jueves, 31 de enero de 2013




Hoy he visto esta película por pura casualidad. Pensaba que iba a ver una de las obras maestras de la filmografía japonesa pero de repente una imágen en color ha aparecido en la pantalla... y me he dado cuenta de que, evidentemente, había sido engañada.

Pero no me quejo. Para cuando me sentaba en la butaca de la sala de proyecciones, el nivel de estrés de mi día había alcanzado proporciones épicas. Hay veces en las que estar nerviosa solo te pone aún más nerviosa. Sin embargo, nada mejor para curarme que esta película. Lentitud. Planos que transcurren como las páginas de un libro. Música de Ryuichi Sakamoto. Argumento basado en una novela de Murakami.



Tony Takitani es una película murakamiana, si es que tal adjetivo existe, y aunque parezca una obviedad como la copa de un pino, es que no hay mejor manera de describirla. Haruki Murakami es un escritor ampliamente conocido en España y Reino Unido. Tiene un estilo muy particular a la hora de escribir (aunque yo estoy plenamente convencida de que debe perder muchísimo con las traducciones; el lenguaje japonés, al tener un sistema diferente al del alfabeto, pierde al ser traducido al mismo en algunas ocasiones). Sus argumentos también son muy reconocibles: una mezcla de melancolía, mundo orínico, erotismo, Segunda Guerra Mundial y una suerte de extraño romance. Sé perfectamente que el elenco de sus personajes es reducido y suele repetirse de novela en novela. De hecho, el protagonista es siempre él mismo. (Sé que es pretender identificar al personaje principal de una obra con su autor puede llevarnos muchas veces al error más absoluto, pero aunque no conozca a Murakami-san personalmente, tengo una intuición al respecto, intuición que se ha visto confirmada tras la lectura de diversos artículos y ensayos suyos que poco tienen que ver con lo literario pero sí con lo bulle en su cabeza).


Una vez un crítico comparó el efecto de los libros de Murakami con el del opio. No puedo estar más de acuerdo con esa metáfora. En sus historias no suele haber una acción trepidante. Es más, los argumentos suelen repetirse bastante. Y aún así, la atmósfera, el tono, el ritmo de sus palabras consigue engancharme desde la primera página. Es como la mano hermosa de una mujer, blanca, de uñas cuidadas adornadas con un esmalte claro, una mano perfumda y sugerente que te agarra y te lleva por diversos mundos sin que tengas tiempo ni fuerzas para resistirste. No importa que el libro tenga cientos de páginas: siempre deseo llegar al final, conocer los secretos que se ocultan tras esos mundos cotidianos de Murakami que a la vez están llenos de sombras oscuras y terribles... y también luces ocasionales, las que muchas veces deja entrever con sus finales abiertos y siempre optimistas.




Murakami debe de ser, no obstante, un japonés raro. Un outsider. Como la mayoría de los personajes de sus obras. Él mismo declara que no le gusta ni le gustó jamás realizar actividades en grupo.  Y esto, viniendo de una persona nacida en una sociedad donde el sentimiento colectivo es lo que dicta las normas morales y éticas, es toda una declaración de guerra. Tal vez por eso sus libros gusten más fuera de Japón que entre sus fronteras. ¿Entenderán los japoneses aquello que Murakami intenta describir? ¿O les parecerá un cobarde, un simple escritorzuelo que habla de Brams y Beethoven, de Grecia e Italia en sus libros pero casi nada de la cultura original japonesa y encima reduce la figura del Emperador a un simple juego de palabras?

Qué importa. Murakami es, al día hoy, un escritor de renombre internacional, y eso debería bastarle.



Tony Takitani es una película que habla de la soledad. De lo poco que sirve intentar aislarse, aunque no sea por rabia sino porque no conocemos otra cosa. No me cansaré de repetirlo -y esta frase lleva camino de convertirse en un tema bastante recurrente en mi blog- pero no somos una isla. A veces esta frase me alegra, otras, en cambio, me hace resoplar (como ahora). No sé por qué demonios vivimos con rodeados de gente, pero de alguna manera así es, y eso tiene que significar algo. Además, no importa donde mires, o lo que hagas o intentes no hacer. En algún momento de tu vida te verás reflejado en otros ojos y querrás nadar en ese estanque, si no para siempre, al menos sí un rato. De eso habla la historia de Tony Takitani. Aunque también toca otros temas interesantes, como las diversas estrategias de las que se sirven los humanos para llenar ese vacío que todos sentimos en nuestro interior.



