viernes, 18 de enero de 2013



Ayer recibí este hermoso furoshiki. Recuerdo que, el año pasado, mi profesora de japonés, Kimura-sensei, a la que todo el mundo en mi universidad conoce con el cariñoso (y no es irónico) nombre de Chibi-chan (debido a su baja estatura y sus modales kawaii) profetizaba: 'vas a caerle bien a la gente japonesa'. En aquellos momentos (corría abril, y yo ya estaba más muerta que viva en un pesaroso 2012 del que ahora me alegro de hablar en pasado) yo pensaba que la pobre mujer solo lo decía porque yo era la única en clase que hacía, día tras días, con letra pulcra, los ejercicios que ella mandaba. Vamos, que si alguien me hubiera dicho entonces que al siguiente invierno estaría recibiendo un furoshiki recién llegado de Tokyo no le habría creído. Yo, que este septiembre conocía a mi primera japonesa (que luego resultó ser alguien bastante destacable, cosas del destino) tras haber estado estudiando su complejo idioma durante dos años...

El furoshiki es hermoso. ¿Qué contendrá el de la foto? Y eso me ha llevado a pensar que las personas somos como un furoshiki. El exterior, el envoltorio, suele ser hermoso, de una manera u otra. Sin embargo, no hay nada de mérito en esa belleza que tiene poco de improvisada. Pues ese es el cometido de cualquier envoltorio: busca agradar. No es como la belleza de una puesta de sol en una tarde de enero invernal en Edimburgo. Los árboles desnudos de los Meadows recortan el horizonte, con sus ramas puntiagudas como gritos. La escarcha en la hierba brilla en los últimos rayos del ocaso, y cada brizna es como un mosaico de diminutos diamantes y esmeraldas... El sol cae, como cada día. Si tienes tiempo para observarlo, quizá puedas sentir en tu corazón los latidos de esa belleza. Y si la mala suerte quiere que en esa hora aún permanezcas encerrado entre polvorientos volúmenes en la biblioteca de la universidad, entonces no sentirás más que la impersonal luz de los neones que permanecen, insomnes, alumbrando el estudio desde el techo. Pero no por tu ausencia -la de unos ojos que actuen como sendos testigos- el sol dejará de caer, o las briznas de hierba de brillar... El artificio persigue el encanto, pero la verdadera belleza no necesita mirarse en ningún espejo.

Pero el furoshiki no es más que una máscara. Lo que importa es lo de dentro, aquello que está envuelto. ¿Será brillante? ¿Opaco? ¿Luminoso? ¿Puro? ¿Contaminado? ¿Tenebroso? ¿Benévolo? ¿Malvado? ¿Suave? ¿Áspero? ¿Escurridizo? ¿Intenso? No persigo la belleza, porque la he visto en los Meadows, pero sería presuntuoso exigírsela a las personas, cuando yo misma no soy más que una mezcla de imperfecciones y anhelos. Sin embargo, sí deseo afrontar el riesgo de abrir el furoshiki. Desatar la armonía efímera de su lazo. No quiero miradas vacías o conversaciones vanas. Prefiero enfrentar la angustia de derribar el muro, de sostener el envoltorio entre las manos... para contemplar qué es aquello que esconde. Aunque pueda no gustarme. Aunque no sea más que la sombra de la luz...





¿Qué es lo que habrá dentro de este furoshiki

http://www.youtube.com/watch?v=MZI6klvnacE

1 comentario:

Anónimo dijo...

very well