lunes, 4 de junio de 2012





El aburrimiento es miedo, o al contrario. ¿Miedo a qué? Bien, eso debería preguntarme.

Llevo tres semanas ociosa, tres semanas libre de la dura imposición de los estudios. Tres semanas dueña de mi tiempo. ¿Y qué es lo que he hecho? Pues he empezado a correr, tan rápido, y justo cuando el paisaje comenzaba a difuminarse y el único sonido era el viento cortante es mi orejas, me he detenido, de golpe, con el corazón en la boca.

Y aturdida, asustada, me he preguntado, ¿dónde estoy? Y ya no me he atrevido a dar un paso. Ni delante, ni atrás. Simplemente estancada.

Empleo mi tiempo en hacer ejercicio, todas las mañas, y ayudar en lo que puedo a la comunidad. Pero esas tareas resultan ser demasiado breves para la longitud total de un día -y a mí que me faltaban horas cuando iba a la universidad- así que el resto del tiempo no sé como invertirlo. Escribía hasta que me convencí de que no era capaz de enfrentarme a un proyecto grande y claro, la inspiración, tan oportuna ella, me ha abandonado desde entonces.

Leo de tanto en tanto, hasta que siento que los ojos se me van a caer de las cuencas. Saldría a dar un paseo para despejarme, pero el verano abrasador no me lo permite mas que en los dos extremos del día, mañanas tempranas o noches. Así que acabo sentada en frente de la televisión, viendo una película tras otra, porque no pensar es fácil y a mí me encanta el cine. O duermo. Yo, que detesto perder el tiempo tumbada, recurro ahora más que nunca ese trance como si quisiera escapar de algo. Cierro los ojos y las cosas se funden... Hasta que alguien me arranca de ese letargo, del que salgo pesada y enferma, sin ganas de nada.

Y podría pintar, pero me duelen los ojos.

Y podría tocar el piano, pero hace tanto tiempo...

Querría culpar al calor de todas mis desgracias, pero intuyo que sería demsiado fácil.

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