El sentimiento de desolación interna es uno de los más intensos y anulantes que he experimentado nunca, y creo que no debo de ser la única. A veces busco la compañía de otros, una charla superficial me basta, para huír de ello. Otras intento comer chocolate o, por lo contrario, dejar de comer. Más a menudo me dedico a navegar por internet sin ningún objetivo en concreto. Y últimamente intento calcetar, pretendiendo que me gusta, aunque realmente aún no estoy segura. Otras personas harán otras cosas. Como dibujar maquinaria con todo detalle, o compras toneladas de ropa de marca. Lo que está claro es que todas esas 'huídas', lejos de curarnos del mal que nos aflije, nos envenenan aún más. Qué hay qué hacer para liberarse del vacío, de la Nada que Michael Ende tanto temía pero que habita en nuestro interior, no lo sé. No tengo ni la más mínima idea.

Pero lo que sí tengo muy claro -y me he dado cuenta hoy, una vez más, mientras volvia caminando a casa, con un viento huracanado- es que cuando hablo de escribir, de coger un lápiz y echar a volar mi imaginación (o en su defecto, acariciar un teclado de ordenador) una alegría intensa eleva mi espíritu, y durante unos instantes el vacío no es vacío, sino un estanque profundo en el que puedo sumergirme para buscar nuevas ideas, y cuya tierra del fondo es el abono que hace fértil mi imaginación... Y nada, ni la universidad, ni el japonés, ni el intentar hacer amigos, ni los viajes, ni la comida, ni el dinero... nada puede asemejársele.

Por eso estoy escribiendo ahora, para vosotros. Entregándoos con todo mi amor aquello que mejor sé hacer.

miércoles, 30 de enero de 2013



A veces las cosas son mucho más sencillas de lo que pensamos.

Por ejemplo: Edimburgo. Si no has estado nunca, lo primero que piensas es que tienes que llevarte un paraguas. No es difícil llegar a esta conclusión. Reino Unido es un país tan verde como lluvioso... y si subimos más al norte, a los misteriosos valles de Esocia que los romanos quisieron aislar con un imponente muro... ¿qué no puede caer del cielo en un lugar tan extraño como este?

Yo metí un paraguas en la maleta. Lo perdí a la primera semana -pero eso es otra historia- aunque luego me compré otros dos (uno de emergencia en el Pounland y otro más bonito transparente). Sin embargo, poco tarda una en darse cuenta de que los paraguas de poco sirven en Edimburgo. Y no es porque no llueva (porque oh, siento decepcionaros, llueve... y mucho) sino porque hace tanto viento que no solo acabas empapada hasta los tuétanos si no que o las ráfagas esquivan la precaria estructura del paraguas (y entonces es como si no lo llevaras) o directamente se lo cargan.

Hay gente a la que veo con un paraguas nuevo cada vez que empieza a llover. Es gracioso, porque empiezan con los típicos paraguas plegables que caben cómodamente en cualquier bolso o mochila, y acaban con unos enormes que venden en el Bargain Store y que se supone que son ultraresistentes. Sin embargo, todo esto poco importa. El viento de aquí no antiende a razones, y todi lo deshace. Pero ellos se niegan a creerlo y siguen haciendo ricos a los vendedores de paraguas que, en estas tierras, basan su negocio en la cabezonería de los extranjeros...

Y es que yo, al principio, cuando veía a los escoceses caminar estoicamente bajo la lluvia, pensaba que quizá la raza celta es impermeable. Incluso me entraba la risa... No obstante, y tras mis experiencias intentando usar paraguas (terribles batallas perdidas contra la innegable fuerza de los elementos) yo misma camino tranquilamente bajo la lluvia. ¿Y sabéis por qué? Pues porque no te queda otra. Si te empeñas en sacar el paraguas solo vas a acabar igual de mojada... y aún más agotada y enfadada, porque con el viento no se dialoga. Lo mejor que puedes hacer es dejarte llevar, y si sopla demasiado fuerte... bueno, entonces puedes confiar en que cuando salgas volando quizá eso te sirva para llegar antes a tu destino.

Caminar bajo la lluvia no está tan mal. Si llevas un buen impermeable (desde aquí doy las gracias a quien me lo prestó, porque no es mío) al menos mantienes el cuerpo y el ánimo a tono. Y para la cabeza (porque el pelo largo y empapado no es buena idea) me calo una gorra calentita de lana dentro de la cual me recojo la melena... y tan contenta. (Gracias también a la persona que me hizo tan valioso regalo... ¡en Edimburgo mantener las orejas calientes y el pelo seco es algo primordial!) El caso es que ahora ya no pienso que los escoceses estén locos o que sean impermeables. Simplemente me he dado cuenta de que algunas cosas son como son, de que en Edimburgo la lluvia viene con viento... y que muchas veces la mejor manera de resistirse es precisamente fluír.

