martes, 22 de enero de 2013



La nieve empezó el viernes por la noche. Durante todo el fin de semana ha estado nevando a ráfagas -por lo visto esto es normal en Escocia- pero hoy lunes los copos de nieve han estado cayendo con una rabia ininterrumpida.

Es mi primera vez interactuando con la nieve, con lo cuál aún no sé si decir si me gusta o no. Pero en cualquier caso, es interesante.

Recuerdo el viernes por la noche. Silenciosamente, los primeros copos habían empezado a caer. Yo empecé a asustarme un poco. Primero, porque me quedaba un largo camino por recorrer hasta llegar a casa. Segundo, porque tenía planes para el sábado... y la amenaza de una nevada terrible -esa que dejó a Edimburgo aislado allá por el 2010- zumbaba en mi cabeza. Soy de esa clase de personas que siempre se está preparando mentalmente para recibir el Apocalípsis... just in case.



Así que, ni corta ni perezosa, me metí en el Tesco de camino a casa, empujada por una urgente necesidad de comprar comida por si acaso quedábamos, en efecto, aislados (y también porque quería huír de la nieve y el frío que había en la calle).

Por cierto, para los lectores españoles o aquellos poco acostumbrados a la nieve en general... antes de pensar que soy exajerada, os invito a veniros aquí a la Atenas del Norte y a disfrutar unos momentos de temperatura bajo cero con violentas ráfagas de viento cargadas de copos que se te meten por los ojos y por la boca al tiempo que otros se deshacen en tu ropa de abrigo empapándola por completo... Que la nieve es preciosa, sí, pero tiene un lado oscuro, como todo en esta vida.

Mientras estaba en el Tesco aprovisionándome (al final las provisiones quedaron reducidas a un bote de porridge instantáneo,) me llamó R. para decirme que me había traído la Norton Antology of Theory and Criticism (NATC de ahora en adelante, la biblia de todos aquellos que tienen el honor de ofrendar sus preciosas neuronas al estudio de la Literatura Inglesa). No podía haber elegido un momento más oportuno, pensé. Pero no estaban las cosas para andarse remilgada, teniendo en cuenta que el libro vale tres veces su peso en oro y que esta compañera estaba haciendo gala de empatía y generosidad humana al dejármelo. Así que volví sobre mis pasos hacia la universidad. La nieve ya estaba empezando a cuajar en el suelo. Recuerdo haber visto a unos muchachos ansiosos que la recogían de los parabrisas de los coches (donde había empezado a acumularse) para formar unas pequeñas bolas con las que iniciar modestas batallas de nieve...

El campús de la universidad, tan solitario como helado...


Cuando llegué a buscar a mi compañera la encontré en un estado de alegría infantil que me desconcertó. No estaba enfadada por haber tenido que esperar a la helada intemperie a que yo regresara, sino que iba dando saltitos de acá para allá gritando "¡Está nevando!". Cómo si yo no pudiera notarlo en mi pelo empapado, o en la dolorosa frialdad de mis mejillas... Entre tanto entusiasmo yo aproveché para hacer la única cosa práctica: meter la NATC en la bolsa de plástico del Tesco para salvarla de los mordiscos mortales del frío. Iba a despedirme, pero R. habló de no sé qué de ir a los Meadows a jugar con la nieve. Hasta ese momento yo me había comportado con reticencia, asustada ante la posibilidad de acabar aislada en mi residencia por la nieve. Sin embargo, aquella alegría colectiva -que no solo era la de R., sino la de todos los anónimos visitantes en el cámpus cuyos edificios ya dormían, con las persianas echadas- empezó a contagiárseme.

Y así fue como acabamos, efectívamente, en  los Meadows. A la luz de una luna creciente y poderosamente brillante. Con el suelo brillante de escarcha y copos de nieve recién nacidos. Los árboles silenciosos, aguatando con majestuoso estoicismo el lento blanquecer de sus ramas, tan poderosamente verdes en primavera y ahora doblegadas bajo el sueño del frío...

Recuerdo que fue un momento especial, mágico. Corriendo en medio de ese lugar salvaje, un parque, a esas horas de la noche, pero aún con gente; no mucha -de todas formas la población de Escocia es molesta- pero sí lo suficientemente variopinta: estudiantes, parejas de amantes... incluso alguna que otra familia. Recuerdo las bolas de nieve pasando a toda velocidad, rozándome en los mejores casos o dándome de lleno en otros. Aunque qué alegría luego de llevar encima la NATC, pues pronto mi amenaza de arrojarla sobre aquel que me ofendiera se volvió más aterradora que todas las bolas del mundo...

Calton Hill vista desde North Bridge


El día siguiente amaneció blanco, pero, gracias a los dioses, aquello no significó un encierro obligado en mi residencia. La primera idea de los que habíamos quedado aquella temprana mañana fue la de esconderse entre el polvo y los misterios de algún museo para así huír del frío. Pero pronto la belleza lejana y sugerente de una nevada Calton Hill nos atrapó, y antes de que quisiéramos darnos cuenta subíamos por sus laderas, ahora más peligrosas que nunca, debido al hielo y al frío.



La ardua subida mereció la pena. La blancura era tanta que envolvía de luz al Edimburgo gris, antiguo y misterioso. El ruído de nuestras botas al hundirse en la nieve era tan especial. Un sonido que no había escuchado antes, un crujido que estremecía nuestros espíritus de una manera infantil, casi haciéndonos escuchar el sonido de unos cascabeles lejanos, quizá los de un trineo. Hasta el mar lejano parecía helado; una continuidad transparente de la nieve que nos rodeaba. Y el cielo cambiaba de color, con unos matices increíbles. Tan pronto era gris, como pasaba al azulón, y de ahí al violeta, y luego al dorado, y luego al naranja, y finalmente a unas tímidas pinceladas de azul claro y brillante, como ese de los días de verano...




Y también pude cumplir uno de esos anhelos infantiles que por lo visto había dormido todo este tiempo en mi subconsciente, aguardando un frío blanco e itenso como este que estamos teniendo en Edimburgo. Quise hacer un muñeco de nieve. No me importaban en aquel momento los grito silenciosos de mis dedos congelados incluso dentro de mis guantes. Me puse a agarrar nieve con las manos, primero a tímidos puñados, luego a brazadas. Las manos de A., con años de experiencia en este campo, me ayudaron a moldearlo. R. y N. aportaron las risas y algún que otro arreglo improvisado. Pero yo, la madre de esta criatura, le di todo, hasta mi gorra y mi bufanda, para que en su desnudez estuviera al menos algo protegido del viento, que seguía siendo fuerte y amenazaba con derribarlo.


Me pregunto qué serán estas representaciones echas de nieve, que parte de nuestro subconsciente nos empuja a crear humanoides, a traer a un plano real a los espíritus del frío, la nieve, y todas las cosas frías que duermen en invierno esperando pacientemente la explosión de la primavera. Pues tras la decadencia del otoño, ha llegado la muerte blanca. La escarcha, el frío y el silencio que parecen paralizarlo todo. Donde una vez hubo vida y colores ahora solo queda el vacío monocromático, la nada, una hoja en blanco. ¿Cómo es posible que esta desolación pueda preceder el empuje arrollador de una de las estaciones más poderosamente confusas? Pues el silencio del invierno será roto por el cantar de mil pájaros en un marzo no tan lejano. Pero aún queda para eso. Ahora hay que aguardar. Todo se fue perdiendo en Otoño y el Invierno es la estación de la paciencia. Del regenerarse. Del utero oscuro antes de que las ansisas de vida nos empujen a salir fuera de los cálidos, confortables y limitados refugios...




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