Oscuridad.
CAPÍTULO 1
Camino por las enormes calles de la ciudad. La gente que se cruza con nosotros sonríe a mi niña, que camina cogida de la mano, a saltitos. Todo es impresionante para ella: cada instante un nuevo mundo, que se revela y transforma ante sus ojos infantiles, mostrándole un abanico de colores interminable. Las nubes que cruzan el cielo son como retazos de espuma en una enorme bañera. Las gaviotas sobrevuelan las azoteas de los impresionantes edificios, y sus chilldos salados huelen a mar.
Una señora de cabellos largos, rizados y coloreados de plata, que lleva una especie de turbante púrpura enredado en la cabeza, juega con una marioneta de madera en la calle. Mueve los hilos e insufla en su cuerpo el toque cálido de la vida. La mujer tiene unas enormes gafas de carey, y lleva al menos tres vestidos puestos, todos de colores, uno encima de otro. Mi niña se para, extasiada, mira mamá, mira, dice, en un grito que expresa la más sincera de las alegrías. Quiere detenerse, ver jugar a ese niño que, como ella, se mueve y baila, aunque sus miembros sean rígidos y su cara esté pintada. Ella es aún demasiado joven para percibir la sutil diferencia. La mujer le sonríe, charla con ella. Eres una niña especial, canturrea. Yo dejo caer unas monedas en el gorro de tela que hay al lado. La mujer alza los ojos, y me sonríe. Sus dientes están podridos.
CAPÍTULO 2
Llegamos al fin al edificio. Situado en la calle más concurrida de la ciudad, desafiando al mundo entero. Su fachada es acristalada pero engañosa. Una puede pensar que esas paredes azules y transparentes muestran el interior, como una persona sincera describe sus sentimientos sin el menor reparo. La luz juega, de hecho, con sus brillos, creando tal ilusión. Pero de fijarse más, seguramente una se diera cuenta de que, lo que creyó en un principio inocente cristal, no es más que un espejo que no hace sino reflejar habilmente lo que tiene delante, sin ofrecer nada de lo que realmente esconde. Sólo imágenes muertas, espejismos de un mundo que le es ajeno. Terrible truco.
No hay nadie custodiando su enorme puerta de acero negro; se diría que la entrada es libre a los curiosos. Pero aún así. yo llamo al interfono situado al lado. Silencio. Repentinamente la luz roja se enciende. Un carraspeo. Puedo sentir la cámara situada encima de nosotras moverse con la agilidad y el silencio de la serpiente cascabel en las arenas del desierto. Primero me enfoca a mí, con sorpresa mal disimulada. Pero es finalmente mi niña, quien, ajena a todo, ha caído en el cruel juego de los espejos, capta su atención. Unas palabras silenciosas. Unas indicaciones. Y las puertas se abren de nuevo, como tres años atrás, fauces enormes de la bestia, en las que me introduzco voluntariamente. Nadie sale a darme la bienvenida.
CAPÍTULO 3
Pasillos anónimos, de paredes blancas y brillantes, y fluorescentes insomnes en el techo. En cada uno de ellos puertas, que en hileras interminables, se pierden en la oscuridad de las esquinas. Los atravieso en silencio, sin cruzarme con nadie. Subo escaleras, las bajo. Giro a la derecha y a la izquierda. Las salas de espera de este particular hospital están abandonadas, y los cuadros de flores colgados de las paredes están marchitos por el tiempo. A mi niña no le gusta este lugar, puedo sentirlo en su mirada inquieta, en su manita que agarra con una fuerza desesperada la mía. Sé que está buscando la gente, el cielo, pero sobre todo los colores. Los colores. Pero sólo hay blanco. Y el negro de lo desconocido.
CAPÍTULO 4
En nuestro silencioso peregrinaje, se nos cruza una sombra. Bajo el gorro verde y la bata que oculta las formas de un cuerpo menudo reconozco ese cabello rubio con chispas grises, esos ojos verdes de reptil, aún así coronados por espesas pestañas negras. Me mira. No puedo evitar estremecerme, y agarrar con más fuerza a mi niña. Pero los labios pequeños y exquisitos de la mujer esbozan una tímida sonrisa, mientras con un gesto inperceptible me indica que la siga. Atravesamos nuevos pasillos, más arterias dentro del cuerpo de ese animal terrible que ya nos ha devorado. Finalmente, en una esquina particularmente oscura, que imagino inexistente para las cámaras de seguridad, esos labios húmedos y seductores se atreven a hablarme. Nunca quise hacerte daño, susurra con voz ligera, y a esa frase le siguen luego otra serie de instrucciones, aderezadas con palabras de dulce consuelo, de claustrofóbica esperanza.
Y mientras tanto sus ojos amarillentos siguen girando sin parar dentro de las órbitas, fríos y calculadores, sopesando, descomponiendo, extrayendo.