martes, 29 de enero de 2013



A veces la diferencia está en los detalles. El otro día estaba de sobremesa con una compañera japonesa, que me estaba contando que vive en Chiba (prefactura que esta justo al lado de Tokyo) pero que como su universidad está en la capital, tiene que coger el tren cada día... durante dos horas y media. Y luego me quejaba yo del cercanías en Madrid. El caso es que también me contó que hacía un trabajo a tiempo parcial ( アルバイト arubaito, lo llaman los japoneses). Los arubaito están muy de moda entre los jóvenes. Según tengo entendido la mayoría los tienen para poder pagarse los caprichos, tipo ropa o cacharros electróncos. Porque eso sí, aún no he conocido a un japonés (de los que hay aquí en Edimburgo, al menos) que no tenga el último modelo con la manzanita.

La cosa es que durante la conversación con M., la chica japonesa, empecé a contar las horas, y entre el viaje en tren, la universidad y el arubaito... solo me quedaban cuatro horas sueltas que, supuse, usaría para... ¿dormir? (Pues esta es de las necesidades humanas que más difícilmente puede ser ignorada). Le comenté tímidamente:

-Pero entonces te queda poco tiempo para dormir, ¿no? -(Inocentemente, como quien no quiere la cosa).

-Sí, unas cuatro horas -me respondió tan tranquila. Y yo, aunque ya lo había calculado, no pude evitar poner una cara de sorpresa absoluta.

Le dije que cómo aguantaba (mis conocimientos de biología no son demasiado extensos, pero creo que el ser humano no puede funcionar correctamente descansando tan poco). Pero ella le quitó importancia diciendo que aprovechaba para dormir en el tren... o en las clases.

Esto no deja de sorprenderme. La mayoría de los japoneses que conozco entienden perfectamente normal el usar una clase de universidad (que no de instituto, eso es otra historia) para dormir.

-Pero, ¿no os dicen nada? -les pregunté la primera vez.

Y me dijeron que no. Es muy normal que uno llegue agotadísimo a las clases (normal, con el ritmo de vida que llevan) así que si están muy cansados lo único que hacen es recostarse encima de la mesa... y echar un sueñecito. Por cierto, que eso dice mucho de la educación universitaria japonesa, o al menos del concepto que ellos mismos tienen sobre ella. Porque no sé vosotros, pero yo, aunque no voy a quemar a alguien que se quiera dormir en clase (por favor) voy a las mías para aprender, esto es, para sacarle algún partido a lo que el profesor que divaga sobre el estrado ha venido contarme. Y la verdad, se me haría incómodo dormirme delante de todo el mundo. Aunque para ellos no es nada vergonzoso. Lo sé porque cuando se lo pregunté (yo siempre pregunto, total, ser 外人 gaijin -extranjera- me da ese derecho...) pusieron una cara de desconcierto total. Vamos, lo mismo que si yo le pregunto a un español si le da vergüenza hablar en un vagón de tren (pues claro que no).

La concepción japonesa del tiempo me trae un poco preocupada, no os creáis. Porque N. también me contó que con su grupo de street dance (un hobbit que tiene) practica todos los días... de doce de la noche a cinco de la mañana. (Otros que se tiran las clases de la universidad durmiendo, claro). Si yo les entiendo, no os creáis. Hay tantas cosas que hacer en la vida, tantos frentes en los que luchar, tantas personas a las que contentar... La universidad, los amigos, la familia, los hobbies, la sociedad en general... Tanto por hacer, que a veces parece que faltan las horas. Y entonces dormir, ese periodo de inactividad que nos lleva al menos unas seis horas, parece una pérdida de ese algo tan valioso que es el tiempo. Así que resulta tentador prescindir de algo tan banal como pueda ser tirarse en una cama a dormir y seguir haciendo cosas. Sin embargo, yo misma siento que no es tan fácil escapar de la maldición del tiempo. Por alguna razón, las cosas extremas no funcionan, y si queremos tener actividad entonces hay que combinanrla con el reposo. Igual que tras el día viene la noche, y en esta vida se mezclan los buenos momentos y los malos... Y tratar de forzar un mecanismo tan antiquísimo como el del tiempo (que existía antes que nosotros, ¿o lo hemos inventado?) solo oxida nuestra propia maquinaria. La de este cuerpo que habitamos, que, queramos o no, está enraizado a las leyes terrestres.

Así que mejor dormid las ocho horas que aconsejan los sabios doctores. 





sábado, 26 de enero de 2013



Los días que no escribo no es por falta de temas. Simplemente es que mi cabeza está nublada con otros pensamientos, tan intensos y poderosos que enturbian hasta mi deseo natural de querer pasar un buen rato haciendo lo que más me gusta: escribir.

