jueves, 28 de junio de 2012
Lo calcularon todo, como los creadores de una película destinada al taquillazo en Hollywood: tenía que haber protagonistas carismáticos, tiernos y bravos, fríos, calculadores, fieros, apasionados. Como en toda epopeya que se precie, los héroes tenían que atravesar unos ciertos pasos: los comienzos difíciles, el resurgir de un talento siempre latente, las batallas fogosas, los grandes obstáculos aparentemente insalvables salvo para unos pocos elegidos, y, finalmente, el sagrado triunfo final.
La catarsis.
Pero aquí no se daba a elegir entre la muerte y la gloria o una vida apacible pero facilmente olvidable, no. Las grandes epopeyas, -Hector, Aquiles, Ifigenia-, ya no están de moda... Quizá algo más al gusto de la Eneida, folletín de propaganda política disfrazado de solemnidad y laureles -pero en la que, no lo olvidemos, el protagonista es hijo de una Diosa, ¿y qué mal puede aguardarle al que vive con semejante buena estrella?-.
Así se desarrolló la obra, inmensa, espectacular, colores brillantes, gritos y melodías cuyos ritmos eran el latido de cien mil corazones a un tiempo. Se escenificó una victoria inmensa arrolladora, gloriosa e inmortal, y los actores conmovieron al público con su entrega, que creyó haber subido, -embriagados de fantasías y el dulce nectar de los dioses- al mismísimo Olimpo.
Y mientras todos celebraban la victoria en el escenario, el mundo real se deshacía en tragedias, miles de ellas, minúsculas, ninguna de las cuales podria ser capaz de ensombrecer el resplandor de aquella única victoria -pero que estaban destinadas a minar, sin que nadie lo notara (o no quisiera notarlo) los cimientos del mismísimo teatro.
La destrucción total de lo único que realmente habían conocido.
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