CAPÍTULO 5
Coloco nuestras escasa pertenencias en la austera habitación que nos han asignado. Una cama, un armario sin puertas, una bombilla que cuelga del techo. Y todo convenientemente pintado de blanco, de ese color que ciega, que da dolor de cabeza y produce angustia, y añoranza de noches tranquilas. Mi niña está asomada a la ventana, por la que se filtra el aire fresco de la calle, como un recuerdo de lo que tuvimos antes. Agobiada, como el corredor sediento ansía el agua fresca, me asomo con ella. Y entonces lo veo. Otra mujer, asomada a una de las ventanas del edificio de viviendas de enfrente, mira hipnotizada a mi pequeña. En sus ojos late el hechizo, la invasión, el encantamiento de lo desconocido. Está atrapada. Sacudo a mi niña, ¡eso no está bien, no lo hagas, detente! Mi niña tiembla, me mira aterrorizada, con lágrimas de susto. El cristal de la ventana desde la cual nuestra soñadora nos observa, estalla en mil pedazos en un segundo. ¡No, te has portado mal! Agarro a mi niña del brazo, cierro la ventana de golpe. La llevo a arrastras a la cama, mientras coloco delante de ella un papel y las ceras de colores. ¡Dibuja! le ordeno, ¡cuando tengas ganas de hacer eso, dibuja! ¡Ponlo todo en el papel, libérate así del mal! ¡Vamos! Extiendo el papel sobre la cana, y obligo a sus dedos regordetes a agarrar una pintura, mientras ella, entre lágrimas e hipidos me pide perdón. ¡Dibuja, dibújalo ahora! Grito, sin poder contenerme, aplastando su manita cálida entre la mía, clavando la cera en el papel hasta rasgarlo con violencia, mientras mi niña chilla, de dolor, de miedo. Pero sus lágrimas suenan aún demasiado lejanas para conmoverme.
CAPÍTULO 6
En la oscuridad de una noche imaginaria, sólo intuida tras las ventanas cerradas -pues la bombilla sigue encendida en el techo, y hace brillar las paredes, sin que exista interruptor capaz de sofocarla- abrazo a mi niña, intentando acallar sus sollozos. Tranquila, susurro, con las manos llenas de ceras derretidas, reventadas con mi calor, no pasa nada, cielo.... sé que no querías hacerlo, sé que no querías enfadar a mamá... Mamá te quiere, te quiere tal como eres. Eres especial, mi vida, ya lo sabes. Pero tienes que dejar de hacer esas cosas, porque esas cosas no están bien, y aunque mamá te quiera tiene que enseñarte, ¿comprendes? Enseñarte. Entre la humedad, y acurrucada en mi pecho, mi niña asiente, con los ojos brillantes y el rostro mudo. La incondicional entrega de esos deditos sangrantes que se aferran a mi cuello, es dolorosa.
-EPÍLOGO-
Avanzo por las calles de la ciudad, rauda y discreta. Intentando alejarme lo más posible de ese lugar maldito al que sé que no voy a volver jamás. Mis ojos buscan la libertad del horizonte, y mi mano aferra el aire. Mi niña no está. Tuve que dejarla allí. Era todo lo que ellos pedían. Lo que los ojos de reptil me ofrecieron a cambio de mi preciada libertad. Porque ellos ya no quieren un ejemplar mutilado, sino la pequeña. Mi hija. Engendrada en el dolor, nacida en el ocaso de mi espíritu. Un pedazo de carne que a penas si había empezado a vivir, a sentir. No está mal, me repito, a penas si llegó a saber lo que es esto. Sintió el calor del sol como un sueño, y las tinieblas que la van a devorar pronto se convertirán en su único recuerdo. Di una parte para salvar el todo. No importa que las lágrimas envenenen mi alma, y mi espíritu se extinga a cada paso.
Simplemente no podía atravesar de nuevo ese camino.
CAPÍTULO 4
En nuestro silencioso peregrinaje, se nos cruza una sombra. Bajo el gorro verde y la bata que oculta las formas de un cuerpo menudo reconozco ese cabello rubio con chispas grises, esos ojos verdes de reptil, aún así coronados por espesas pestañas negras. Me mira. No puedo evitar estremecerme, y agarrar con más fuerza a mi niña. Pero los labios pequeños y exquisitos de la mujer esbozan una tímida sonrisa, mientras con un gesto inperceptible me indica que la siga. Atravesamos nuevos pasillos, más arterias dentro del cuerpo de ese animal terrible que ya nos ha devorado. Finalmente, en una esquina particularmente oscura, que imagino inexistente para las cámaras de seguridad, esos labios húmedos y seductores se atreven a hablarme. Nunca quise hacerte daño, susurra con voz ligera, y a esa frase le siguen luego otra serie de instrucciones, aderezadas con palabras de dulce consuelo, de claustrofóbica esperanza.
