sábado, 18 de agosto de 2012



Un día como hoy, hace exactamente un año, comencé un viaje que me iba a llevar a la capital del que fue una vez el Imperio más grande del mundo. Realmente, era una locura. Conocía sin conocer a la persona que me iba a acompañar durante del viaje, si es que alguien puede entender esa paradoja. De hecho, el viaje en sí había surgido de un comentario, un deseo mío que se materializó a una velocidad tan vertiginosa que ni mis ojos podían creerlo. Recuerdo que acabábamos de conocernos, el primer día, y estábamos cruzando ese largo paso de cebra que separa Plaza España de la Gran Vía madrileña, cuando yo dije:

-Ah, me encantaría ir a Londres este verano -y de repente, se me escaparon las palabras- ¿te vienes?

Dijo que le encantaría, pero claro, hay tantas cosas que nos gustan pero que no podemos hacer... Honestamente, no tomé en serio su comentario. Sin embargo, una cosa llevó a la otra, y de repente ya estábamos mirando hoteles, vuelos, y antes de que pudiera pestañear los estábamos pagando.

Yo no estaba muy segura de nada; tenía ganas de ir a Londres y compartir esa experiencia, pero al mismo tiempo era consciente de que el viaje era alocado y que a penas nos concíamos a la manera convencional. De eso podía salir cualquier cosa. Recuerdo que me decía a mí misma: "De toda esta aventura, o salimos a hostias... o lo otro".

Y al final fue lo otro.

Desde entonces los recuerdos de ese viaje duermen en mi memoria. Londres es, sin duda, la ciudad más hermosa que he visitado hasta el momento. Sus calles húmedas, sus imponentes edificios, espectaculares museos y verdes parques... todo estaba teñido de un aura mágica, de historia, como si mis palabras lo hubieran moldeado ya antes de conocerlo. He hecho muchos viajes a lo largo de mi vida, pero ese es sin duda uno de los que con más cariño recuerdo, pues cada día era una joya única, una experiencia por descubrir. Por primera vez, advertí los beneficios de viajar en compañía, pues de esa manera se descubren cosas nuevas, se combina la mirada propia con otra y así se accede a los detalles, a las cosas que, de otra manera, pasarían desapercibidas. Y tanbién volví a sentir lo que es tener un alma cerca, una presencia con la que sobran las palabras, las convenciones, los tanteos.


Ese viaje fue el comienzo de muchas cosas, la semilla que después dormiría en la tierra. Algunas fueron buenas, otras, más destructivas, aún intento combatirlas. Sin embargo, el dieciocho de agosto siempre será una fecha recurrente, un número exacto a la edad que yo tenía entonces. Mis primeros pasos dirigiendo mi destino, la imágen de una ciudad empapada de locura a la que aún hoy sueño con regresar.

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