martes, 12 de marzo de 2013



Fui castigada por los dioses y perdi el habla este pasado fin de semana.

No fue una experiencia agradable. Para empezar, hablar es mucho más necesario de lo que parece. Quiero decir, en un principio acepté casi con alegría el silencio obligado. Un silencio así te exime de conversaciones aburridas. Te permite cenar tranquilamente a tu bola aun cuando estás con más gente, porque total, no puedes entrar en la conversación general, así que puedes dedicarle tus cinco sentidos al alimento. Además, hablando de conversaciones, no tienes que estar todo el tiempo estrujándote la cabeza para decir algo cuando estás con esa clase de personas que distan mucho de ser los amigos con los que hasta el silencio es una delicia. (Claro que esos amigos que menciono son más raros que el sol en Edimburgo, la verdad sea dicha).

Pero a parte de eso, el silencio obligado no es de mi agrado. ¿He comentado alguna vez que adoro hablar? Me encanta conversar con cualquier persona que tenga algo que decir. Hacer preguntas, conocer nuevas impresiones, modos de pensar... me fascina. Y cuando no puede hacerlo, es aburrido. También creo que la conversación es una de mis bazas principales en las relaciones sociales en general, y si me quitan eso me siento desorientada y ciertamente fuera de lugar. Por no decir que aquí en Reino Unido, donde cada vez que te encuentras con alguien se te tienen que caer al menos un par de "Sorry", otro más de "Please" y al menos tres "Thank you" pues el hecho de no poder  decir esas breves formulas -breves sí, pero obligadas- te hace el blanco de miradas de desprecio y muecas de reproche. Que los británicos no serán muy amigables, per de la educación y la etiqueta ay, de esas son los mejores amigos. En fin.

Por no contar que eso de perder la voz incluye también estar en casa sin salir, porque aquí tenemos nieve, y no creo que los seis grados bajo cero ayuden a mi garganta a reponerse.


Me pregunto, sin embargo, por qué habré perdido la voz. Quizá es para que aprenda a escucharme, a escuchar y a estar sola. Desde que estoy aquí, aunque ya me voy acostumbrando a las tierras escocesas y me siento mucho más en casa, es verdad que cada vez me gusta menos estar sola. Pasar tiempo encerrada en mi habitación, en lugar de relajarme, me agobia. Estar aquí por las noches, unas tres horas antes de dormir, no solo está bien sino que me encanta. Pero más de eso (digamos pasar un día entero) me agobia bastante. No es porque el espacio sea pequeño -que no lo es, de eso no me quejo- pero es porque me entra una suerte de desolación interna. La suerte de desolación que me hace pensar en unirme a un grupo, yo, que por norma general huyo de estos. La suerte de desolación que me hace empatizar un poquito más con los miembros de Aum de los que hablaba en el otro post. ¿Seré yo la única persona que se siente así? ¿Y por qué me ocurre? No es el espacio. No es que no tenga nada que hacer, porque me sobran las actividades. Y sin embargo en esos momentos me siento más sola que nunca, ciertamente desamparada. No hay obligaciones, y entonces es como si ya no quisiera intentar nada. Es algo parecido a lo que me ocurrió este verano, que tenía todo el tiempo del mundo y aún así me sentía más vacía que nunca.

¿Por qué me ocurrirán estas cosas?





1 comentario:

Mew dijo...

Porque necesitas una buena dosis de deliciosa y chorreante vida (a falta de una palabra mejor) fresca, esa clase de sentimiento que te empapa como el agua salvaje del mar. Ojalá pudieras sentirla, porque yo la estoy sintiendo ahora mismo y es tan poderosa como un incendio descontrolado, que todo lo reduce a cenizas con su ardiente mordisco voraz.

¡Espero que encuentres tus respuestas, humanista loca!