martes, 25 de enero de 2011



El terror de observar aquellas cosas flotando en el cielo, tan diminutas que no eran más grandes que una almendra. Pesadas libélulas que hacían girar sus hélices con violencia, pero el único ruido que llegaba era tan suave como un silbido...

Alzó la cabeza hacia los helicópteros en aquel cielo rojo sangre, y vio como de ellos colgaban unas finas cuerdas de las que pendían unos objetos terribles, unos objetos que encerraban dentro de sus cápsulas metálicas el fin del mundo.

Sostuvo la respiración, temblando; el caos de la estación era tremendo, trenes descarrilados, en llamas, con chispas revoloteando al rededor como luciérnagas. Pero nadie miraba, todos tenían la mirada puesta en el cielo, donde acababan de eclosionar aquellos terribles huevos danzantes, que, desprendiéndose de los helicópteros, lanzaron un rugido e iluminaron el cielo con un resplandor que era como un grito de agonía.

El terror de observar aquellas cosas cayendo, de observar el hecho antinatural de aquel cielo nocturno iluminado, de los trenes cuyas llamas lamían el aire mientras recibían nuevas explosiones...

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