Podría, no obstante, escribir lo que me pasa por la cabeza en esos momentos. Pero no son la clase de cosas que me gustaría publicar aquí.

Aunque lo voy a decir. Estoy echa un lío con todo. No entiendo a las personas. No sé qué propósito tiene la amistad. No sé si existe. No sé lo que es el amor. ¿Estoy enamorada? ¿Qué hacer con este deseo tan intenso? No conozco ya el camino. No me gusta vagar, I wonder lonenly as a cloud, eso decía Wordsworth, pero yo soy poet laureate ni he querido serlo. Quisiera ver un camino ante mí, duro, quizá, lleno de espino y piedras afiladas, pero al meno un sendero. No esta nada indescriptible.

¿Quién soy yo? ¿Es cierto que somos más fuertes de lo que pensamos?

Es enero. Hace poco estaba nevando. Pero hoy, cuando regresaba de la noche, he visto un cerezo en flor. No es una cursilada, si no una cosa sorprendente. Aún dudo si el árbol era de verdad (aunque, ¿qué haría un árbol digamos de plástico en medio de un bosquecillo de árboles reales?)

Estamos en enero y quiero la primavera.

Quizá es un poco pronto para pedirla. Mi único consuelo es que todo llega...

viernes, 25 de enero de 2013



Estos días ha sido complicado actualizar. Leerme trescientas páginas de un libro para literatura escocesa en dos días ha sido todo un reto, pero finalmente lo he conseguido. Tengo que colgar una lista en el blog de todos mis "logros" a nivel de lectora, pero como siempre, me faltan momentos para actualizar un poco este espacio. Aunque ideas tengo para aburrir.

El caso es que hoy ha ocurrido algo que me ha dado que pensar. Aquí en Edimburgo hice una amiga, R. No sé exactamente si nos llevamos bien o no. La primera vez que la conocí, recuerdo que no me cayó nada bien. Era mi primera semana en Edimburgo y fui sola a un evento. Yo, que siempre he sido de corazón tierno y que en mí oscura adolescencia desarrollé una timidez obligada. Puedo ver la escena de aquel Septiembre: el sitio lleno de gente, yo intentando sonreír y aprenderme nombres diversos, cuando la conocí a ella, la primera española. A primera vista no lo habría supuesto: tiene un acento extraño cuando habla inglés, y que desde luego, no es el acento español. A mi me recuerda vagamente al acento americano, porque tiene ese tono nasal y levemente irritante... En cualquier caso me pareció una chica guapa. Cuando le pregunté de donde y me dijo que de España, no pude evitarlo y me alegré visiblemente. Es curioso. No es que andara buscando como alma en pena a otros que fueran de mi nacionalidad estando en un país extraño (como mucha gente sí hacía) pero en aquella enorme sala llenísima de gente (no se me dan bien los grupos grandes, me agobian) el hecho de que tuviéramos algo en común hizo que me agradara sin que ella tuviera que esforzarse realmente.

Estaba intentando conocerla cuando se nos unió a la conversación un chico estadounidense. Creo que era de Seattle, o quizá de Chicago. No lo recuerdo bien. Él era amable. Yo quería hablar también, pero antes de que quisiera darme cuenta, los dos se habían enzarzado en una conversación eterna que no podía tener otro tema más aburrido: la lingüística. Y por más que yo intentaba meter baza en medio, no había manera; especialmente ella, R., no se callaba, bombardeándonos a todo con sus conocimientos de quinto de carrera en filología inglesa, extendiéndose con ejemplos infinitos sobre las diferencias entre las vocales entre el inglés y el español... Al final me di por vencida y guardé un silencio obligado, mientras dejaba que mi mente sobrevolara en divagaciones más entretenidas. Estaba medio aburrida medio irritada, porque qué queréis que os diga, yo, que siempre soy todo un caballero en los eventos sociales, esgrimiendo mi cuidada cortesía inglesa/japonesa (en eso soy muy poco española, lo confieso) intentando que, si hay dos personas en mi conversación, ambas puedan integrarse... y un largo etcétera de cosas que pertenecen al ámbito del buen hacer, que nunca está de más.

El evento terminó y el destino quiso que R. y yo tuviéramos que volver a casa por el mismo camino solitario y oscuro, la clase de travesía que ambas queríamos hacer acompañadas. Aunque aún estaba irritada con ella, me mostré agradable y dulce, como un agradable té con servido con dos azucarillos un frío atardecer invernal en Edimburgo. No lo puedo evitar. Cuando alguien con quien no tengo confianza me aborda, me siento obligada a empezar una conversación. Y no solo eso. En la conversación tengo que ser deliciosamente amable. Fría, a mi manera, porque son esas clases de conversaciones superfluas en las que mi única motivación es tirar de la lengua a la otra persona para que me cuente cosas interesantes (¿de dónde creéis que sacamos las ideas los escritores? la imaginación se nutre de la mundana realidad como las plantas del húmedo abono) al mismo tiempo que yo intento desvelar lo menos posible de mi persona. En el caso de R. funcionó enseguida, y en un camino de media hora ya recolecté material suficiente como para empezar el borrador de su hipotética biografía.

