protagonizada (qué casualidad) por mi querida Julianne Moore. La ví ayer, y aunque la primera mitad es prácticamente igual que el libro, la segunda omite muchas cosas y las escenas no son tan impactantes. No está mal, nada mal, de hecho, pero por supuesto, si tenéis acceso al libro podréis sentirlo todo muchísimo mejor.
En resumidas cuentas, considero que esta obra de Saramago es una obra maestra, que aún sigo rememorando pese a que hace tiempo que terminé con su lectura. Hacía tiempo que un libro no lograba conmoverme tanto...
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