domingo, 30 de septiembre de 2012




Resulta que fui invitada al palacio de Holyrood, que es la joya que espera a los valientes que bajan caminando por la Royal Mail, conscientes, (o quizá no) de que todo lo que baja, sube (y la Royal Mail baja muchísimo, con lo cual el regreso se torna una cuesta nada despreciable).

Allí pude contemplar sus lujosos jardines, escalinatas y techos de escayola decorados de tal manera que diríase que un pedazo de Paraíso Celestial (con sus nubes algodonosas, querubines y arcángeles tocando las tromepetas, todos ellos con rasgos tan armoniosos como impersonales) se había colado dentro. Las habitaciones comenzaron simplemente siendo sobriamente inglesas -se sabe de buena tinta que los nobles franceses temerosos de la Revolución que se alojaron aquí tuvieron que mandar traer (qué calamidad) tapices, muebles y toda clase de accesorios con el fin de poder suavizar aquellos fríos decorados tan acordes con el tiempo escocés) para terminar soprendiendo con un lujo exótico, de aquellas colonias orientales que acabó teniendo el Imperio.



Pero esto no es casualidad, sino que está perfectamente calculado. Las habitaciones del palacio, laberínticas, están diseñadas de tal manera que su lujo aumenta según una se acerca a los aposentos reales, cuya antesala es un verdadero despilfarro de tapices, caoba y metales preciosos, para que los que se hallan ante la Reina queden tan deslumbrados ante semejantes maravillas que no tengan tiempo de fijarse que, quién les ha concedido la visita, no es más que una abuela entrada ya en años y con un rostro arrugado que sugiere que ni siquiera en sus años más amables fuera agraciado.

En las habitaciones de la torre, a las que se accede por una estrecha escalera de caracol, se puede recordar una historia que sucedió siglos atrás pero que no está extenta de pasiones, sangre y violencia. La Reina Mery Stuart Queen of Scots (o María Estuardo, Reina de Escocia, para los hispanoablantes) se alojó allí cuando era esposa de Lord Darnley, un escocés primo de Enrique VIII, y, como este último, no precisamente un ser racional o civilizado.



Cuenta la historia que Mery Stuart fue una mujer muy admirada en su época que se casó nada menos que tres veces y vivió una vida de lo más azarosa, marcada por sus derechos al trono de Inglaterra (y en eso sus intereses se encontraban con los de Isabel I, otra mujer de armas tomar en aquella época y quien plantó la semilla de lo que después sería un Imperio). Cuando vivía en Holyrood, las malas lenguas decían que mucho más que la simple confianza la unía a su secretario Rizzio, un encantador italiano que la seguía a todas partes (y seguramente más considerado que su brutal marido criado a base de huggies en las altas y escarpadas montañas escocesas).

Lo cierto es que un día Lord Darnley entró de sopetón en las habitaciones privadas de la Reina (embarazada en aquellos tiempos, y no precisamente de unas pocas semanas) y cuando la encontró cenando con sus damas y el secretario, se abalanzó sobre este último seguido de sus amigos nobles y demás criados. Se armó un terrible revuelo: las damas de compañía chillaban asustadas mientras, como palomas ante la sombra del gavilán, trataban de huir en desvandada. Mery Stuart, pálida de terror, trataba sin que nadie la escuchara de hacer entrar en razón a su marido. Pero la violencia y la sed de sangre ya se había apoderado de este. En cuestión de segundos la habitación quedó hecha un desastre: tapices rasgados, la vajilla destrozada, incluso la mesa volcada. Una enorme mesa de roble, recia, que había resistido toda clase de avatares, no pudo con el terrible enfado del Lord, que se abalanzó sin piedad sobre Rizzio (que entre lágrimas lloraba protección a su Reina, agarrado a sus faldas) y le asestó nada más y nada menos que 56 puñaladas, aunque puede que sus acólitos le ayudaran en esto, pues tan elevado número de heridas sugiere un trabajo conjunto.



Tras el terrible incidente, Mery Stuart no solo se separó de su marido, si no que se aseguró de que él iba a pagar por su comportamiento osado y violento en los mismos términos en los que había terminado Rizzio. A penas un año después, la casa en Edimburgo donde se alojaba Lord Darnley explotó misteriosamente, y su cuerpo fue encontrado en el jardín. Las investigaciones de la época dieron cuenta de que ya había sido previamente estrangulado...

Ahora bien, ¿qué ocurrió realmente?, se pregunta el oyente avispado, aquel que no solo desea conocer la historia sino adentrarse en sus mecanismos, comprender las razones que forzaron los acontecimientos. ¿Era Rizzio, el amable italiano, el mismísimo amante de Mery Queen of the Scots ante las mismísimas narices del violento Lord Darnley? ¿O quizá este último organizó todo ese tumulto con el fin de conseguir que Mery abortara al hijo de ambos, que habría de ser el heredero católico al trono de Inglaterra y Esocia, cosa que no interesaba al lord, que se había pasado de incógnito al lado protestante?

La respuesta no se halla entre las polvorientas paredes de Holyrood, sino en su frondoso jardín, donde hice el más sorprendentemente descubrimiento...





Aquí, semi escondido entre los arbustos, podemos ver una imagen de Rizzio, que sujeta entre sus manos ni más ni menos que un instrumento, un violín, concretamente. Es decir, que el italiano no solo trajo de su tierra los ojos negros y un delicioso acento, sino que también regaló a las solitarias montañas escocesas el sonido de tan refinado objeto.

Ahora bien, ¿quién nos dice que tal sonido pudiera ser del agrado de aquellos que, a diferencia de las montañas, tienen sentidos, como la capacidad de escuchar? Y entonces, oh queridas y queridos lectores, comprendí la verdad en la historia. Pobre Lord Danley, maltratado por los posteriores cronistas como marido terrible y celoso, u oportunista sin ideales ni más bando que su propia conveniencia... ¿Quién puede juzgar a un hombre que ha perdido ya toda capacidad de raciocinio, vencido por la locura que produce la escucha prolongada de ciertos sonidos? Pues el pobre desafortunado solo quería paz, y silencio, y hacer callar los diabólicos maullidos gatunos que los dedos del inoportuno italiano arrancaban a las cuerdas desafinadas del violín...


jueves, 27 de septiembre de 2012



Es curioso como a veces, mis propios pensamientos aparecen ante mí en los ecos de palabras que fueron escritas hace más doscientos años...

