domingo, 29 de mayo de 2011


Camino por sendas embarradas en el único lugar donde siento que estoy sola y a salvo. Los árboles protegen de la humedad, el calor ardiente y el aire venenoso de la ciudad, tan abajo ahora, y sus hojas actúan de pantalla ante las miradas no siempre amables de sus habitantes.

Yo y yo misma, no es egoncentrismo, sino la humildad de encontrarse agusto consigo mismo, de reconocer que somos el único compañero de viaje que conoce hasta el más secreto de los atajos. Las amapolas han muerto ya con el calor, el impulso de la primavera ha acabado por devorarlas. Aún así descubro algunas que sobreviven bajo el frescor de las piedras, o en rincones particularmente escondidos que exhalan una calma que recuerda al silencioso invierno. Me divierto buscando sus cabecitas rojas que se mecen con el viento; las demás flores, amarillas, violetas y blancas, son atractivas y exhuberantes, sí, pero ninguna tiene la dulzura de la amapola, su tranquila reflexión, su misterioso encanto. ¿Será porque hay pocas y su vida es tan breve...?

Y entonces empiezo a observarlo. Pequeños cuerpecillos ennegrecidos, patitas dobladas que nunca han llegado a acariciar la tierra, alas tronchadas en un revuelto de plumas incapaces de conquistar el aire. Allá donde miro están: pequeños pajarillos muertos, caídos del nido; figuras frías, embarradas, lentamente devoradas por una ordenada fila de hormigas y otros insectos que no desaprovechan nada y hacen de la muerte súbita energía para continuar en movimiento.

Es la imágen más triste que he contemplado jamás. Y están por todas partes. ¿Es el viento, acaso, demasiado fuerte, que se atrevió a golpearlos cuando ellos a penas despertaban a la vida y no habían tenido tiempo de conocer sus secretos? Cruel viento pues, que se aprovechó de la vulnerabilidad implícita y quiso castigar a la naturaleza.

Y no puedo evitar preguntarme: ¿En qué clase de mundo vivimos, si es que antes de nacer ya estamos muertos?

1 comentario:

Mew dijo...

En una suerte de vacío pleno, tan oscuro que ha de tragarse su propia luz para alimentarse. Lugar en el que la dádiva de la vida les cae en gracia a unos pocos chalados... desafortunados, afortunados, que lo juzgue quien encuentre el valor.

Pero qué más da dónde nos haya tocado vivir. Somos seres humanos. Lo que mejor se nos da es cambiar. Cambiar, cambiar. Cambiarlo todo o no cambiar nada.

Aunque, a título personal, siempre me ha gustado más esa oscuridad que proyectan los cuerpos sobre los que ha incidido la luz.