Desde ese día, pensé que no volvería a verla. Hasta que luego le envié un sms para tomar un café (de sobra sé que no hay que fiarse de las primeras impresiones) me respondió, salimos... y descubrí que al menos si teníamos gustos comunes y cosas de las que hablar. Desde entonces, R. se ha convertido en mi única amiga española en Edimburgo. No sé si la palabra "amiga" es demasiado intensa (en el sentido puro y más elevado de la palabra) porque nuestra relación aún se está consolidando. Obviamente, al estar ambas en un país desconocidos y tener un orígen común, eso hace que nos sintamos más unidas. Por otro lado, el caracter de R. me desconcierta. Aún tiene la mala costumbre de, cada vez que nos encontramos con un extraño o alguien a quien no conozco mucho, enzarzarse en una conversación con él/ella sin molestarse en incluírme. Pero al mismo tiempo, la he visto actuar con una generosidad y desapego... ¿envidiable? Como el hecho de que, por acojer en su casa a una amiga y su novio (el de la amiga) es capaz de irse de su cama en el cuarto del piso compartido en el que vive para que ellos puedan dormir juntos y dormir ella en el incómodo sofá. Qué queréis que os diga (amigos, amigas podéis odiarme si queréis) yo no lo haría por vosotros, especialmente cuando, en su caso, el novio ni siquiera le caía bien. O cuando hoy me ha estado contando que ayer un chico de Intermon Oxfan llamó ayer a su puerta y la acabó convenciendo para que firmará un contrato según el cual dona dos libras a la semana... En fin, la pobre tiene que contar cada penique porque no es rica precisamente -y esto evidente- y aún así... Que es altruísta, cierto. Pero aún estoy intentando descubrir si esta entrega responde a una generosidad innata o a un deseo quizá ligeramente más egoísta, como estas personas incapaces de negarse a un deseo de otros aunque sufran, porque encuentran una clase de poder en ese "martirio".

En cualquier caso, y a modo de conclusión a este soliloquio sobre R. (iba a relatar unos sucesos, pero al final ha sido más una instantánea) solo diré una cosa. He de reconocer que, cada vez que la veo aparecer, tambaleándose bajo el peso de una cartera enorme y la funda del violín, me alegro.

jueves, 24 de enero de 2013



今日は梅酒を始めて飲んでみました。酒が好きじゃないですけど、梅酒がとても好きです!でも、梅酒をたくさん悪いですから、私は心配しています。。。

日本語で書いたら、皆さんは文を分かりません。悲しいです。でも今日はスペインゴで書いてみますしたですけど、題はおもしろくなかったです。そして、日本語で書いてみました。私の日本語は悪いですが、楽しいです。

martes, 22 de enero de 2013



La nieve empezó el viernes por la noche. Durante todo el fin de semana ha estado nevando a ráfagas -por lo visto esto es normal en Escocia- pero hoy lunes los copos de nieve han estado cayendo con una rabia ininterrumpida.

Es mi primera vez interactuando con la nieve, con lo cuál aún no sé si decir si me gusta o no. Pero en cualquier caso, es interesante.

Recuerdo el viernes por la noche. Silenciosamente, los primeros copos habían empezado a caer. Yo empecé a asustarme un poco. Primero, porque me quedaba un largo camino por recorrer hasta llegar a casa. Segundo, porque tenía planes para el sábado... y la amenaza de una nevada terrible -esa que dejó a Edimburgo aislado allá por el 2010- zumbaba en mi cabeza. Soy de esa clase de personas que siempre se está preparando mentalmente para recibir el Apocalípsis... just in case.



Así que, ni corta ni perezosa, me metí en el Tesco de camino a casa, empujada por una urgente necesidad de comprar comida por si acaso quedábamos, en efecto, aislados (y también porque quería huír de la nieve y el frío que había en la calle).

Por cierto, para los lectores españoles o aquellos poco acostumbrados a la nieve en general... antes de pensar que soy exajerada, os invito a veniros aquí a la Atenas del Norte y a disfrutar unos momentos de temperatura bajo cero con violentas ráfagas de viento cargadas de copos que se te meten por los ojos y por la boca al tiempo que otros se deshacen en tu ropa de abrigo empapándola por completo... Que la nieve es preciosa, sí, pero tiene un lado oscuro, como todo en esta vida.