Poco tengo yo que ver con mi pobre M. Bramble, la verdad, salvo que ambos quizá seamos demasiado sensibles en carne y espíritu y, por supuesto, en esta (no extenta de delicadeza y buenas maneras) reflexión:

'(...) I had no yet determined for whom I should give my vote, nor wheter I should give it for any. -The truth is, I look upon both candidates in the same light; and should think myself a traitor to the constitution of my country, if I voted for either (...) we all are a pack of venal and corrupted rascals; so last to all sense of honesty, and all tenderness of character, that, in a little time, I am fully persuaded, nothing will be infamous but virtue and public-spirit.' (M. Bramble, Bath, May 19).

Porque es ahora cuando, estando en otros lugares, otros aires, puedo ver en perspectiva ciertas cosas...

lunes, 24 de septiembre de 2012





La noche del viernes veintiuno de septiembre fue una de las (si no la que más) extrañas de mi vida.

Tuvo un comienzo aparentemente normal, ordinario, sencillo. A las 4pm terminaba yo mi clase de Japonés y me iba corriendo al otro lado del campus a asistir a una Japanese Gathering organizada precísamente por mi profesora para estudiantes de lengua japonesa y estudiantes japoneses de intercambio aquí en Edimburgo.

Se celebraba en un aula demasiado pequeña para tantísima gente (la sociedad japonesa aquí en Edimburgo es muy activa, por lo visto). Nada más llegar, agotada como estaba de un día entero de clases, corri a servirme un delicioso (y fresco) zumo de piña. Luego me fui a charlar con las chicas japonesas de mi residencia (españolas o españoles, ni uno he encontrado, pero japoneses... ¡japoneses he conocido en una semana los que no he conocido en toda mi vida!). Estaban Y., M., y E. entre otras. Conocí a una chica de Tokyo que quería ir a España en navidades (le sugerí, como no, Madrid) y una muchacha medio francesa medio japonesa de nombre impronunciable que (esto lo supe más tarde) es, por lo visto, una modelo bastante famoso allá en Japón, donde consideran exóticas a las personas con rasgos occidentales.

También me encontré a T., mi compañera china de clase de japonés (que aprende japonés pero al mismo tiempo desprecia, ideologicamente hablando, a los japoneses). Es sorprendente cuan diferentes pueden ser las visiones de unos y otros a ambos lados del mundo, pues la escuché defender el régimen Norcoreano, aunque no voy a meterme en política ahora porque no soy ducha en la materia.

A eso de las 6pm (el tiempo se me había pasado volando entre una conversación y otra) la profesora, F.-sensei, nos avisó de que tendríamos que dar por terminada la reunión porque iban a cerrar el aula. Aunque, eso sí (estamos en Escocia, no lo olvidemos) iba a haber una segunda fiesta. nijikai, en un pub cercano a la universidad, The Blind Poet.

Yo no tenía muy claro si ir o no. Llevaba la mochila a cuestas, estaba cansada tras una semana de intensas y nuevas experiencias, y además, tenía sueño. Fui a hablar con mi compañera japonesa M. que vive en la misma residencia que yo para preguntarle qué iba a hacer y así volvernos juntas. Me dijo que pensaba pasarse un rato pero que también quería volver pronto. Fuimos hacia allá juntas comentando las películas de Hayao Miyazaki que tanto nos gustan... Pero en la puerta del pub, ¡oh, infortunio! el dueño nos cortó el paso. Nos exigía una identificación válida, y no le valían los carnets de estudiante internacional, quería el pasaporte, pasaporte que, por cierto, ninguna de las dos llevaba. Les sucedió lo mismo a dos chicas italianas de mi clase de japonés y otras dos estudiantes japonesas. Qué triste era verlos a todos dentro, ocupando ya las mesas en el cálido establecimiento mientras nosotras aguardabamos fuera, en una lluviosa intemperie... La profesora, F.-sensei nos alcanzó y preguntó qué sucedia. Le contamos la cuestión y ella mandó a H. P., la profesora de japonés escocesa a convencer al dueño del pub 'in proper english' para que nos dejara, si no consumir bebidas alcohólicas, por lo menos estar dentro.

Nada, fue inútil. Ese caballero tenía un mal día y no pensaba dar su brazo a torcer. M. y yo queríamos irnos (creo que las dos nos sentíamos igual de cansadas, y todo el incidente nos proporcionaba una excusa para desaparecer) pero la profesora se sentía quizá en deuda con nosotras, así que mandó a ML, un estudiante de último curso, a que nos llevara a una cafetería junto a todos los que no habían podido pasar.

El local que eligió M. era muy agradable y no excesívamente caro. Como ya eran casi las 7pm casi todos pedimos algo de cenar. Estuvimos charlando sobre temas diversos: la vida en japón, los lugares que nos gustaría visitar allí, la vida en Edimburgo, Londres (ML., el estudiante de último curso, era de allí) y cosas similares. Todo grato, apacible, tranquilo.

Finalmente, a eso de las ocho y media de la tarde, decidimos marcharnos. Y entonces, cuando salíamos de la cafetería, ML. nos propuso un plan. Nos contó que compartía piso con un amigo en la New Town que tenía unas maravillosas vistas a Calton Hill. Seguidamente, nos invitó a todas a ir un momento para disfrutarlas, iba a ser un paseillo, solo a diez minutos de dónde estábamos.

Aceptamos.

Empezamos a caminar. La ciudad estaba oscura, y las luces brillaban por doquier. Hacia frío y llovía, pero hacia tanto viento que haber llevado paraguas habría sido completamente inútil. Yo iba de nuevo charlando con M., esta vez de mangas y libros que nos gustaban. Los diez minutos pasaron y luego se hicieron quince, y veinte, y yo empecé a pensar que ML nos había engañado ligeramente, pero aún no estaba preocupada.

