martes, 19 de junio de 2012




Al principio de la historia, nuestro protagonista, Cheyenne, un músico gótico que vive de lo famoso que fue hace ya más de 30 años (y debió de serlo bastante, porque menuda mansión tiene en Dublín) parece directamente retrasado. No solo por la vocecilla aguda que silabea en inglés con exasperante lentitud (y que al principio, he de reconocerlo, me sacaba de quicio) o por esa risilla que le da de tanto en tanto como un pequeño ataco epiléptico y que me recordaba a la del insufrible protagonista de Amadeus, sino también por su actitud infantil y a momentos ridícula.



Pero según avanza la película te das cuenta de que no, qué va, el Cheyenne este no tiene un pelo de tonto (un poco de complejo de Peter Pan sí, pero eso no está reñido para nada con la lucidez mental) y de hecho, empieza a caerte bien, porque no solo demuestra tener más labia y arrojo que muchos, sino que además, tiene un puntillo extravagante que encandila, y ahora todo (su aspecto, su manera de moverse, el ya mencionado todo de voz) no son rasgos insufribles sino matices de un personaje muy pero que muy bien hecho.



La historia es sencilla, en un principio: Cheyenne está más deprimido que un caracol sin concha (ser un músico de rock gótico sin escenario ni guitarra durante 30 largos años debe de ser duro). Aunque cuando era famoso tocaba con Mick Jagger (no Mick Jagger con él, eso lo deja bastante claro) resulta que unos desafortunados fans adolescentes de su música oscura tuvieron la alegre idea suicidarse, hecho que marca a nuestr hipersensible músico, que desde entonces no solo piensa que desmerece el término de artista (brillante conversación con David Byrne -el de verdad- en la película) sino que se niega a seguir tocando. Así transcurre su existencia en Irlanda, en una mansión de lujo con una decoración tan super innovadora que raya lo ridículo (fijáos en la cocina), viviendo con su perro (negro, no podría ser de otro color) y su mujer. Atención también a esta extraña pareja, en ningún momento dudé de su amor, pero dioses, ella era el "hombre" y él la "mujer"... ¡al fin, fuera estereotipos! je, je, je.



  Así las cosas, de repente se entera de que su padre, un judío hecho y derecho con el peso de la tradición sobre los hombros, acaba de morír. Resulta que ambos no se hablaban desde hacía 30 años o más (no hay más que mirar las pintas de Cheyenne y entender porque su padre no le quería). Pero este, como buen hijo, acude al entierro en Nueva York, y allí se entera de la última voluntad de su padre. Sucede que este se tiró media vida siguiéndole la pista al nazi que le hizo sufrir innombrables torturas en un campo de concentración en la Segunda Guerra Mundial, y aunque logró reunir mucha información sobre este hombre, jamás logró encontrarlo.



Cheyenne -que debe querer más a su padre de lo que dice, después de todo- se embarca pues en un delirante viaje para encontrar a este malvado -ahora nonegenario- nazi y presumiblemente acabar con su vida, como era el deseo de su padre. Y en el camino va a ver de todo... Atención a la escena de la abuelita con el zumo -sencillamente terrorífica, y no es ironía- o al onírico encuentro con el nazi -supera todas las espectativas. La conversación con el judío caza-nazis al principio del viaje tampoco tiene desperdicio, me pareció muy interesante, y una demostración -de las varias que hay en la película- de la fortaleza del personaje protagonista, que como ya os he dicho, no tiene un pelo de tonto...

Y la banda sonora no tiene desperdicio. Como la actuación de Sean Connery, probablemente, la mejor y más lograda de su carrera.




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