Mientras estaba en el Tesco aprovisionándome (al final las provisiones quedaron reducidas a un bote de porridge instantáneo,) me llamó R. para decirme que me había traído la Norton Antology of Theory and Criticism (NATC de ahora en adelante, la biblia de todos aquellos que tienen el honor de ofrendar sus preciosas neuronas al estudio de la Literatura Inglesa). No podía haber elegido un momento más oportuno, pensé. Pero no estaban las cosas para andarse remilgada, teniendo en cuenta que el libro vale tres veces su peso en oro y que esta compañera estaba haciendo gala de empatía y generosidad humana al dejármelo. Así que volví sobre mis pasos hacia la universidad. La nieve ya estaba empezando a cuajar en el suelo. Recuerdo haber visto a unos muchachos ansiosos que la recogían de los parabrisas de los coches (donde había empezado a acumularse) para formar unas pequeñas bolas con las que iniciar modestas batallas de nieve...

El campús de la universidad, tan solitario como helado...


Cuando llegué a buscar a mi compañera la encontré en un estado de alegría infantil que me desconcertó. No estaba enfadada por haber tenido que esperar a la helada intemperie a que yo regresara, sino que iba dando saltitos de acá para allá gritando "¡Está nevando!". Cómo si yo no pudiera notarlo en mi pelo empapado, o en la dolorosa frialdad de mis mejillas... Entre tanto entusiasmo yo aproveché para hacer la única cosa práctica: meter la NATC en la bolsa de plástico del Tesco para salvarla de los mordiscos mortales del frío. Iba a despedirme, pero R. habló de no sé qué de ir a los Meadows a jugar con la nieve. Hasta ese momento yo me había comportado con reticencia, asustada ante la posibilidad de acabar aislada en mi residencia por la nieve. Sin embargo, aquella alegría colectiva -que no solo era la de R., sino la de todos los anónimos visitantes en el cámpus cuyos edificios ya dormían, con las persianas echadas- empezó a contagiárseme.

Y así fue como acabamos, efectívamente, en  los Meadows. A la luz de una luna creciente y poderosamente brillante. Con el suelo brillante de escarcha y copos de nieve recién nacidos. Los árboles silenciosos, aguatando con majestuoso estoicismo el lento blanquecer de sus ramas, tan poderosamente verdes en primavera y ahora doblegadas bajo el sueño del frío...

Recuerdo que fue un momento especial, mágico. Corriendo en medio de ese lugar salvaje, un parque, a esas horas de la noche, pero aún con gente; no mucha -de todas formas la población de Escocia es molesta- pero sí lo suficientemente variopinta: estudiantes, parejas de amantes... incluso alguna que otra familia. Recuerdo las bolas de nieve pasando a toda velocidad, rozándome en los mejores casos o dándome de lleno en otros. Aunque qué alegría luego de llevar encima la NATC, pues pronto mi amenaza de arrojarla sobre aquel que me ofendiera se volvió más aterradora que todas las bolas del mundo...

Calton Hill vista desde North Bridge


El día siguiente amaneció blanco, pero, gracias a los dioses, aquello no significó un encierro obligado en mi residencia. La primera idea de los que habíamos quedado aquella temprana mañana fue la de esconderse entre el polvo y los misterios de algún museo para así huír del frío. Pero pronto la belleza lejana y sugerente de una nevada Calton Hill nos atrapó, y antes de que quisiéramos darnos cuenta subíamos por sus laderas, ahora más peligrosas que nunca, debido al hielo y al frío.



La ardua subida mereció la pena. La blancura era tanta que envolvía de luz al Edimburgo gris, antiguo y misterioso. El ruído de nuestras botas al hundirse en la nieve era tan especial. Un sonido que no había escuchado antes, un crujido que estremecía nuestros espíritus de una manera infantil, casi haciéndonos escuchar el sonido de unos cascabeles lejanos, quizá los de un trineo. Hasta el mar lejano parecía helado; una continuidad transparente de la nieve que nos rodeaba. Y el cielo cambiaba de color, con unos matices increíbles. Tan pronto era gris, como pasaba al azulón, y de ahí al violeta, y luego al dorado, y luego al naranja, y finalmente a unas tímidas pinceladas de azul claro y brillante, como ese de los días de verano...




Y también pude cumplir uno de esos anhelos infantiles que por lo visto había dormido todo este tiempo en mi subconsciente, aguardando un frío blanco e itenso como este que estamos teniendo en Edimburgo. Quise hacer un muñeco de nieve. No me importaban en aquel momento los grito silenciosos de mis dedos congelados incluso dentro de mis guantes. Me puse a agarrar nieve con las manos, primero a tímidos puñados, luego a brazadas. Las manos de A., con años de experiencia en este campo, me ayudaron a moldearlo. R. y N. aportaron las risas y algún que otro arreglo improvisado. Pero yo, la madre de esta criatura, le di todo, hasta mi gorra y mi bufanda, para que en su desnudez estuviera al menos algo protegido del viento, que seguía siendo fuerte y amenazaba con derribarlo.