Pasamos delante de la tumba de Hume (sí, Hume, que no deseaba otra cosa que ser enterrado en una lápida en la que solo figurara su nombre, ocupa un enorme mausoleo en las faldas de la colina de Calton Hill) y finalmente llegamos a un silencioso barrio residencial.

ML. se dirigió al portal de uno de los pisos y nos invitó a pasar. Sin embargo, no pudimos subir las escaleras que llevaban a la puerta de su apartamento, pues nos dijo que tenía que arreglar antes algunas cosas, y nos dejó allí, en el portal.

Pero qué portal. Permitid que os lo describa. El elegante suelo de madera estaba cubierto por ricas alfombras de ribetes dorados y patrones de flores. Las enormes paredes, adornadas con estatuas y columnas de escayola. Las paredes forradas con un elegante patrón y ante nosotras una impresionante escalera de caracol de mármol blanco con barandilla de cobre también alfombrada. En los techos abovevados se podían ver diferentes dibujos, que imitaban cielos crepusculares...

Todas nos quedamos boquiabiertas, porque, como he dicho antes, ML. se nos había presentado como un estudiante londinense de último curso que compartía piso con un amigo. De hecho, nos había contado que él ni siquiera tenía que pagar nada puesto que el tal amigo era el que corría con todos los gastos del alquiler. Se puede entender eso de un apartamento normal, ¿pero de aquello?

Una de las chicas italianas le dijo, entre risas, a la otra.

-Esto es increíble... ML. debe de ser su amante como mínimo...

Ahora bien, lo dijo en italiano para que nadie más pudiera enterarse. Claro que no contaban con que el italiano se parece mucho al español... y pronto las tres nos estuvimos riendo, tan divertidas como un poco asustadas, pues lo insólito del asunto había empezado a inquietarnos.

Y eso que aún no habíamos visto la casa.

Cuando ML. al final nos invitó a pasar, supe que, definitivamente, este chico no era alguien normal. Claro que el piso tenía buenas vistas a Calton Hill, ¿cómo no tenerlas con aquellos enormes ventanales de tres metros de altura enmarcados en pesadas cortinas de terciopelo? Los techos eran también altísimos, casi de unos cinco metros. Los suelos estaban enmoquetados, pero no con la moqueta sucia y polvorienta de mi residencia, si no con una suave capa granate de algo similar al terciopelo, tan cómodo como el tapizado de un sillón. Había, en el centro de la estancia, una enorme chimenea de mármol con todos sus accesorios. Sobre la repisa, una colección de botellas de whisky, entre ellas, una de los años treinta sin abrir, según pude comprobar. El mobiliario también era exiquisito: muebles antiguos pero harmoniosos, probablemente caras antiguedades. Sillones de un estilo dieciochesco tapizados en colores que contrastaban con la moqueta. Un viejo piano de semi cola que parecía tener al menos trescientos años (la madera tenía unos brillos dorados) descansaba, como un animal dormido, en un rincón. Un enorme arcón hacia las veces de mesita de café, y había una silla de diseño junto a la ventana que más que un mueble parecía una pieza de arte abstracto.

ML se marchó a preparar té y nos dejó a todas contemplando la estancia. Recuerdo que, aunque mirábamos los sillones, no nos atrevíamos a sentarnos en ninguno (se veían tan relucientes, tan caros...) Finalmente acabamos todas sentadas en la cómoda moqueta alrededor del enorme arcón, al estilo japonés. Recuerdo que cuando vi a ML aparecer con las humeantes tazas de té recién hecho pensé que no bebería ni una gota. Quiero decir, imaginad la escena. Una lujosa y solitaria casa en un silencioso barrio señorial junto a una colina donde siete jovencitas, todas ellas extranjeras, son convidadas por un misterioso caballero... ¿Qué podría haber puesto en nuestros tés mientras estaba en la cocina? ¿Algún tipo de droga, quizá? ¿No habría sido realmente fácil hacerlo? Quiero decir, las mentes malvadas pueden, en tantísimas ocasiones, llevar a cabo sus más siniestros planes... Porque si lo pensamos bien, ¡es tan fácil! ¡Confiamos tanto en otros, incluso en los que acabamos de conocer!

Por si fuera poco, para terminar de arreglar el ambiente, ML apagó todas las luces y puso en su lugar dos solitarias velas sobre la mesa. En el reproductor sonaba Tchaikovsky, mientras los rostros de mis compañera se desdibujaban en las tinieblas y con el titilar de las velas. ¿Os imagináis ahora el ambiente? Era tan sobrecogedor, que cuando ML se marchó a buscar unos dulces con los que acompañar el té una de las chicas japonesas, U., aprovechó para encender una pequeña lamparita de pie.

En cuanto ML llegó, la apagó y volvimos a las tinieblas.

-Perdona, hay poca luz -dijo U.-. ¿No podrías dejar esa lámpara encendida, por favor?

-Sí, sí -murmuramos todas para apoyarla.

-Y aquí traigo estos dulces típicos escoceses, ¡tomad, probadlos, están deliciosos!

ML. hizo como si no nos escuchara, mientras las luces cambiantes hacían afilados y amenazadores los rasgos de su rostro...

Todas, un poco nerviosas, empezaron a beber. Yo no toqué mi taza, siempre precavida, pensando ya en como largarme de aquella siniestra reunión en la que nadie -de repente- se atrevía a abrir la boca.

-¿Es que no te gusta el té? -había rezado para que la oscuridad me amparase y ML no se diera cuenta, pero no fue así-. Puedo hacerte un café, si quieres. También tengo una máquina de expresso.

-No, no, si así está bien... -me apresuré a añadir yo mientras agarraba la taza y hacía como si bebía -aunque en realidad solo me mojé un poco los labios-.

Por su puesto, los dulces escoceses tampoco los toqué. ¡Quién sabe si estaban envenenados...!

