viernes, 25 de enero de 2013



Estos días ha sido complicado actualizar. Leerme trescientas páginas de un libro para literatura escocesa en dos días ha sido todo un reto, pero finalmente lo he conseguido. Tengo que colgar una lista en el blog de todos mis "logros" a nivel de lectora, pero como siempre, me faltan momentos para actualizar un poco este espacio. Aunque ideas tengo para aburrir.

El caso es que hoy ha ocurrido algo que me ha dado que pensar. Aquí en Edimburgo hice una amiga, R. No sé exactamente si nos llevamos bien o no. La primera vez que la conocí, recuerdo que no me cayó nada bien. Era mi primera semana en Edimburgo y fui sola a un evento. Yo, que siempre he sido de corazón tierno y que en mí oscura adolescencia desarrollé una timidez obligada. Puedo ver la escena de aquel Septiembre: el sitio lleno de gente, yo intentando sonreír y aprenderme nombres diversos, cuando la conocí a ella, la primera española. A primera vista no lo habría supuesto: tiene un acento extraño cuando habla inglés, y que desde luego, no es el acento español. A mi me recuerda vagamente al acento americano, porque tiene ese tono nasal y levemente irritante... En cualquier caso me pareció una chica guapa. Cuando le pregunté de donde y me dijo que de España, no pude evitarlo y me alegré visiblemente. Es curioso. No es que andara buscando como alma en pena a otros que fueran de mi nacionalidad estando en un país extraño (como mucha gente sí hacía) pero en aquella enorme sala llenísima de gente (no se me dan bien los grupos grandes, me agobian) el hecho de que tuviéramos algo en común hizo que me agradara sin que ella tuviera que esforzarse realmente.

Estaba intentando conocerla cuando se nos unió a la conversación un chico estadounidense. Creo que era de Seattle, o quizá de Chicago. No lo recuerdo bien. Él era amable. Yo quería hablar también, pero antes de que quisiera darme cuenta, los dos se habían enzarzado en una conversación eterna que no podía tener otro tema más aburrido: la lingüística. Y por más que yo intentaba meter baza en medio, no había manera; especialmente ella, R., no se callaba, bombardeándonos a todo con sus conocimientos de quinto de carrera en filología inglesa, extendiéndose con ejemplos infinitos sobre las diferencias entre las vocales entre el inglés y el español... Al final me di por vencida y guardé un silencio obligado, mientras dejaba que mi mente sobrevolara en divagaciones más entretenidas. Estaba medio aburrida medio irritada, porque qué queréis que os diga, yo, que siempre soy todo un caballero en los eventos sociales, esgrimiendo mi cuidada cortesía inglesa/japonesa (en eso soy muy poco española, lo confieso) intentando que, si hay dos personas en mi conversación, ambas puedan integrarse... y un largo etcétera de cosas que pertenecen al ámbito del buen hacer, que nunca está de más.

El evento terminó y el destino quiso que R. y yo tuviéramos que volver a casa por el mismo camino solitario y oscuro, la clase de travesía que ambas queríamos hacer acompañadas. Aunque aún estaba irritada con ella, me mostré agradable y dulce, como un agradable té con servido con dos azucarillos un frío atardecer invernal en Edimburgo. No lo puedo evitar. Cuando alguien con quien no tengo confianza me aborda, me siento obligada a empezar una conversación. Y no solo eso. En la conversación tengo que ser deliciosamente amable. Fría, a mi manera, porque son esas clases de conversaciones superfluas en las que mi única motivación es tirar de la lengua a la otra persona para que me cuente cosas interesantes (¿de dónde creéis que sacamos las ideas los escritores? la imaginación se nutre de la mundana realidad como las plantas del húmedo abono) al mismo tiempo que yo intento desvelar lo menos posible de mi persona. En el caso de R. funcionó enseguida, y en un camino de media hora ya recolecté material suficiente como para empezar el borrador de su hipotética biografía.

Desde ese día, pensé que no volvería a verla. Hasta que luego le envié un sms para tomar un café (de sobra sé que no hay que fiarse de las primeras impresiones) me respondió, salimos... y descubrí que al menos si teníamos gustos comunes y cosas de las que hablar. Desde entonces, R. se ha convertido en mi única amiga española en Edimburgo. No sé si la palabra "amiga" es demasiado intensa (en el sentido puro y más elevado de la palabra) porque nuestra relación aún se está consolidando. Obviamente, al estar ambas en un país desconocidos y tener un orígen común, eso hace que nos sintamos más unidas. Por otro lado, el caracter de R. me desconcierta. Aún tiene la mala costumbre de, cada vez que nos encontramos con un extraño o alguien a quien no conozco mucho, enzarzarse en una conversación con él/ella sin molestarse en incluírme. Pero al mismo tiempo, la he visto actuar con una generosidad y desapego... ¿envidiable? Como el hecho de que, por acojer en su casa a una amiga y su novio (el de la amiga) es capaz de irse de su cama en el cuarto del piso compartido en el que vive para que ellos puedan dormir juntos y dormir ella en el incómodo sofá. Qué queréis que os diga (amigos, amigas podéis odiarme si queréis) yo no lo haría por vosotros, especialmente cuando, en su caso, el novio ni siquiera le caía bien. O cuando hoy me ha estado contando que ayer un chico de Intermon Oxfan llamó ayer a su puerta y la acabó convenciendo para que firmará un contrato según el cual dona dos libras a la semana... En fin, la pobre tiene que contar cada penique porque no es rica precisamente -y esto evidente- y aún así... Que es altruísta, cierto. Pero aún estoy intentando descubrir si esta entrega responde a una generosidad innata o a un deseo quizá ligeramente más egoísta, como estas personas incapaces de negarse a un deseo de otros aunque sufran, porque encuentran una clase de poder en ese "martirio".

En cualquier caso, y a modo de conclusión a este soliloquio sobre R. (iba a relatar unos sucesos, pero al final ha sido más una instantánea) solo diré una cosa. He de reconocer que, cada vez que la veo aparecer, tambaleándose bajo el peso de una cartera enorme y la funda del violín, me alegro.

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