domingo, 17 de junio de 2012
Anoche llegué a casa, completamente agotada. Y cuando abrí la puerta, un torbellino de colores y voces me recibió. ¡Increíble! En mi piso, que suele ser tranquilo -y ahora aún más que mis progenitores se han marchado- todo era ruido y música disco de fondo. Cuerpos moviéndose de acá para allá, pañuelos colocados en las lámparas para que su luz fuera de diferentes colores, silllas volcadas, charcos de alcohol en el suelo.
Enfadada dejé las llaves en el aparador de la entrada (en el que ahora había una botella de wishky y varios vasos de tubo a medio llenar) y me dirigí sin dudarlo a mi hermano, el causante de este terrible lío. ¿Por qué siempre tiene que llamar a sus amigos y a los amigos de los amigos cada vez que mis padres se van de casa? Y peor aún, ¿por qué demonios jamás me lo dice?
Le encontré en el salón, pero cuando le agarré del brazo y empecé a gritarle estaba demasiado borracho -o demasiado fumado, nunca se sabe con mi hermano- como para comprender una sola palabra de lo que le estaba diciendo. La prueba fue su absurda sonrisa, la manera en la que me agarró de los hombros e intentó hacerme bailar al ritmo de 2 Hearts, de Kylie Minogue. Finalmente me aparté de él de un empujón y me abrí paso entre la marea de cuerpos sudorosos, intentando no fijarme en las cosas que estarían sucias o manchadas (mi hermano es demasiado estúpido como para guardar las cosas delicadas o de valor antes de que vengan sus amigotes) las que probablemente tendría que limpiar yo porque a la mañana siguiente mi hermano estaría con una de sus míticas resacas. Claro que las míticas resacas de mi hermano son como un acontecimiento sin importancia si lo comparamos con las míticas broncas de mis padres... razón por la cual acepto la injusta tarea de hacer todo lo posible por que ellos, los ausentes progenitores, no lleguen a enterarse jamás de estas inesperadas bacanales.
Intenté ir hacia el baño, uno de los tres que tenemos, pero entonces mi mirada fue hasta el fondo del pasillo, guiada por la ténue luz que salía de mi habitación. Vale, genial, pensé, mi hermano no ha cerrado mi habitación (¿por qué molestarse en hacer algo bien?) y probablemente ahora habría quién sabe quién retozando en mi cama o dándose el lote en mi escritorio. Estupondo. La repugnancia ante tamaña intrusión en mi intimidad y una ira fraticida se mezclaban como una tormenta en mi pecho cuando de repente ya estaba en frente de la puerta y alargué la mano para volverla con fuerza...
Las luces de mi habitación estaban encendidas, y sobre una de las camas descansaba... sobre una de las camas descansaba L., mi compañera de clase de japonés de la universidad. De verdad, no podía creerlo. Tuve que parpadear con fuerza y convencerme de que no había tomado ninguna de las pastillitas de colores que seguro estaban animando la noche a los amigos de mi hermano. ¿Qué hacía L. ahí, con su carita de muñeca y su lustroso pelo negro trenzado? Me vino a la mente la imagen de mi hermano rebuscando en mi agenda de contactos y llamando a todos los que tenían nombre de chica, prometiendo a sus colegas compañía de finas (y jovencitas) estudiantes de la facultad de Filosofía y Letras para esa noche.
-¿Qué haces aquí? -me sentía, cosa curiosa, como una intrusa en mi propia habitación. Tal vez se debiera al hecho de que L. estuviera tumbada en la cama como si tal cosa, balanceando las piernas y ojeando uno de mis libros.
-Ah, hola -saludó-. L. estudia coreano, y de hecho, lo habla con bastante fluidez. Al principio no me extrañó porque, con sus grandes ojos rasgados, la piel levemente amarillenta y el pelo negro y fino L. parece coreana, o al menos asiática. Luego me enteré de que sus padres eran españoles. Entonces pensé que quizá era adoptada. Pero tampoco esto resultó ser cierto. Finalmente ella misma me confesó que no hay ni una sola persona asiática en su familia.
Al día de hoy estoy convencida de que la madre de L. tiene un secretillo del que todos deben ser conscientes menos su propia hija...
Cerré la puerta tratando de ahogar el ruido de la fiesta. Dejé la chaqueta y el bolso sobre una silla y miré la ventana, que me devolvía mi propio reflejo. La ciudad en tinieblas. Ocupé un sitio al lado de L. Tenía las uñas pintadas de negro y con lunares rosas. Un anillo que era como una gran ala de ángel que, colocado de manera horizontal, le cubría tres dedos. La cama crujió según me acercaba y yo pude ver que estaba ojeando Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, de Haruki Murakami. Fui a decir algo, pero L. es una persona bastante prepotente, pese a lo que su carita de niña de anime pueda sugerir. Y no tenía ganas de enzarzarme en una conversación molesta con ella. Me sumí en mis pensamientos, perdiéndome entre las palabras que decoraban la página pero a las que mi agotada mente era incapaz de dar significado alguno, cuando su voz me interrumpió.
-Parece que hoy no vas a dormir, ¿eh? -dijo mordaz L.
El despertador marcaba casi las cuatro de la madrugada.
Y ella acababa de colocar su mano fría sobre mi rodilla.
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