La conversación, por más que ML. se empeñaba, no fluía. Cada comentario suyo era, si acaso, secundado por una risita nerviosa. En un momento de la velada, nos contó que su padre era pianista (era, según dijo, tres cosas y por ese orden, abogado, pianista y padre). Como M. y yo sabíamos tocar también el piano, nos permitió deslizar, por un rato, nuestros dedos por las viejas y polvorientas teclas del que tenía en el salón. Estaban casi tan duras como yo había esperado, y sonaba ligeramente desafinado. Probablemente solo era un elemento más de decoración en la sala...

Finalmente, no sé como, logramos convencer a ML de que teníamos que marcharnos. Aunque eso sí, antes se empeñó en sacarnos una foto. Yo intenté no salir en ella, y me deslicé en una esquina (¡quién sabe para qué la querría luego!)

Salimos a la calle. ML propuso llamar a un taxi, pero todas rehusamos (los taxis cuestan un órgano en estos lares) pero, oh cruel destino, esto hizo que se empeñara en acompañarnos al menos parte del camino.

Lideró la marcha desde que salimos del portal, y en vez de llevarnos por las calles conocidas, se metió en plena Calton Hill, que a esas horas de la noche era solo una masa húmeda y oscura de árboles y hierbas altas. Mi corazón latía a toda velocidad. Habíamos logrado salir de la siniestra casa de ML, pero ahora, para rematar, no solo seguíamos estando con él sino que además en un parque vacío, el escenario perfecto para quién sabe qué clase de crímenes horrendos. Por mi mente desfilaban diversas imágenes, como los extraños rituales de religiones basadas en el sacrificio y la sangre que necesitan, quizá, de siete doncellas en la flor de la vida para invocar a sus primitivos dioses...

Pero aunque el miedo me helaba los huesos, en ningún momento de tan larga noche me atreví a salir pitando o a demostrarlo. Esto quizá os parezca extraño, pero yo recordaba perfectamente una película sobre un psicópata precisamente, American Psycho, que habla de un atractivo ejecutivo que por las noches se dedica a perpetrar sangrientos asesinatos. Hay una escena particularmente interesante en la que invita a su secretaria (que está enamorada de él) a cenar a su casa con la idea de (como no) matarla. Ella está tranquilamente sentada en el sofá, sin sospechar nada, tratando de seducirle, mientras él finge escucharla y afila un cuchillo al mismo tiempo. Intenta matarla varias veces (y ella habla que te habla, siempre sin notarlo, sin imaginarlo si quiera) pero nunca encuentra el momento adecuado y al final ella simplemente se va. Esa escena me dio que pensar en su día (y también esa noche) porque la secretaria se salva por una sencilla (pero fundamental) razón: no cede al pánico. Si se hubiera dado cuenta, probablemente habría gritado, o echado a correr, y entonces él, cual letal depredador, se habría avalanzado sobre ella y cosido su cuerpo a cuchilladas. Pero como no se da cuenta, su ignorancia la salva, mientras que el metodismo de él (tan perfeccionista) le impide lograr su objetivo.

Así que yo intentaba sonreír, al menos mientras ML estuviera cerca. Sin embargo, para intentar calmar mis nervios, me puse a hablar con una de las chicas italianas, F. Le conté que me gustaba mucho escribir y que de esa extraña noche iba a sacar, desde luego, una buena historia. Entonces ella me dijo que había algo que yo aún no sabía. Le pregunté de qué se trataba... Y entonces me dijo... bueno, me dijo algo que, en un primer momento, no me creí en absoluto.

Me dijo que M., mi compañera japonesa de la residencia (de hecho la primera persona que conocí al llegar allí) estaba estudiando de incógnito en Edimburgo pero que realmente era la hija de alguien... digamos prominente en Japón. Tan prominente como para ser considerado tradicionalmente una deidad entre sus habitantes, por ejemplo.

Pensé que bromeaba, que se estaba quedando conmigo. Y justo entonces salimos del parque y llegamos a un cruce de caminos. Todos se fueron por el de la derecha menos M. y yo, que como he dicho, somos de la misma residencia. Las dos solas con ML, el siempre amabilísimo ML. Echamos a andar, pero al menos yo conocía esas calles. Y ya estábamos cerca, cuando de repente ML nos llevó por otras rutas, callejones estrechos, alejados, y yo temblando, porque aquello era rarísimo. Un joven que vivía en la casa más lujosa que yo jamás había visto, una chica que decían que era también mucho más que una estudiante ordinaria... ¡¿Pero cómo había terminado yo en semejante compañía?!

Y de repente las callejuelas se terminaron y empezamos a andar monte a través (sí, de la ciudad habíamos pasado al monte) muy cerca ya de Arthur's Seat pero completamente en el campo. La hierba húmeda a mis pies y un cielo estrellado sobre mi cabeza... A esas alturas del viaje yo ya rezaba, y que ML nos hubiera dicho que eso era un atajo me daba igual, porque yo tenía clara una cosa, si allí me sucedía algo nadie podría socorrerme y además era casi imposible escapar porque desconocía donde me encontraba y en el monte todos los rincones parecen iguales... Mi único consuelo era aferrarme a la idea de que si M. era realmente quien me habían dicho que era, entonces nada podría sucederme estando con ella, ¿pues no esta muy protegida y vigilada esta clase de gente?

Pero incluso esa idea en un monte oscuro, frío a quién sabe qué horas ya de la noche, me daba poco o ningún consuelo.

Vimos un zorro.

Finalmente llegamos a mi residencia, y yo nunca me había alegrado tanto de contemplar mi habitación con sus muebles sencillos, con su pequeña ventana al campo. ¡Sana y salva! A penas podía creerlo. Y entonces corrí a buscar en el ordenador el nombre de M., solo para ver si era cierto... Y de repente me sale su foto en Wikipedia, y la miro, y es ella...  definitivamente es cierto.

Todo cuadra por unos segundos en mi cabeza, los pequeños detalles que antes simplemente me parecieron extraños, como que los estudiantes se dirigieran a ella siempre usando keigo, que es la forma más formal de lenguaje japonés y que solo se usa en casos excepcionales... hasta la extraña velada en casa de ML empezaba a tener algún sentido.Y yo tengo su número de móvil y su correo, y he bromeado con ella, y hasta le dije que se viniera a España... y todo sin enterarme de nada.