Y mientras tanto sus ojos amarillentos siguen girando sin parar dentro de las órbitas, fríos y calculadores, sopesando, descomponiendo, extrayendo.
CAPÍTULO 5
Coloco nuestras escasa pertenencias en la austera habitación que nos han asignado. Una cama, un armario sin puertas, una bombilla que cuelga del techo. Y todo convenientemente pintado de blanco, de ese color que ciega, que da dolor de cabeza y produce angustia, y añoranza de noches tranquilas. Mi niña está asomada a la ventana, por la que se filtra el aire fresco de la calle, como un recuerdo de lo que tuvimos antes. Agobiada, como el corredor sediento ansía el agua fresca, me asomo con ella. Y entonces lo veo. Otra mujer, asomada a una de las ventanas del edificio de viviendas de enfrente, mira hipnotizada a mi pequeña. En sus ojos late el hechizo, la invasión, el encantamiento de lo desconocido. Está atrapada. Sacudo a mi niña, ¡eso no está bien, no lo hagas, detente! Mi niña tiembla, me mira aterrorizada, con lágrimas de susto. El cristal de la ventana desde la cual nuestra soñadora nos observa, estalla en mil pedazos en un segundo. ¡No, te has portado mal! Agarro a mi niña del brazo, cierro la ventana de golpe. La llevo a arrastras a la cama, mientras coloco delante de ella un papel y las ceras de colores. ¡Dibuja! le ordeno, ¡cuando tengas ganas de hacer eso, dibuja! ¡Ponlo todo en el papel, libérate así del mal! ¡Vamos! Extiendo el papel sobre la cana, y obligo a sus dedos regordetes a agarrar una pintura, mientras ella, entre lágrimas e hipidos me pide perdón. ¡Dibuja, dibújalo ahora! Grito, sin poder contenerme, aplastando su manita cálida entre la mía, clavando la cera en el papel hasta rasgarlo con violencia, mientras mi niña chilla, de dolor, de miedo. Pero sus lágrimas suenan aún demasiado lejanas para conmoverme.
CAPÍTULO 6
En la oscuridad de una noche imaginaria, sólo intuida tras las ventanas cerradas -pues la bombilla sigue encendida en el techo, y hace brillar las paredes, sin que exista interruptor capaz de sofocarla- abrazo a mi niña, intentando acallar sus sollozos. Tranquila, susurro, con las manos llenas de ceras derretidas, reventadas con mi calor, no pasa nada, cielo.... sé que no querías hacerlo, sé que no querías enfadar a mamá... Mamá te quiere, te quiere tal como eres. Eres especial, mi vida, ya lo sabes. Pero tienes que dejar de hacer esas cosas, porque esas cosas no están bien, y aunque mamá te quiera tiene que enseñarte, ¿comprendes? Enseñarte. Entre la humedad, y acurrucada en mi pecho, mi niña asiente, con los ojos brillantes y el rostro mudo. La incondicional entrega de esos deditos sangrantes que se aferran a mi cuello, es dolorosa.
-EPÍLOGO-
Avanzo por las calles de la ciudad, rauda y discreta. Intentando alejarme lo más posible de ese lugar maldito al que sé que no voy a volver jamás. Mis ojos buscan la libertad del horizonte, y mi mano aferra el aire. Mi niña no está. Tuve que dejarla allí. Era todo lo que ellos pedían. Lo que los ojos de reptil me ofrecieron a cambio de mi preciada libertad. Porque ellos ya no quieren un ejemplar mutilado, sino la pequeña. Mi hija. Engendrada en el dolor, nacida en el ocaso de mi espíritu. Un pedazo de carne que a penas si había empezado a vivir, a sentir. No está mal, me repito, a penas si llegó a saber lo que es esto. Sintió el calor del sol como un sueño, y las tinieblas que la van a devorar pronto se convertirán en su único recuerdo. Di una parte para salvar el todo. No importa que las lágrimas envenenen mi alma, y mi espíritu se extinga a cada paso.
Simplemente no podía atravesar de nuevo ese camino.
2 comentarios:
Me desconciertas, porque yo soy una persona muy elocuente, pero a veces me dejas sin palabras a la hora de expresar mi admiración.
Cuando estoy borracha de números, teoremas, código, fórmulas, operaciones... a punto de decidir que no hay nada más bello, más perfecto, más genial, que más me llena... de alguna forma siempre aparecen las palabras para tirar todo el progreso por tierra, para hacerse oír y para encadenarme de nuevo a la indecisión, a la mitad del camino, al pertenecer a dos mundos y en realidad no serle leal a ninguno.
Y esta vez han sido las tuyas.
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