lunes, 4 de marzo de 2013



A veces la más fría duda te asola, como una tormenta de nieve inesperada. ¿De qué sirve estudiar una carrera? Somos hijos de universitarios, así que el paso a una educación superior fue algo casi inconsciente. Desde que nacimos (o incluso antes) se dio por sentado que iríamos a la universidad, y eso hacemos ahora que tenemos la edad.

Sin embargo, muchas veces me pregunto por qué lo hago. No porque no disfrute, porque gracias a los dioses me encanta mi carrera. Con sus más y sus menos -profesores cabrones a parte y los quebraderos de cabeza propios de todo buen estudiante- me gusta lo que hago, y no me arrepiento para nada de la opción que escogí. Estudiar una carrera universitaria me está dando la oportunidad de aprener idiomas, conocer otras culturas y leer mucho... El pensamiento intelectual, aunque a veces agota, es una gimnasia cerebral que luego se transforma en una especie de abono que nutre mi creatividad. Y por eso soy feliz.

Sin embargo, al ser estudiante la vida laboral se desdibuja como un sueño lejano, especialmente al estar atrapada entre los vericuetos del plan Bolonia. Y ahora que he conocido lo que es la independencia en todas sus letras, poco me temo que volver de nuevo al hogar me da escalofríos. No solo por el limitado espacio físico que allí me espera (tan limitado que da risa) sino por el espacio psicológico. La infancia ha terminado, pues que así sea. Aferrarme a las personas no me va a salvar, ni siquiera a esas que sé que me quieren incondicionalmente. Es hermoso saberte querida, y también estoy agradecida por eso. Pero también desearía saber quererme a mí misma. Y para eso necesito la soledad, que tanto, tanto me aterroriza ahora. Casi tanto como volver...

Lo que tengo claro es que me gustaría dedicarme a lo que me gusta: la escritura. Pero con esta ajetreada vida, poco es el tiempo que me queda delante del teclado. Y cuando araño algunos minutos, mi alma está hastiada, agobiada bajo un sinfín de inseguridades y temores. El arte, de tan subjetivo que es, resulta a veces dañino. Como la belleza, está en los ojos de quien lo mira... Y aunque lo sé, me empeño intentar almodarlo para los ojos ciegos de alguien que no existe, porque es imposible leer en la mente de toda la raza humana. Así que hace siglos desde que me atreví a desarrollar una idea. Siempre pienso: mañana, lo haré mañana. O cuando tenga tiempo. Y puede que en un corto presente esas mentiras me alivien. Pero a la hora de la verdad, sé perfectamente que ese mañana es un limbo sin salida. Es el miedo el que hay combatir, y no las obligaciones, que esas desaparecen facilmente porque soy una persona organizada y sé manejarme con ellas.

En resumen, ¿qué hago aquí? No lo tengo muy claro. A veces desearía no volver a abrir la boca (en este caso, no volver a tocar las teclas del ordenador) antes de de decir cualquier tontería. Porque aunque el dolor del 2012 poco a poco se va marchando, el mar de confusión aún golpea con violencia estas costas.

Y me queda la inexplicable tristeza de que aún tengo los dientes de leche, sin importar cuantos años de experiencia pesen ya tras mis espaldas... ¿cuándo podré mirarme al espejo y llamarme mujer con todas las letras?

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