viernes, 7 de diciembre de 2012
Hoy me levanté tan cansada que no podía estudiar. Las noticias que me llegaron por la mañana no eran buenas. Así que intenté concentrarme en la pequeña y acogedora de psicología, pero todo esfuerzo era en vano. Finalmente decidí abandonar algo que de todas formas no me interesa y me marché a la cafetería de la biblioteca, donde esperé a que mi única compañera española de aquí llegara y nos fuéramos a comer juntas.
Después de eso, y con un cansancio indescriptible, me arrastré a imprimir unos apuntes que aún necesitaba. Cuando los tuve entre mis manos me dirigí hacia el despecho de uno de mis profesores, que tenía dos horas de tutoría. Tenía que preguntarle unas dudas sobre el temario, aunque no me apetecía nada. Cuando llegué a la puerta, solo había un posit pegado en una caligrafía indescriptible. Tras unos largos minutos dándole vueltas al misterioso mensaje acabé por comprender que venía a decir como algo así: "He estado esperando 45 minutos pero nadie ha venido así que suspendo la tutoría por hoy". Genial, me dije. Porque se había marchado probablemente justo al llegar yo. Y mira que no había querido ir a la hora en punto pensando que habría mucha gente... que en la clase somos más de doscientos. Pero bueno; me enfurruñé. No me apatecía regresar a la residencia, pero tampoco quería volver a los libros. Así que me calé la capucha (estaba lloviendo, cómo no) y eché a andar. A algún sitio llegaré, me dije. A algún sitio.
El día ha sido gris hoy. Uno de esos días escoceses en los que el cielo es una masa de nubes grises que se traga la luz y nos obliga a existir en una penumbra húmeda y desoladora. La ciudad parece más vieja y oscura que nunca esos días. Caminé en dirección a la Royal Mail, pero a medio camino me decanté por una calle que baja a Cowgate. La Royal Mail, Prince Street y todas las calles famosas están en las alturas; bajo el puente están escondidas Cowgate y Grass Market: un entremado de callejuelas misteriosas, oscuras, fantasmagóricas y ruinosas. Pero me encanta su aire decadente, sus secretos. Porque sí, en Edimburgo hay un puente, pero bajo él no discurre un río sino otra ciudad completamente diferente. La que ahora os describo.
En Grass Market todo son pubs y cafeterías para tomar té y un trozito de apple pie. Yo buscaba librerías porque me encantan, y he entrado en todas las que se han cruzado en mi camino. Como estaba en esta parte de la ciudad todas eran de segunda mano. Locales con olor a humedad y moqueta polvorienta; estanterías hasta el techo que se adaptan a la intrincada forma de las paredes como si hubieran crecido a partir de ellas. Volúmenes de todos los temas imaginables pero que serían imposibles de encontrar en sitios como la Fnac o Waterstones aquí en Escocia. Libreros canosos, comn gafas, que ojean algo o teclean en un ordenador antiguo abrigados con bufanda y gorro, porque estos locales no suelen tener calefacción. Y en la esquina duerme un perro...
También he entrado en una tienda de cosas bonitas. Hay muchas así en aquí. Venden todo tipo de artículos: joyas, peluches para niños, libros de filosofía y espiritualidad, juegos de cartas, tazas de té e incluso adornos navideños... En esta tienda, que hacía esquina, había una madre y su hija sentadas tras el mostrador. La madre rondaría los sesenta pero llevaba ropa colorida, new age. La hija no tendría más de veintitantos. Ambos eran parecidas, dos verisones de la misma persona en diferentes tiempos. En la trastienda, un hombre (¿el hijo, el amante? era demasiado joven para ser el padre) hacía té.
Después he subido hasta Prince Street, tras atravesar el cementerio. Pero no me he detenido en esta la calle más concurrida (razón a tener en cuenta para evitarla, al menos en mi caso) y he seguido subiendo hacia New Town y sus casas perfectas, que transmiten la armonía y el optimismo de una vida mejor y más cómoda; una vida en la que el té siempre se sirve a las cinco acompañado de scones y mermelada de fresa. No naranja amarga. Cuando he alcanzado George Street se podía ver el mar a los lejos... y un incendio, o al menos eso me ha parecido; una esfera ardiente en el horizonte, sobre las aguas. De color naranja dorado, muy intenso. He tardado en darme cuenta de que era el sol, al atardecer, como una joya que se hubiera desprendido he ido a caer entre la monótona densidad de las nubes. Qué belleza, ese momento, en Old Town, en el silencio de la lluvia. Y aún así el sol, precisamente al atardecer. Una despedida. Tristeza.
No llevaba la cámara encima, pero estos momentos no son para archivarlos sino para saborearlos. Como se degusta un caramelo que se derrite poco a poco en la boca hasta que su dulzura acaba por perderse en el recuerdo.
https://www.youtube.com/watch?v=zmjbsEulgT8
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