domingo, 3 de junio de 2012
Un día como hoy, hace exactamente un año, cogí un avión rumbo al Fin del Mundo. Iba sola. Recuerdo perfectamente ese burbujeo de excitación en el fondo del estómago. Esa extraña tranquilidad que precede a un viaje importante. La felicidad de llegar, tocar tierra, y saberme completamente sola, libre, dueña de mi destino. ¿Cómo explicar ese sentimiento? Es lo que me mueve, mi otra pasión, el deseo interno de mi espíritu, el abono del que se nutre la escritura.
Ese mes sola aprendí muchas cosas. Conocí a gente maravillosa, y fui feliz. En medio del caos que suponía estar tan lejos había un extraño orden, todo ocupaba su lugar, danzábamos en perfecta armonía con los acontecimientos. De eso aprendí que me gustaba estar simplemente sola, conmigo sola. Cuando caminaba por las tortuosas carreteras en medio de los bosques, cuando contemplaba islas brumosas que emergían de un mar gris y misterioso... no faltaba nadie, no sobraba nada, éramos yo y el mundo, y mi persona actuaba como un enorme ojo que absorbía la luz y mil colores. Era capaz de sentir aquel lugar de una manera especial, hacerlo mío, guardar en un rinconcito de mi alma un poso de su esencia.
Yo pensaba que era el final, ¿sabéis? Una especie de colofón, un regalo. Pero ah, que equivocada estaba. Ahora, viéndolo todo en perspectiva, puedo afirmar que se trataba del comienzo mismo de una etapa que dura hasta el día de hoy. Puede que en 2012 no se acabe el mundo como dicen, pero desde luego sí se acaba el mío. En junio de 2011 empezó a resquebrajarse de una manera notoria (las grietas dieron comienzo a los primeros derrumbamientos) y ahora, un año después, la destrucción se extiende, el caos lo revuelve todo, y al fin de este año puedo asegurar que no quedará nada. Es terrorífico ver como todo en lo que creías se desploma y desaparece, pero a la vez es liberador, maravilloso.
Todo cambia.
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