lunes, 16 de abril de 2012



No soy capaz de enfadarme. Bueno, sí. Pero solo con aquellas personas que sé que me quieren, las que sé de antemano que no me abandonarán.

Puede que suene patético, infantil o maduro, pero si me detengo a pensarlo, así es. Por circunstancias de mi vida que no mencionaré -sería tedioso e innecesario- en mi cerebro se ha instalado una creencia bastante errónea según la cual no debo hacer enfadar a nadie ni crear conflicto porque si no se van a marchar y a abandonarme.

El enfado es una emoción. Y ahora os haré una pregunta: ¿sabéis qué son exactamente las emociones? Intentar describirlas puede parecer difícil: todos vemos el color rojo, por ejemplo, y sabemos que es diferente del azul pero, ¿cómo definir cada uno de ellos por separado? Sin embargo de las emociones podría decirse a grandes rasgos -no soy experta en el campo ni lo pretendo- que son los significados que nuestro cerebro aplica a fenómenos que se desarrollan en el mundo exterior. Hay casos en las que estas son puramente objetivas (como el dolor que alguien siente cuando le dan una patada, todos lo sentimos exactamente de la misma manera) pero en la mayoría estos significados nacen de un sistema de creencias que todos tenemos internalizados. Sistema de creencias, por cierto, que empezó a definirse desde el mismo día en que nacimos y que se consolidó a la edad de, según  la mayoría de los expertos, siete años.

¿Os imagináis? Esto es, si cuando eras pequeño y te enfadabas tus padres te daban una paliza, aprendiste que el enfado era algo que no debías mostrar o de lo contrario sufrías violencia física. A partir de entonces, sabes dos cosas: que el enfado va ligado a la violencia física. De ti depende que decidas reprimir esta emoción para evitar esa posible consecuencia o que, por lo contrario, te vuelvas tremendamente violento cada vez que la experimentas... y así con todo.

Mi caso es diferente a este, claro está, pero termina en lo mismo. La represión de una emoción. Y esto no es bueno. Cuando el sentimiento se queda dentro te envenena, te tortura, se convierte en un tormento del que es imposible huír porque todos estamos en nosotros mismos sin poder evitarlo. No sé muchas cosas de esta vida, pero esto, que lo he experimentado en mis carnes, puedo afirmarlo. Y no es agradable.

No obstante, cada vez que me veo en una situación de conflicto tiemblo, sudo, tartamudeo. Dudo de todo, para empezar de mí misma, y no soy capaz si quiera de pensar con coherencia. Para evitar todo eso simplemente me callo y decido pasar a otra cosa.

Sin embargo, estos últimos meses he decidido hacer limpieza general en casa y muy probablemente mudanza -es una manera de hablar- y claro, todos los problemas brillan con una nueva luz, al remover las aguas del lago la porquería, los objetos arrojados a su negra profundidad salen a flote. Y el destino me pone a prueba.ç

Ya sucedió una vez, la historia que voy a contaros. Se mezcla un poco de todo, irresponsabilidad, falta de respeto y empatía (cualidades esenciales para cualquier relación humana, creo que yo, en mayor o menor medida) cierto sentimiento de pérdida o la amargura de saber que alguien que pensabas que te tenía cierto aprecio quizá...

Pero no voy a culpar a nadie. Como yo digo siempre, fue bonito mientras duró, y todas las relaciones humanas me aportan diversas cosas aunque sean breves, así que no me quejo. Lo que cambia esta vez es que quiero defenderme. Quiero alzar la voz un momento y hablar, quiero usar la emoción del enfado para lo que realmente sirve: comunicar a otros un cierto sentimiento que nos hace humanos, demostrarles, pues dicha humanidad, que ni es vergonzosa, ni reprochable, ni innecesaria. Simplemente, es.

Tiemblo de solo pensarlo y no sé si estoy preparada o no. Quizá tenga mucho que perder, no lo sé, quizá sea incómodo, quizá... en fin. Pero lo que está claro es que no puede ser peor que este envenenamiento progresivo al que me he sometido por propia voluntad durante muchos años. La situación actual es solo la punta del iceberg, pero espero que me ayude a cambiar, a superarme. Porque el destino me la vuelve a poner delante cuando ya creía haberla evitado, lo que me lleva a pensar que hasta que no supere esta prueba no podré pasar a la siguiente fase del juego.

En fin, el viernes a más tardar lo sabremos todo. Mientras tanto, seguiré barriendo sin descanso y repitiéndome a mí misma mi frase favorita:

Per aspera ad astra!

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