Increíble.

jueves, 20 de septiembre de 2012





Ayer, al acostarme, los de mi residencia estaban armando un buen jaleo. Esto es lo malo de vivir en comunidad. Por mucho que tenga una habitación preciosa y con baño para mi sola -lo cual es de agradecer- parece que, o aquí las paredes son de papel, o ellos gritan como si se hubieran tragado un altavoz entero.

El caso es que me pone nerviosa escuchar sus gritos, las patadas, las risas alocadas o los trotes pasillo arriba pasillo abajo a las once y media de la noche (tengo que levantarme a las siete todas las mañanas para entrar a las nueve a clase). Y ayer estaba especialmente cansada, porque entre fiestas, eventos, tai chi y conversaciones por skype hasta las tantas, hace bastante que no duermo unas ocho horas seguidas con todos sus minutos.

Al final, por cansancio, concilié el sueño. (Y también porque ellos se acabaron marchando a una supuesta fiesta).

A las dos y media de la mañana estaban de vuelta. Borrachos, colocados o qué sé yo... el caso es que había un chico que no hacía más que gritar el nombre de una chica y empezó a golpear todas las puertas del pasillo hasta que se puso a llorar a moco tendido, siempre aullando el dichoso nombre como de perro apaleado. Como os podéis imaginar, no fue el mejor de los despertares para una mente cansada. Y enseguida empecé a angustiarme -últimamente soy una experta en esas cosas- mientras daba vueltas y vueltas en la cama, deseando poder cerrar las orejas o al menos no percibir sonidos hasta la mañana siguiente, solo para poder descansar.

Me duele el estómago... pensé, oh, dioses, quizá estoy enferma. Sí, estoy enferma, me dije. ¡Estoy enferma! Y solo es la primera semana del curso. ¡No puedo ponerme enferma la primera semana del curso! Joder, vaya putada, y eso que he intentado cuidarme, y eso que intento comer bien y nutritivo, y abrigarme cuando frío, y aún así estoy enferma, también me duele la garganta... Me duele la garganta y el estómago... ¡Socorro!Estoy enferma y aquí no hay nadie para cuidarme. ¿Por qué no estaré en mi casita? ¿A cuento de qué me he marchado? Si ahora estuviera en casita podrían cuidarme... Aquí nadie me va a curar... ¡Horror! ¿Qué va a ser de mí? Ni siquiera sé a qué médico tengo que ir. Puede que ni siquiera tenga fuerzas para llegar hasta la consulta. Me voy a morír. ¡Esto es el final! ¡Adios mundo cruel!

La última frase parece una coña, lo sé.

El caso es que cuando estaba ya en las últimas, respiré hondo, me levanté, me fui al baño a lavarme la cara y fue como si me despertara de un mal sueño. Cuando los pensamientos obsesivos me atrapan por las noches es como si se me llevaran a un mundo de tinieblas y malos augurios, un mundo tan irreal como desagradable. Pero mientras sentía el frescor del agua humedeciendo mi rostro me di cuenta de que no me dolía realmente la garganta, y que los rugidos de mi estómago eran de hambre (había cenado a las cinco).

Así que me comí una galleta que me supo a gloria y me volví a meter en la cama. Y aunque tuve sueños extraños, relacionados con el fuego y los incendios, pude dormir al fin.

Y me he levantado a mi hora. Y todo el día ha ido muy bien, al margen de que no ha dejado de llover y por si fuera poco he perdido el paraguas, pero bueno, ya me he hecho con uno del Poundland que tiene topitos de colores y transmite extra dosis de optimismo perfectas para un día gris y sombrío.

Creo que esto significa que voy superando cosas.

miércoles, 19 de septiembre de 2012



Como no podía ser de otra forma, mi progenitor y yo, dos entusiastas teinómanos, no podríamos acabar sino en una Tea Room. Esto es -lo digo para los que no hayan sido iniciados en los misterios del té- un local de encanto adornado con cintitas, lazos y sillas tapizadas de florecitas que sirve el delicioso brebaje además de generosas raciones de plumcake, apple pie y galletas con mantequilla.

Resulta que eran las casi las cinco de la tarde, y ya llevábamos recorrida la Royal Mail unas cuantas veces -nuestros doloridos pies gritaban por un descanso- cuando mi padre sugirió ir a la Tea Room que habíamos visto cerca del Holyrood Palace. En un principio no me apetecía mucho, -estaba cansada, mojada por los chaparrones ocasionales y hambrienta- pero él insistió. Para que luego digan, mi progenitor está mucho más interesado en las tacitas con lilas y los mantelitos bordados que yo. Pero claro, ¿quién puede rechazar una vigorizante taza de té?



Y así fue como llegamos a Clarinda's Tea Room. (Nota curiosa, el nombre viene de una culta señorita del siglo XVIII que fue mecenas e inspiración de Robert Burns, el famoso poeta escocés). La verdad es que el local era pequeño pero muy acogedor, y más o menos responde a la idea que ya os habréis formado de lo que es una Tea Room. Alacenas con tacitas y figuritas de porcelana de angelitos y niñas regordetas, cuadros de conejitos, un retrato de la Reina (los británicos siempre andan arriba y abajo con parafernalia de su majestad) y lamparas que imitaban diseños de flores. Las mesas eran todas redondas, con los correspondientes mantelitos blancos y ramillete de flores en un jarroncito (flores naturales, of course). Y, por su puesto, la famosa mesa de las tartas. Oh, dioses, qué pinta tenían. Trozos enormes de plumcake de chocolate cubierta de más chocolate, tarta de manzana, de limón, galletas de mantequilla con almendras... Aunque eso sí, un cartelito escrito a mano junto a estos deliciosos manjares anunciaba a los clientes que no podían servirse ellos mismos (vaya lástima) sino que tendrían que esperar a que una de las camareras les concediera el bendito permiso.