Me pregunto qué serán estas representaciones echas de nieve, que parte de nuestro subconsciente nos empuja a crear humanoides, a traer a un plano real a los espíritus del frío, la nieve, y todas las cosas frías que duermen en invierno esperando pacientemente la explosión de la primavera. Pues tras la decadencia del otoño, ha llegado la muerte blanca. La escarcha, el frío y el silencio que parecen paralizarlo todo. Donde una vez hubo vida y colores ahora solo queda el vacío monocromático, la nada, una hoja en blanco. ¿Cómo es posible que esta desolación pueda preceder el empuje arrollador de una de las estaciones más poderosamente confusas? Pues el silencio del invierno será roto por el cantar de mil pájaros en un marzo no tan lejano. Pero aún queda para eso. Ahora hay que aguardar. Todo se fue perdiendo en Otoño y el Invierno es la estación de la paciencia. Del regenerarse. Del utero oscuro antes de que las ansisas de vida nos empujen a salir fuera de los cálidos, confortables y limitados refugios...




viernes, 18 de enero de 2013



Ayer recibí este hermoso furoshiki. Recuerdo que, el año pasado, mi profesora de japonés, Kimura-sensei, a la que todo el mundo en mi universidad conoce con el cariñoso (y no es irónico) nombre de Chibi-chan (debido a su baja estatura y sus modales kawaii) profetizaba: 'vas a caerle bien a la gente japonesa'. En aquellos momentos (corría abril, y yo ya estaba más muerta que viva en un pesaroso 2012 del que ahora me alegro de hablar en pasado) yo pensaba que la pobre mujer solo lo decía porque yo era la única en clase que hacía, día tras días, con letra pulcra, los ejercicios que ella mandaba. Vamos, que si alguien me hubiera dicho entonces que al siguiente invierno estaría recibiendo un furoshiki recién llegado de Tokyo no le habría creído. Yo, que este septiembre conocía a mi primera japonesa (que luego resultó ser alguien bastante destacable, cosas del destino) tras haber estado estudiando su complejo idioma durante dos años...

El furoshiki es hermoso. ¿Qué contendrá el de la foto? Y eso me ha llevado a pensar que las personas somos como un furoshiki. El exterior, el envoltorio, suele ser hermoso, de una manera u otra. Sin embargo, no hay nada de mérito en esa belleza que tiene poco de improvisada. Pues ese es el cometido de cualquier envoltorio: busca agradar. No es como la belleza de una puesta de sol en una tarde de enero invernal en Edimburgo. Los árboles desnudos de los Meadows recortan el horizonte, con sus ramas puntiagudas como gritos. La escarcha en la hierba brilla en los últimos rayos del ocaso, y cada brizna es como un mosaico de diminutos diamantes y esmeraldas... El sol cae, como cada día. Si tienes tiempo para observarlo, quizá puedas sentir en tu corazón los latidos de esa belleza. Y si la mala suerte quiere que en esa hora aún permanezcas encerrado entre polvorientos volúmenes en la biblioteca de la universidad, entonces no sentirás más que la impersonal luz de los neones que permanecen, insomnes, alumbrando el estudio desde el techo. Pero no por tu ausencia -la de unos ojos que actuen como sendos testigos- el sol dejará de caer, o las briznas de hierba de brillar... El artificio persigue el encanto, pero la verdadera belleza no necesita mirarse en ningún espejo.

Pero el furoshiki no es más que una máscara. Lo que importa es lo de dentro, aquello que está envuelto. ¿Será brillante? ¿Opaco? ¿Luminoso? ¿Puro? ¿Contaminado? ¿Tenebroso? ¿Benévolo? ¿Malvado? ¿Suave? ¿Áspero? ¿Escurridizo? ¿Intenso? No persigo la belleza, porque la he visto en los Meadows, pero sería presuntuoso exigírsela a las personas, cuando yo misma no soy más que una mezcla de imperfecciones y anhelos. Sin embargo, sí deseo afrontar el riesgo de abrir el furoshiki. Desatar la armonía efímera de su lazo. No quiero miradas vacías o conversaciones vanas. Prefiero enfrentar la angustia de derribar el muro, de sostener el envoltorio entre las manos... para contemplar qué es aquello que esconde. Aunque pueda no gustarme. Aunque no sea más que la sombra de la luz...





