martes, 21 de agosto de 2012
Hoy he leído una carta que llevaba esperándome metida dentro de un libro casi un mes.
Este año ha sido difícil por diferentes motivos que tal vez explique en otro post. A veces, sobre todo al principio, intentaba echarle la culpa al mundo y a lo que hay fuera, buscando injusticias y maldades, que, como ya sabéis, siempre abundan.
Así que cuando, finalmente, hasta aquellos a los que yo quería y procuraba cuidar empezaron a pasar por encima de mis deseos y necesidades como si yo no fuera nadie, sentí un gran desazón, un rabia infinita. ¿Por qué las cosas son tan injustas? ¿Por qué la gente no puede ser más considerada?
Sin embargo, yo siempre he sido educada hasta el extremo, con lo que expresarme, demandar de otros un cambio, siempre me ha costado muchísimo, especialmente en ese momento, empequeñecida de miedos y problemas. Era incapaz de gritar "¡eh, estoy aquí, no me pises!" Hasta que finalmente estallé (lo justo para volver a esconderme) y empezó el caos.
Expresar mis sentimientos no fue tarea fácil. No lo hice muy bien (mirando al suelo, temblando como una hoja) pero me enfrenté y dije lo que pensaba, aunque doliese. Y, como os podéis imaginar, esa persona no se lo tomó nada bien. Esa persona de la que hablo, la misma que ha escrito esta carta, era una persona cercana, a la que consideraba unida a mí por los lazos de la amistad, pero que sin embargo me había estado tratando no precísamente con dedicación y encanto, y en ese momento yo pretendía establecer unos límites, un "por aquí si que no pasas". Y pese a que mi explicación fue educada, tranquila, sin ánimo de ofender, la persona solo lo pudo ver como un ataque personal que intentó devolverme con gritos y palabras poco agradables.
Yo desaparecí, que es una de las cosas que mejor se me da hacer.
No obstante, desde ese momento, ese enfrentamiento, algo extraño empezó a sucederme. Los miedos crecían. En lugar de pensar que por lo menos ya había dejado todo claro pero que tampoco era la Tercera Guerra Mundial, en vez de intentar olvidarlo (esa persona estaba cansada, agotada, quizá eso le impedía razonar con claridad) un resentimiento empezó a crecer dentro de mí y a arraigarse, como la mala hierba en un jardín, como la hiedra que crece hasta ahogar al roble. Ya no podía ver a esa persona ni en pintura, solo acercarme a ella, distinguir su silueta en la lejanía, me provocaba temblores y un miedo irracional que alcanzó el límite del absurdo, lo irrisorio, aunque yo no podía verlo así.
Qué curioso. Pasó de ser una persona a la que apreciaba mucho, por sus virtudes (las cuales no han cambiado) a alguien a quien evitaba a toda costa y de quien huía. "Me hizo daño" pensaba yo, "es lo justo". ¿Pero cuán justo es separarse de alguien solo por un dolor, un dolor fantasma, que no tenía otro orígen, otra fuente primera que yo misma y mi incapacidad por protegerme, por gritar "NO" cuando es necesario?
Han tenido que pasar meses, he tenido que hacer muchos esfuerzos, antes de abrir esa carta. Porque cada vez que pensaba en esa persona rememoraba aquella sola escena, tan desagradable; los gritos, y la última pulla que me lanzó, tan desacertada. Y con cada vez que pasaba ese vídeo en mi cabeza volvían los temblores, y la ira, y el miedo. Así hasta agotar mi cuerpo y adormecer mi mente, mientras seguía alimentando el resentimiento.
Sin embargo, ayer abrí la carta. La abrí y descubrí simplemente a otra persona. Una persona con defectos, imperfecciones. Una persona sencilla, normal, que demanda, pide, una nueva toma de contacto. Una persona que dice echarme de menos, que dice que quiere seguir pese a mis silencios. Puedo ver que sigue siendo magnífica en algunos aspectos. Que sus virtudes son superiores a sus defectos, y que aún puede aportarme muchas cosas. Que quiero seguir junto a esa persona, porque el verdadero problema nunca fue suyo, sino mío.
Ya he logrado deshacerme del resentimiento. Ya puedo respirar.
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