La cocina, una habitación anexa, no tenía puerta, con lo que se podía ver en todo momento a la madre y sus dos hijas (pues este local está en manos de una familia) hirviendo agua o sacando galletas del horno. La verdad es que estos detalles me dan confianza (eso de que puedas ver como trabajan, que todo está limpio, que lo hacen de manera natural...) porque no quiero asustar a nadie, pero todos los amigos que tengo que han trabajado en cafeterías (desde la típica hamburguesería hasta locales famosillos en Madri centro) me cuentan cosas que, os lo digo de verdad, no queréis saber... (Que, ¿aún con curiosidad? Vale, solo pronunciaré una palabra: cucarachas).

Enseguida la madre salió a servirnos. Era una mujer de unos cincuenta años, cabello rubio con corte discreto, ojos azules y manos de aristócrata. De esas damas que, aunque lleven una blusa lisa y un delantal -como era el caso- siguen pareciendo elegantísimas. Pedimos té de jazmín para dos, lo que significa -en estos lares- un verdadero tanque de agua hervida en la que flotan las hierbas. (Para colarlo te dan un cucharón especial y un platito de metal para colocar debajo y así no gotee). Tuve la tentación (grandísima) de pedir tarta (la chica alemana que había entrado después de nosotros ya estaba dando buena cuenta de un gran trozo de tarta de manzana con nata por encima) pero me resistí, porque tenía que cenar justo después. (Y además, os confieso, aunque las tartas tenían una pinta inmejorable, parecían un poco empalagosas).

Total que ahí estaba yo, sentada tranquilamente, disfrutando de mi té e imaginándome ya de vuelta en ese agradable local que invitaba a quedarse al menos horas -por ejemplo, escribiendo alguna historia, o leyendo un buen libro- cuando de repente reparé en una simpática nota que había adjunta en la carta.



Para los que estén un poco ciegos, cito textualmente: "Perhaps you'll give us a mention,/ When you write your postcard here,/ But when we are really busy, / Please give up your chair!". (Traducción: "Quizá nos menciones, / Cuando escribas aquí tu postal, / Pero cuando el local esté muy lleno, / ¡Por favor, deja libre tu sitio!").

Como iba diciendo, simpático, ¿verdad? (Y además en inglés rima y todo). Desde luego que la dueña se lo tomaba en serio, porque pasado un ratillo, ya te iba trayendo la cuenta sin que se la pidieras (o lo que es lo mismo, que te decía sin decirte, -como les gusta a los ingleses-, ¡paga y vete!). Claro que el local era bastante pequeño (unas seis mesas de dos o cuatro personas como mucho) y si los mismos clientes se quedaran ahí toda la tarde a solo una libra con noventa peniques el té, el negocio quebraría. Pero aún así, eso de ponerlo por escrito... pues me pareció un poco chocante (a parte que destrozó mis planes de crear allí famosas novelas).

Antes de marcharme fui al baño, y ahí me aguardaba la segunda sorpresa. ¿Os estáis imaginando un antro sucio y maloliente de suelos pegajosos y moscas pululando alrededor del inodoro? Nada más lejos de la realidad. Mirad en sitio más cuco se puede poner una a hacer sus necesidades.



Y atentos al detalle de la escobilla. Eso fue demasiado. Sabemos que la función de tan utilísimo objeto es un poco triste, ya que se tira toda la vida rascando algo que no diré, pero, ¿por qué debe transmitirnos esa melancolía? Convertida en una coqueta pata que parece recién salida de un cuento de Beatrix Potter, ya nadie piensa en cosas sucias, sino en alegres animalillos correteando por la campiña inglesa...



En el lavabo jaboncitos, una barritas de buen olor (frambuesa silvestre, para ser más exactos) junto con unos cuadros de hermosas mujeres pre-rafaelistas. Por si no quieres mirarte en el espejo, te puedes sentir aún así rodeada de belleza.






Finalmente, no podía faltar algo tan útil en Edimburgo como... ¡un calienta-toallas! Porque puede parecer una pijada, pero lo que se moja, mojado queda (si es que hay cosas secas aquí, porque ese punto es discutible) pero si tienes la suerte de contar con uno de estos, no solo puedes secarte de verdad las manos sino que, dependiendo del día, tus ateridos dedos pueden encontrar un consuelo...






So now, Would you like a cup of tea?






martes, 18 de septiembre de 2012



Entre ayer y hoy, mis dos primeros días alone en estas tierras, ya he hecho dos cosas que, en circunstancias normales, habría evitado, por una mezcla de pereza y cobardía. Una de ellas es salir de fiesta con gente que no conozco, y la segunda, -quién lo diría- hacer tai chi.

Y sin embargo, aun a estas horas de la noche en las que mi mente empieza a divagar peligrosamente, mucho más cercana a los senderos del subconsciente, me atrevo a sacar dos valientes conclusiones.

La primera es que lo único que te puede pasar cuando estas rodeada de gente que no conoces... es que al final acabas conociéndolos a todos. 

La segunda es que el tai chi es raro. Es decir, que lo raro es que realmente relaja.

domingo, 16 de septiembre de 2012




Hoy me padre se ha marchado. Es curioso, porque cuando tuve que despedirme de mi madre y de mi hermana no lloré, de hecho, no he derramado ni una sola lágrima en ninguna de las muchas despedidas que he tenido que afrontar antes de irme a tierras escocesas. Y sin embargo hoy, a eso de las tres y media de la tarde, he tenido que tragarme lágrimas (pese a lo tentador que resultaba echarse a llorar como una magdalena y así vaciarme entera) y arrastrar por medio Edimburgo una maleta negra que pesaba más de lo que su pequeño tamaño pudiera sugerir.

viernes, 14 de septiembre de 2012



Resulta que el otro día necesitaba comprarme un móvil. No quería el último modelo ni mucho menos, sino simplemente un aparatejo electrónico básico que me permitiera hacer y recibir llamadas a precios nacionales sin tener que vender un pulmón, que es lo que acabaría haciendo si abusara de las llamdas internacionales.

