Los elefantes
Había una vez, en unos tiempos que sería mejor olvidar, un hombre y una mujer que vivían en las entrañas de un baobab de intrincadas raíces. Estaban absolutamente solos, rodeados en los cuatro puntos cardinales por la Sabana, seca y cruel, en la que no habitan otra cosa que sangrientos depredadores y silenciosas presas de ojos tristes. No escuchaban, pues, sonido humano desde hacía más de lo que podían recordar; a penas hablaban entre ellos, pues un lugar tan desolado hacía inútiles las palabras; de hecho, habían olvidado hasta sus nombres.
Sucedió que la mujer había quedado encita, algo imprevisible en un lugar árido como aquel. Sus ojos habían adquirido el brillo febril del trance misterioso, sus pechos, temblaban rebosantes de leche y su vientre, tenso, cual capullo que esconde la larva del insecto, se había abultado para acoger dentro al nuevo inquilino que se alimentaba de su sangre. El hombre observaba con curiosidad y repugnancia los cambios en su compañera, a la que veía más desconocida que nunca, una divinidad monstruosa en la antesala de la creación. No obstante, procuraba complacer sus antojos como podía, puesto que el misterio que ella gestaba entre sus vísceras, ese segundo corazón que latía dentro, recordando que ahora ya no eran los únicos, le inspiraba una especie de obediencia religiosa hacia lo incomprensible. Por eso, cuando aquella mañana ella se decidió a usar las palabras, desafinadas y de rodillas temblorosas por la falta de uso, él las escuchó con atención. “He de comer elefante”, musitó la mujer, con los ojos enormes como dos pozos sin fondo perdidos en el infinito; sin mirarle, pero a sabiendas de que su orden se cumpliría. Él escuchó temblando aquella sentencia mortal, pues bien se sabe que los elefantes son criaturas colosales y terribles; no obstante, salió a cazarlos.
Durante un día ardiente y pesado, en el que el sol inmisericorde parecía querer quemar la vida, el hombre siguió tenazmente las huellas de los agresivos mamíferos, hasta que divisó a un grupo de ellos que habían ido a protegerse en la frescura de un pequeño lago. Silenciosamente cual letal escorpión, se les acercó por detrás y cortó, sin que ninguno de ellos lo advirtiera, sus colas. Acto seguido corrió con tan preciado botín al baobab, donde la mujer las recogió, relamiéndose los labios, y empezó a hervirlas en el caldero. Las colas, que sentían los lametazos del agua hirviendo, empezaron a chillar de dolor, llamando desesperadamente a sus dueños para que dieran fin a su lenta agonía.
Un pequeño elefante escuchó aquellos lamentos lejanos y alertó rápidamente al resto de la manda. Al darse cuenta del hurto terrible e imperdonable, las criaturas montaron en cólera. Siguiendo los sollozos de sus colas y aplastando a la Sabana y sus criaturas bajo su paso, se dirigieron al baobab. Cuando llegaron a él lo destrozaron a colmillazos, quebrando su tronco, e irrumpieron dentro, haciendo migajas todo lo que encontraron. Volcaron el caldero, que abrasó la tierra, y recuperaron las colas. Atrás dejaron al hombre y a la mujer agonizantes, con los huesos tronchados, ente estertores sanguinolentos y una masa informe de órganos, líquidos nauseabundos y piel, sin poder emitir si quiera un aullido de dolor antes de abandonar el destrozo de sus cuerpos y perderse para siempre en las tinieblas de la noche más larga.
3 comentarios:
Me pregunto qué pensarás cuando te diga que es una historia preciosa. Pagaría por verte narrarla a la luz de una hoguera, gesticulando, dejando que el silencio rellene el hueco de las pausas, sentada sobre el suelo siendo el centro de atención de un montón de oídos que te escuchan y ojos que te miran. Sí, sí... definitivamente yo creo que pagaría.
Guau...
Estoy de acuerdo con Mew, quiero oir esta historia de tu boca y cerca del fuego, nada más que decir.
Prego, más regalos como éste.
Es supervisual.
To continue.
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