¿Qué es lo que habrá dentro de este furoshiki

http://www.youtube.com/watch?v=MZI6klvnacE

martes, 15 de enero de 2013




Ayer estuvimos jugando al かるた (karuta) un juego tradicional japonés que consiste en juntar refranes populares con imágenes que los representan. Al parecer, -y esto ya lo había visto yo en algunos mangas- se juega en Año Nuevo. Que no está mal, pero no sé. Suena extraño que los japoneses, en uno de los poquísimos días del año en los que nadie trabaja, se dediquen a repasar las perlas de su particular cultura. En especial los niños, como si estas cortas frases -pero cargadas de significado- se encargaran de ir modelando poco a poco sus tiernos cerebros. Hasta lograr formar la conexión neuronal que considera normal el hecho de trabajar en una oficina de siete de la mañana a una de la madrugada...

El caso es que mientras probaba suerte con mis compañeros me hice con tres refranes que me gustaron bastante. (Las reglas del juego son simples: se esparcen las cartas con imágenes encima de la mesa, al alcance de todos los participantes. Luego uno saca una de las cartas escritas y lee el refrán. El primero en encontrar la imágen correspondiente al mismo la coge y se la queda. Al final, el que más cartas con imágen tenga gana).

Y aquí van, todos perfectamente aplicables a mi experiencia escocesa-estudiantil, casualidades de la vida.



さるも きから おさる (Saru mo ki kara osaru).

Este primero significa, literalmente, 'hasta los monos se caen de los árboles'. Lo que viene a ser, en sentido figurado, que no importa lo ducho que seas en algo, todos cometemos errores. O sea, que no importa lo mucho que estudie kanji, día tras días, símbolo tras símbolo. Seguro que en el examen final va a aparecer, camuflado diabolicamente entre sus inocentes compañeros un kanji malvado y desconocido para estos ojitos. Pero no voy a desesperarme, porque si mi sufrido cerebro ha logrado aprender más de quinientos... bueno, es normal que olvide alguno por el camino, ¿verdad?



  はな より だんご (Hana yori dango).

Este segundo es breve pero conciso. Literalmente: 'El dango (comida tradicional japonesa) es mejor que las flores'. En español quizá tendría el equivalente de 'Más vale pájaro en mano que ciento volando' aunque realmente el significado es distinto. Porque lo que nos quiere decir este refrán es que las cosas prácticas tienen más valor que aquellas que solo poseen un valor estético. He de decir que no soy de esa opinión -soy una artista, mi vida se basa en el mundo estético y de las cosas invisibles y sin utilidad aparente- pero puedo empatizar con la persona que inventó este refrán. Probablemente lo que ella o él quería decir es que el おはなみ (ritual tradicional japonés que se sigue practicando hoy en día y consiste en ir a ver los cerezos florecidos en primavera) puede ser muy bonito, pero uno no se fija en las florecilla si tiene el estómago vacío y se muere de hambre. Osea, que más vale primero merendarse un dango, y luego ya, salir a ver los cerezos o lo que el destino disponga. Y aquí ya estoy más de acuerdo, porque a mí me pasa lo mismo por las mañanas. Antes de enfrentar el nuevo día, necesito desayunar (y además consistentemente). Si no, directamente no se me puede llamar ni persona, pues mi mente (y mi cuerpo) siguen en el mundo de lo etéreo.





いぬも あるけば ぼうに あたる  (Inu mo arukeba bouni ataru).

Este es mi favorito. Literalmente, quiere decir 'si un perro sale a pasear solo acabará siendo golpeado por un palo'. Antiguamente, el sentido metafórico se refería a que si uno 'pasea' sin objetivos, metas o dirección alguna, probablemente acabará encontrándonse con algún altercado indeseado. Sin embargo -y aquí viene lo curioso- con el paso del tiempo, este significado negativo se a transmutado en uno positivo. Al día de hoy, este refrán vendría a decir algo así como que si uno no sale por sí mismo 'al mundo' no encontrará nunca un palo con el que jugar. Esto viene de que ahora la gente ve a que los perros le gustan los palos (yo creo que se deben referir a que los perros suelen disfrutar cuando su amo les tira un palo, que obviamente, no es lo mismo que si les golpean con un palo, que era el significado literal, pero bueno, se ve que los japoneses lo interpretan como quieren). Osea, que 'el que no arriesga no gana'. O, lo que es lo mismo, era necesario que yo aterrizara aquí en Edimburgo -aunque al principio me sientiera completamente perdida y me llovieran algunos palos, ja, ja, ja- porque ahora he encontrado otro palo más amable con el jugar.

En fin, alegres perros -y animales en general-. A veces envidio su mirada limpia, libre de estas tribulaciones mentales que -me lo parece a mí- nos encadenan a los seres humanos.