Así pues, decidí entrar en esta tienda, que tiene ese nombre tan gracioso que no se ve muy bien en la foro, "Cables & Chips". Pensé que sería buena idea porque tenía pinta de ser un establecimiento de barrio, con precios accesibles, y además, había un cartel en el escaparate que anunciaba que también hacían reparaciones. Y como una no es precísamente una manitas en cuanto aparatos electrónicos se refiere (no es mi culpa, son ellos, que se me rebelan porque soy una humanista alejada de los peligrosos caminos de la ciencia) pues me dije: "Mira, un dos en uno, si el móvil se te empieza a poner tonto ya sabes a dónde ir".

Sin embargo, cuando abrí la puerta me encontré en un reducto en penumbra, lleno de cajas de aparatos electrónicos apiladas de cualquier manera en los abarrotados estantes. Al fondo se veía a una mujer hindú teclear en un ordenador, pero ni siquiera se volvió para mirarme, como si fuera una persona ajena a la tienda. También había un hombretón rubio de músculos de acero que barría lancónicamente el mostrador. Tenía unas manos enormes, toscas, con las que intentaba sujetar el diminuto cepillito de mano y el recojedor, los dos de un plástico verdoso. Aunque sus movimientos pretendían ser lentos, casi desinteresados, se veía en su ceño fruncido, en el modo que apretaba los dientes, que la tarea en sí le estaba sacando de quicio y que en cualquier momento lanzaría por los aires los útiles de limpieza y partiría en dos ( sin mucho esfuerzo) el mostrador que tantos problemas le estaba dando.

Tuve que estar unos largos segundos ante él antes de (al fin) la mujer del ordenador alzara la vista hacia el hombretón rubio como esperando que reaccionase. Este dejó con  fastidio el cepillito y el recojerdor en suelo y cruzó los brazos llenos de tatuajes sobre el pecho antes de antenderme.

En voz temblorosa, algo intimidada por su presencia (he de reconocer) demandé lo que ya os he contado, un móvil barato, sencillo, solo para hacer llamadas.

-Yeah, but which network do you want? -me exigió saber el tosco dependiente.

-...network? What is a network? -pregunté yo, en mi inocencia de recién llegada.

En ese momento, él apoyó con violencia ambas manos en el mostrador, como si mi pregunta fuera la guinda del pastel, lo único que necesitaba ya en lo que debía ser (para él) una irritante mañana. Pero yo no atendí bien su charla sobre lo que eran las "networks" (que resultaron ser, por cierto, las compañías de telefonia móvil locales) sino que mi mirada había quedado clavada en los nudillos de este personaje, marcados con heridas que aún tenían sangre fresca.

¿El último cliente, tal vez?

No necesité mucho tiempo para decidir que de repente Tesco (mi muy querido super mercado de precios baratísimos y pasillos interminables) era un lugar más que perfecto para comprarme el móvil.

Aunque no tenga un cartel en la puerta que prometa reparaciones.


jueves, 13 de septiembre de 2012

Otra cosa no tendrán, pero hierba...

Hay hierba bajo los adoquines de la calle, entre las piedras de los edificios, bajo las farolas y los postes que limitan el acceso a vehículos, entre los recovecos de las estatuas, dentro de las papeleras, sobre los tejados, bajo los alfeízares de las ventanas, donde termina la acera y empieza la calzada, bajo los semáforos, en los callejones...

Y no os creáis que es una hierba cualquiera, no. Esta es especial, esponjosa, de un verde rabioso que contrasta con el aburrido gris plomizo del cielo, similar a un grito de desagrado ante el mal tiempo. Hierba perfecta, de esa por la que en España desecan hasta los ríos con  el fin de que pueda adornar los campos de golf que entretendrán a los que pueden permitírselo. Hierba de anuncio, hierba del jardín-de-la-casa-perfecta, la divina Leaves of Grass a la que cantó el visionario Whitman comparándola con el misterio de la vida.



Y aún así, qué triste pecado es la avaricia.


martes, 11 de septiembre de 2012




Estos días están siendo tan intensos que a penas tengo tiempo para sentarme delante del ordenador, pero claro, habiendo acontecido semejante milagro, no puedo si no dejar constancia del mismo.

Sé que puede parecer increíble y quizá haya quien me llame ilusa o cosas más desagradables, pero, (doy fe de ello) hoy ha hecho sol en Edimburgo.

Sí, habéis leído bien, no os engañan vuestros ojos ni tenéis empañadas las gafas. El astro rey, esa bola de fuego incandescente que flota en el espacio, esa estrella a la que debemos (dicen) la vida, ese cuerpo celeste conocido como "sol" por estos lares se ha dignado a fundir la espesa capa de nubes que siempre cubre la ciudad y ha dejado caer unos cuantos rayos de luz sobre sus agradecidos habitantes.



Y qué cambio. De repente todos, hasta las estatuas, exhibían una sonrisa de oreja a oreja. Los edificios parecían más nuevos, los callejones más amigables... incluso los charcos de agua y lodo ya no eran tales, sino hermosos estanques irisados.

 Os dejo aquí unas cuantas fotos que prueban la veracidad de tan milagroso acontecimiento:

Prince Street



La acrópolis
El castillo de Edimburgo
La Royal Mail






Aunque eso sí, no os dejéis engañar por estas maravillosas vistas. Aquí, que haga sol, no significa ni mucho menos que haya también calor (¿calor? que extraña suena ya esa palabra en mis labios, sus ecos me transportan a epocas pasdas, practicamente enterradas en el olvido...). De hecho, la temperatura no ha sobrepasado los 13 grados, y con el viento y la humedad la sensación térmica era de unos 7. Pero eso sí, los escoceses, en cuanto ven sol, ya asumen que estamos en verano, y como el optimismo es una actitud ante todo, los podemos ver paseando tranquilamente al perro de esta guisa... Pero que no os engañen las bermudas o la camiseta de manga corta, ¡aquí una paisana llevaba una camisa de manga larga, un forro polar, un chubasquero y un grueso pañuelo al cuello! (Y no se puso un gorro orejero porque no tenía, pero ya está mirando para comprarse uno).




lunes, 10 de septiembre de 2012





<<Escrito el 08/09/2012>>

Primer día completo en la Atenas del Norte. De cómo he llegado a aquí, ya os lo contaré en otra ocasión. Lo que ahora está claro es que me quedan tres estaciones más por disfrutar por entre las verdes praderas de Escocia, esto es, mucho tiempo para relataros historias y leyendas más o menos verdaderas…

               Me acompaña mi progenitor, que ha tenido la elegancia (y la amabilidad, todo sea dicho) de seguirme en los comienzos de este viaje. No  recordaba lo bonito que era pasear junto con alguien que te quiso antes de crearte, a su manera, sí, pero seguimos hablando de amor. Lo bonito de escuchar las vivencias de alguien de quien procedes y descubrirte en muchos de sus pensamientos, creencias e incluso pesares… A veces te olvidas de las cosas bonitas, pero la vida (esa de la que tanto me quejo cuando me sorprende con una piedra en el camino) también se encarga de recordármelas de vez en cuando a través de momentos que son como preciosas instantáneas que una quisiera guardarse para siempre en la memoria. Como esas fotos en sepia, que por más que cumplan años jamás pierden encanto.
               Pero me dejo de poemas y vamos a la parte interesante. Como es el primer día, he convencido a mi progenitor para que vayamos a ver una de las principales atracciones de esta ciudad, Arthur’s seat, o lo que es lo mismo, la cima de un volcán extinto. Porque, (y esto es de conocimiento general) la Atenas del Norte, antes de ser uno de los lugares más fríos de la isla era un territorio volcánico bañado por las olas de un océano tropical. (¿Os lo imagináis? Sí, en el ahora Mar del Norte nadaban entonces peces de colores…)

         Total que allá vamos. Yo no lo tengo nada claro, pero él tira hacia delante con solo haberle echado un vistazo al mapa, y así llegamos sin problemas a Holyrood Park. (La concepción de parque que tienen los escoceses es la de un par de peñascos verdes con sus rocas escarpadas y florecillas agrestes, igualito que en España, vamos). Y como se ve que también les va la aventura (R. L. Stevenson, de La Isla del Tesoro, era oriundo de estos lares) pues, ¿para qué poner indicaciones? Así que lo primero que hacemos es escalar, sí… pero por el sitio que no es. Claro, unas escaleritas y todo… habría sido demasiado fácil.
               La segunda vez empezamos el ascenso con una de esas cuestas no muy pronunciadas (aparentemente) pero que te van absorbiendo la energía paso a paso. Sin embargo, me veo obligada a ocultar mi cansancio, porque delante de nosotros camina una madre con su crío de tres años… y el pequeñajo lleva buena marcha y sin quejarse.

Salisbury Rocks
               El sendero nos deja en una encrucijada. ¿Escarpadas escaleras talladas en la roca o una subidita agreste de la que bajan unos amables japoneses? Nos quedamos con lo segundo. La agradable subidita se reinventa a cada esquina, y en algunos tramos me siento tipo Indiana Jones, pero como cuento con ayuda llego sana y salva arriba, donde el camino empieza a revelarnos los primeros paisajes espectaculares de esta metrópoli que acabo de conocer. Además, el sendero no puede ser más agradable (ni plano). Y entonces… es entonces cuando vemos que empezamos a bajar, y las cosas no cuadran, porque hemos subido mucho, sí, pero de Arthur’s Seat no vemos nada, es más, si alzamos la vista observamos una cumbre lejana en la que corretean, como hormiguitas burlonas, las siluetas de algunos intrépidos viajeros… Hay un hombre con un perro (un labrador negro) que sube por la cuesta que hay en dirección contraria. Le preguntamos cómo subir más arriba y nos indica dos posibilidades: o bajando la cuesta, por el camino largo, o volviendo por donde hemos venido y subir entonces las escaleras talladas en piedra que ya habíamos dejado atrás en la encrucijada. Nosotros (ay, inocentes) optamos por el camino corto. Ah, por cierto, al señor, tan amable, se le olvidó añadir unos preciosos adjetivos, ya que el camino largo era además fácil, y el corto… el corto es la odisea que me dispongo a relatar.

La pradera celestial
               ¿Escaleritas talladas en piedra? Sí, lo sé, suena idílico, pero no lo es cuando vas por el escalón número 263, sin aliento y tu progenitor te anuncia que solo queda un poco menos de la mitad. Confieso que tuve que parar más de una vez a sacar una foto (a respirar, vamos). Pero ya cuando empezaba a verse el final, todo cambió y se convirtió en una especie de carrera por tocar antes la cumbre, tipo Scott contra Amunsen en la Antártida. Solo que esta vez éramos mi progenito, y yo versus una madre coreana y su hija (que nos llevaban una buena delantera al principio, antes de que las superáramos, claro) y unos hombres escoceses. Y sí, me enorgullezco de decir que al final vencimos y alcanzamos antes que nadie una pequeña meseta verde, hermosa y altísima, como las praderas del Paraíso… Pero mi regocijo celestial duró poco: cuando miré hacia la derecha vi que aún  quedaba otra cumbre por coronar (esta sí que era la de Arthur’s seat). Que solo nos quedaba “un repechón”, como le gusta decir a mi progenitor, vaya.

Arthur's Seat... y los intrépidos abuelillos
               Esa última prueba la superé, aunque tuve que escalar con pies, manos y casi dientes al final, nadie iba a impedirme a mí, una senderista hecha y derecha, alcanzar el monumento que indicaba el punto más alto. Y sí, allí hubo descanso, risas con los abuelillos que parecían llevar ahí toda la vida, encaramados entre las afiladas rocas (¿será que para los escoceses esto es un paseíto por el parque?), charla con un profesor de inglés español que era de Alicante… Y justo cuando íbamos a bajar descubrimos que el camino opuesto de subida era infinitamente más amable que ese senderillo para cabras intrépidas por el que habíamos ascendido.
               Ya al final, las ruinas de la capilla de St. Anthony. Breve parada para agradecer a quien corresponda la feliz superación de los empinados (y afilados) avatares de este viaje…